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Zona enriquecida 1
Natalia Torres - Miembro del grupo literario Letras
ntorresj@eafit.edu.co
@torresjnatalia
Estoy en una habitación blanca en la que apenas quepo de pie. La gravedad se vuelve ilusoria y entonces ya no estoy de pie, estoy acostada. El espacio se expande y se recoge y ahora hay una persona a mi lado. Su cuerpo está cubierto por una sábana blanca que empieza a mancharse de sangre. Miro hacia abajo, tiene descubierto el talón derecho, tres lunares que forman un triángulo perfectamente centrado. No necesito ver su rostro para saber quién es.
Despierto.
Me encuentro con mi reflejo en el baño y recuerdo que he cortado mi pelo, que el pasado ya no me duele. O que solo duele en las noches. Talismán abre la puerta y se queda viendo mi imagen en el cristal, él ya no me reconoce.
Despertar por la mañana es la parte más difícil. Me acostumbré a ver sus párpados cansados, sus pestañas cubiertas de lagañas que, como estrellas que retrasan en vano la salida del sol, demoraban la revelación de sus pupilas. Nos veíamos y cruzábamos una mirada cómplice: el deseo de volver al sueño, la imposibilidad de evadir nuestras obligaciones.
De camino a la floristería cruzo el establo tan velozmente como me lo permiten mis pasos. Siento como si mi pelo cayera por mi espalda y rozara ocasionalmente mis codos, aunque ya no lo haga. A mi primer caballo lo bauticé Siniestro. No era mío en realidad, era de don Curzio, y su nombre no era Siniestro, era Rossina. Yo no lo supe hasta que un par de años más tarde tuvo dos potrillos. Ya son cuatro meses sin montar.
A la entrada del local me recibe Helenita, con una sonrisa en la cara –como siempre: sonrisa en la cara y ojos tristes–. ¿Me veo como Helenita ahora? Hoy es un día ajetreado: hay matrimonio; preparamos los arreglos de centro de mesa, los pétalos de los pastorcitos y el yugo de la novia: rosas y gardenias blancas. No trabajábamos así desde la muerte de Avelino, el marido de Helenita. A ese señor sí que lo quería la gente. Y aunque Helenita no vino a la tienda ese día, fue como si lo hubiera hecho porque a su casa se enviaron once arreglos de condolencias.
A mi casa solamente llegaron dos: el de Helenita y el del establo.
Señora Londoño,
Lamentamos profundamente los hechos acontecidos
y le expresamos nuestro más sincero pésame.
Firma,
Establo de San Martín
A mediados de abril conocí a Ramiro, hace cuatro años. Coincidimos en una competencia en México y el resto fue historia. Nos mudamos al pueblo y adoptamos a Talismán. Yo comencé a ayudar a Helenita con la floristería cuando su marido se enfermó y desde entonces no he parado. “Mire qué bonita se ve con el ramo en las manos, cásese mija, antes que sea muy vieja para tener niños, que el marido se le va a una y no queda nadie que le haga compañía”, me decía.
Él daba clases en el establo, al frente de la tienda. Fue hace unos meses que llegó el hijo de don Curzio con un caballo nuevo –Deutsch– de raza alemana, prominente y tosco, de un café premonitorio. El animal no estaba castrado. Arrancó a correr a una velocidad incontrolable y fue cuando sucedió. Yo lo vi todo: sus manos aferradas con fuerza al sillín, sus piernas abrazando el tronco del caballo como el gancho de una máquina de juguetes abraza un muñeco, yo haciendo fuerza como un niño pequeño. La caída. Deutsch no se detuvo. Todo el peso de un caballo sobre la costilla de un hombre. El pulmón perforado. Sangre.
Vi cómo lo llevaban al quirófano en camilla, su talón descubierto, sus tres lunares. Al rato llegó el doctor, “lo lamento, hicimos todo lo que estaba a nuestro alcance”. Me dejaron entrar a verlo, su cuerpo estaba completamente tapado por una sábana blanca, también su talón. No quise verle la cara, solo agarré su mano helada bajo la sábana. Intenté dormir para olvidar. Talismán lo esperó toda la noche. Y al día siguiente. Y al siguiente…
Hace cuatro meses que no monto. El hijo de Don Curzio no es capaz de mirarme a los ojos. Aún así, aquí me hallo, preparando los arreglos florales de su matrimonio.