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Ladrón de recuerdos

Julieta Ramírez Rossi - jramirezr@eafit.edu.co

Estaba en llamas. El fuego lo consumía todo y se reflejaba en la tierra. 

– Uno, dos…, diez,… ¡30! Son muchas flores. ¿Cuál es la ocasión esta vez? – pregunté. 

Un cortísimo silencio y una respuesta sin venir al caso. 

– A que hace un buen día hoy. ¿Ves? El cielo está despejado. – me dijo. 

Miré hacia arriba. Entrecerré los ojos por la luz y sentí el calor en los parpados…en las mejillas…en la coronilla, arriba, en lo más adentro. Pasó una bicicleta, la campanilla sonaba como el trino de un pájaro. Me quedé suspendido un instante contemplándolo todo. Hacía calor y un suave viento con olor a tierra mojada soplaba de a ratos. Esperé. Respiré todo por un instante…Y me acordé de que Julián todavía estaba allí.

– Disculpa. – le dije. 

– ¡Ah! Yo también me pierdo mirando el cielo a veces. Las flores están muy lindas. ¿Te parece si vuelvo mañana? – dijo. 

– Podés volver cuando queras.  

Julián salió casi sin mirar por donde iba, como si se supiera el camino de memoria. Lo seguí con la mirada hasta que su sombra se perdió de vista y su cuerpo se convirtió en un tenue manchón borroso. Sentí cómo el aire se aligeraba, se empezaba a desatascar y el sopor de la una de la tarde disminuía. Me dirigí al fondo del  invernadero y saqué el herbario guardado en el primer cajón de la mesita café.  Lo hojeé un poco, parando de a tramos, dependiendo de cuanta luz desprendiera cada flor. Cerca de las últimas páginas, encontré  algunos pétalos blancos. Se habían caído de unas rosas que me causaron extrañeza,  las había dejado un señor con gabardina negra en la tumba de mamá. Me quedé contemplándolos un rato, tratando de recordar. Si lo pienso bien tal vez no eran las rosas las extrañas, sino la posición del señor al dejarlas. O sus ojos. O el hecho de que haya ido al final del funeral, como si no quisiera ser visto.

Pasadas las cinco y ya empezando a atardecer, cerré, di una última mirada hacia atrás y subí la cuesta para alcanzar el pequeño mercado. Mientras caminaba, empecé a pensar en las cosas que tenía pendientes por hacer. Mañana volvería Julián por las flores, tenía que tener las hortensias listas para cuando llegase. También tenía que recoger la ropa de la tintorería y hacer un mercado de verdad de una vez por todas.  Así que mañana madrugaría un poco más y arreglaría todo para poder ayudarle a Julián lo más pronto posible.

-Son 23.600 pesos señor. ¿Necesita bolsa? – la chica al otro lado de la caja sonreía.

-Asi está bien, tome. Quédese el cambio. Que tenga buena noche. 

-Hasta luego.

Salí del mercado y empecé a dirigirme nuevamente hacia casa. Hoy había hecho un día tan lindo…Me hubiera gustado que el sol se quedara un poco más.  A diferencia del clima por la tarde, ahora, cuando el cielo empezaba a caerse dejando huequitos como un colador por donde solo pasa la luz, hacía un frio terrible. Además, iba con la ropa delgada que usaba para trabajar en el invernadero y no traía ni un buso encima. Lo único que me reconfortaba era el saber que iba a llegar a casa. 

Por la vereda casi rota, apenas visible, se abrían camino pequeñas flores. En la calle se escuchaban las voces alegres de niños jugando, correteando dentro de una  casa. Un grito y una queja. Risas, olor a buñuelos recién hechos. Un niño llorando y una pequeña cantándole para que se calmara. Seguí, observándolo todo lentamente, dejando que el tiempo pasara y que el viento me desorganizara los delgados mechones de pelo café, ya algo largos. “También me vendría bien un buen corte de pelo” pensé. 

Seguí rumbo a casa, y empecé a buscar las llaves en mis bolsillos. En el derecho, en el izquierdo, en el que estaba oculto en el forro. No las podía encontrar. Me pregunté si se me habrían caído en el mercado. “Las hubiera oído”.  Me acorde del herbario y de las hortensias de Julián. ¿Y si entraba un ladrón? Un ladrón de flores tal vez. Un ladrón de recuerdos.

Me dirigí a paso rápido de vuelta al invernadero. El camino estaba muy oscuro, hacía frío.  Empecé a correr en medio de la noche, únicamente acompañado por el tenue repicar de mis pasos contra el asfalto. Los pies se me enredaban entre sí, corría dando trompicones, medio saltando, medio con los pies en la tierra, medio cuidando de no irme con una baldosa mal cuadrada. Paré un instante a recobrar el aliento. El cuerpo me dolía, me temblaban las piernas,  la cabeza me daba vueltas. “Pum pum, pum pum” podía sentir cómo se me aceleraba el pulso. Seguí corriendo. Sentía el sudor frío que me cubría la espalda, la frente, las manos, justo debajo de la nuca.  Cada vez estaba más cerca de la callejuela que daba al invernadero. Percibí un tenue brillo, un resplandor de naranjas y amarillos. 

Cuando llegué al final de la cuadra me di cuenta. El invernadero estaba en llamas. El fuego lo consumía todo y se reflejaba en la tierra. El olor a quemado, a flores y a papel quemado lo inundaba todo. El herbario ardía, los pulmones me ardían.

Fui desplomándome lentamente hacia el piso y me quedé observando como los recuerdos se volvían humo. El oxígeno consumido por el fuego, el crepitar del vidrio a punto de romperse, las hortensias ya idas. Se me cerraban los ojos, mi mente consumida por el sopor. Me empecé a dejar ir, abriendo los ojos por intervalos, cerrándolos de a ratos. Divise un abrigo negro, y me quede dormido.