Omitir los comandos de cinta
Saltar al contenido principal
Inicio de sesión
Universidad EAFIT
Carrera 49 # 7 sur -50 Medellín Antioquia Colombia
Carrera 12 # 96-23, oficina 304 Bogotá Cundinamarca Colombia
(57)(4) 2619500 contacto@eafit.edu.co

Ediciones Skip Navigation Linksuna-profesión Una profesión sin heredero

EAFITNexosEdicionesUna profesión sin heredero

Una profesión sin heredero

​​Pablo Sierra Saldarriaga


Está todo el tema acerca de los libros como objeto simbólico o de colección. Hay infinitos fetiches: Las primeras ediciones, la biblioteca completa de tal autor, la encuadernación para pergamino en cuero de cabra, las copias, los incunables, las traducciones. Toda colección es inútil y, sin embargo, todos debemos tener una. Están las señoras que guardan ollas o zapatos; los señores con sus relojes, herramientas, o antaño las corbatas; los niños son los más íntegros coleccionistas: insectos, soldaditos, preguntas. Y bueno, estamos los que dedicamos toda una vida a dejar una biblioteca. 

Los libros se enferman. Algunos ya vienen mal paridos desde su editor. La salud del libro habita en sus proporciones, el material de su cubierta o sus páginas, cosido o pegado.
De modo que, un día voy al centro a cambiar libros. Subo a una bodega en el séptimo piso de un edificio del cual solo conozco su entrada, la librería Buenos Aires. Mientras espero a un venezolano con el que negocio unos libros, que me regalaron unos vecinos, por salir de ellos. Doy con una primera edición de Salvo el crepúsculo, de Cortázar. Escaso, nada comercial. Sin escatimar, pago treinta mil pesos por él y lo guardo en un morral que cargo. Cuando llego a casa se lo muestro a mi tío bibliotecario.

—Si, si, pa’ qué, es una joyita —dice.

—Lo andaba persiguiendo desde hace rato y nunca había dado con él. Por eso no dudé. Lástima lo cajeteado. 

El libro parece un héroe herido. Frágil como una mascota. La portada sucia, doblada, rasguñada por muchas manos; un papel que supo envejecer, que, a pesar de las manchas y las arrugas, todavía tiene la piel hidratada; el lomo se quiere derramar, dejar de soportar cualquier orden, está golpeado, roto, y llora con cada abertura.
—¿Por ahí no habrá nadie que restaure libros, no conoces? —Me da la idea.

Me gustaría poder escribir que lo conozco por el azar de una dirección en la bastilla, o que me lo recomendó alguien, pero a Carlos Quijano lo encontré en internet. Paff, si, título de búsqueda: restauración de libros en Medellín. Le envío mensajes durante una semana, y nada. Al fin, en una media noche, responde, me manda su dirección y un mensaje: pasate.
Le pido a Nelson que me lleve. Taxista de profesión, al menos con eso se gana la vida. Hoy todavía piensa que el error más grande que cometió fue no terminar el bachillerato. Condenarse a esta vida de escapista del fin de mes. Un cincuentón divorciado y con tres hijos. De esos que enjabonan las palabras.

—Nelson, al lado del parque de la milagrosa, en Loreto —le muestro el mensaje mientras cierro la puerta del taxi.

El trayecto resulta como una de esas excursiones dantescas. Cogemos las palmas y en un breve giro se nos voltea la moneda. Ese zig-zag laberíntico, con calles angostas e inclinadas donde se aconseja no mirar fijamente a nadie. Toallas y boxers sobre cables, un color distinto para cada casa. Ladrillos partidos y benditos por la suciedad. Huele a bareto y a incienso. El parque de la milagrosa suena a taxis en primera y reggaetón viejo. Después de pasar dos veces al lado de la misma virgen, llegamos al fin de la supuesta cuadra.

—Bajáte, hombre —insinúo.

—No, dale vos —amaga—, mejor te espero acá.

—No, no, vení. Qué te vas a quedar ahí parqueado, deja de ser güevón. Entrá para que veas cinco minutos de luz.

Nos bajamos del carro, y él nos abre la puerta mientras habla por teléfono.

—Si, acá vino una visita, te dejo —cuelga— ¿Cómo están?

Sudadera, camisa polo. Barba blanca pero acicalada, piel morena y calva brillante. Habla y los objetos comienzan a nacer. Máquinas prensadoras, sinfines, cortadoras, pulidoras, tijeras, alicates, hilos por todas partes como una telaraña. Hay hasta grabados medievales en la pared, algo así como dibujos de lazarillos, o de monjes encuadernadores. Adentro huele a pegante y a biblioteca vieja: El benzaldehído huele a almendra y el etilbenceno a vainilla. Las páginas que envejecen amarillas saben a lignina maderera. A la izquierda sale una ayudante de la cocina, y escuchamos la radio. Hay de todo, menos máquinas de escribir. Es un lugar dispuesto para los libros, pero no para la escritura.

—De entrada, con este taller, se ve que usted es una persona trascendente —calla, traga—. Yo tengo el vicio de elogiar demasiado a las personas. Tanto que las termino hostigando. Pero en este caso es justificado.

—Ahh, debe ser usted una persona muy sensible —responde Carlos.

Nos muestra una máquina alemana de no sé qué.

—Yo no sé mucho de libros, y no me importa —Coge un libro descosido—, a mi lo que me interesa es la mecánica del libro, lo físico.—ajá.

—Sí, como están hechos, no lo que dicen. Incluso recomiendo no leer mucho.

Miro a Nelson y hacemos cara de que opinión tan rara. Nos apoyamos sobre una mesa donde bien podría ir un muerto acostado. Está llena de hojas sueltas, pastas descosidas, letras para grabados hechas a partir de una aleación de plomo, estaño y antimonio. Él lo nota, nuestro silencio es una invitación a explicarse.

—Recuerdo un treinta y uno de diciembre, a las ocho de la noche —dice Carlos—. Yo tenía diez y siete años. Mi familia, todos abajo celebrando y compartiendo, y en cambio yo arriba, encerrado leyendo a Dostoievski.

Nelson ríe.

—A mí me pasó lo mismo con Lo que el viento se llevó —responde lo que nadie le pregunta. 

Yo no hablo. Ya estoy escribiendo en mi cabeza. Dos personas que se chupan todo mi interés. A uno lo conozco desde hace años y muchas desveladas; al otro, hace un instante.
—Carlos, por acá traje estos libritos que tengo para restaurar. Échales ojo —los interrumpo viendo que ya hasta nos hará un tinto.

—Ahh, si verdad. A ver, miremos, Salvo el crepúsculo. Cortázar. —Dice Carlos. 

—Si, creo que es una primera edición, pero está muy destartalado. Agoniza.

—Eso veo, ¿Qué quiere hacer? Hay varias opciones con estos libros que son tan escasos. Yo no sé nada de ellos, pero le mostraré alternativas. 

Se pierde un minuto, y vuelve con una pila de hojas gigantes.

—Vea, este me lo mandó EAFIT. Es un tratado de teología jesuita, y lo que hice fue retirarle la cubierta y lavarla en unos químicos que traje de un viaje a España. Y por acá, vengan, están secándose las hojas, que son en pergamino. Toque tranquilo que no pasa nada. Este lo estoy re-encuadernando.

Le pasa un libro restaurado a Nelson para que lo mire, mientras espera a que yo le diga que prefiero. No impone su obra. Quiere que yo escoja el medicamento, pero el doctor es él. Lo miro como pidiéndole recomendación.

—No, al tuyo podemos conservarle la cubierta original como, digamos, la primera página, y meterlo en un estuche o en una caja que lo guarde del sol y la humedad. Los grandes enemigos de los libros.

—Pero yo lo tengo bien cuidado ¿Qué más se le puede hacer?

—Lo podemos encuadernar de nuevo en una cubierta de tela, y le ponemos una portada sobria en esta prensadora a calor que tengo acá.

Primer diagnóstico listo. Saco los diálogos de Borges y Sábato.

—Ahh, escaso también —dice—, un cliente que tiene una librería de leídos, Palinuro, me pasó uno hace días para que le sacara copias. Claro que este no es copia. A ver los otros.
Saco otro librito de Sábato, llamado Tango: Discusión y clave. Dedicado a Borges y hecho por Emece. Y saco una de esas reimpresiones de Kodama, de El tamaño de mi esperanza, de esos primeros libros de Borges sobre los que no estaba orgulloso.

—Vea esto —me dice, cogiendo no sé cuál— estas manchas en las páginas pueden ser muchas cosas, por eso toca deshojarlo, hoja por hoja, para limpiar cada página.

—¿Qué cosas?

—Foxing: manchas por humedad o exposición al sol. Deshidratación del papel —me muestra dos hojas distintas—, por ejemplo, se ve de una que este papel es mejor que este otro. Y esto que usted ve ahí, esas manchas pueden ser pipí de ratón —abro los ojos—. Si, yo sé que por vos no. El tema es que uno no sabe dónde han estado esos libros antes. En el piso, en cajas, tirados en bodegas.

Así que, esa es la labor del restaurador. Devolverle la vida a un conjunto de papeles cosidos y ensamblados en un pedazo de cartón. Labor artesanal y menospreciada a la que, sin embargo, se le debe el crecimiento de todas las civilizaciones. La conservación de los conservadores de la memoria: los libros.

¿Quién se encargará de conservar esta profesión? ¿Quién heredará este taller?

Aquí no hay relojes, es como en los casinos. Pero la ventana nos mira apremiándonos.

—Hombre —le digo—, haceles lo que querás a esos libros, ahí te quedan. Llamáme cuando los revivás.

Camino diligente hacia la puerta. Nelson entiende. Vamos para el mundo de afuera, el real; entrar a este taller es para nosotros, lo que para él fue el acto de leer mucho.

—Esperen, tomen —Nos entrega unos cuadernos suyos—. A vos que escribís —me dice—, y a vos que sos como yo —le dice a Nelson—. Solo hago esto con las personas que me hacen hablar del amor al arte.

Asentimos.  Asumiendo que todos nos entendemos.

—Pero vení —me devuelvo—, te voy a pedir una cosa que me parece fundamental.

—Ayy no, dedicatorias no. Esas cosas de escritores. Qué vergüenza, acuérdense que a mí no me interesan las páginas, sino el papel.

—Si, pero…

Nelson hace cara de no insistas. Sonrío. Me conformo con que estampe su nombre como un autógrafo, que es lo que menos me interesa. Salimos de nuevo a las calles reales de Loreto, nos montamos al taxi y Nelson arranca.