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El copulatorio


Camila Gómez 
@camg.fotografia
@camigomez2699

La decisión estaba tomada y el terreno, despejado. Mis nervios y los pequeños vellos negros se deslizaban a la par, jabonosos, por las baldosas del baño. Luego de hidratar y perfumar cuidadosamente, la lencería de encaje negro cubrió lo necesario y un antifaz del mismo color, mi identidad. La Mascarade Society era prometedora y muchos otros como yo habían esperado por más de un año la reapertura del primer pub erótico de Colombia y el más reconocido en la ciudad de Medellín.

Al llegar a la dirección esperaba encontrar un extravagante bar, pero la fachada sin letrero era discreta como la de cualquier otro sitio de la zona. Al entrar, en el primer piso, sentí estar en un antro común, con mesas, barra y un tubo de pole atravesando los dos pisos; meseras y meseros en lencería y algunos cuadros e imágenes de genitales. El tiempo pasaba sin novedades, en la expresión de todas las miradas enmascaradas se percibía la sed de morbo, esperábamos algo de esa noche, sin tener muy claro qué.

Me senté y pedí un un Sunset en llamas; mientras, escuchaba a los demás hablar para distraer sus ansias. Guiaban la conversación a temas sexuales para no desperdiciar el entorno: experiencia más rara, mejor encuentro sexual, posición favorita, peor polvo y, por último, expectativas de la noche. Todos respondían con naturalidad, sin vergüenza de ningún tipo, con la misma facilidad odiosa con la que los taxistas hablan del clima. Ellos y yo teníamos algo en común. Lejos de ser los enfermos, sexópatas, ninfómanas y pervertidos que la gente cree que frecuentan estos lugares; encontraba sinceridad, pulcritud y deconstrucción en todos nosotros. Seres comunes y poco corrientes con fantasías que no temen reconocer, mucho menos cumplir.

Sucumbí ante la curiosidad y recorrí el sitio. Vi unas escaleras elegantes, tiznadas de misterio por las luces rojas que las iluminaban y conducían al aclamado segundo piso; o mejor, al segundo círculo infernal donde solo los más lujuriosos llegaban. Había sofás inclinados, en forma de corazón, en círculos, tipo motel, pero más amplios; para las orgías, pensé. Espejos, luces rojas y algunas otras salas ocultas con más de estos. A la derecha, una mesa de billar, un papel tapiz de penecitos morados y un balcón cuadrado, atravesado por el tubo de pole.

Comenzó el evento. Antes, nuestros anfitriones nos dejarían claras las reglas del lugar, porque incluso el frenesí las tiene. El consentimiento como principio y fin, todo sería permitido bajo el mutuo acuerdo. La salubridad iría en cada uno, el condón remplazaría al tapabocas esa noche. Todos los atrevidos de arriba estábamos arrumados en el balcón, presenciando el primer show de pole. Desde allí, la perspectiva era otra; la gravedad, el ángulo y la luz lograban que el cuerpo de la bailarina fuera mejor apreciado. Mi excitación comenzó, no por su cuerpo desnudo, ni la pasión de sus movimientos; me emocionaba la seguridad con la que esa morena se apropiaba de la sensualidad, que no era solo física, sino más bien salía de su esencia misma. Ella lo disfrutaba: ser observada y saberse dueña de la atención de todos. Tan suya y de nadie más, inalcanzable, cercana a la vista, pero imposible al tacto.

Entre tanto, sentí el peso de una mirada insistente. Era un joven alto y delgado de mirada certera; tenía una máscara distinta, dorada, como estilo arlequín que resaltaba por su color y estilo. Parecía un poco desgastada en los extremos, lo que me hizo creer que frecuentaba este tipo de fiestas. Estaba solo, subía y bajaba las escaleras como buscando a alguien, pero siempre volvía a pararse en frente; yo lo miraba también: era claro el coqueteo.

Se ubicó a mi lado junto al balcón y por un largo rato ninguno dijo nada. Percibí su aroma: olía a posibilidades. Abajo, comenzaba una suerte de competencia entre algunas invitadas. El baile más sexy en el tubo ganaba. Entre ellas, resaltaba una tímida joven peli roja, delgada y blancuzca; mientras ella bailaba y yo la admiraba pude sentir unos acalorados dedos bajando por mi espalda. El joven arlequín subía y bajaba sus dedos con lentitud, llegando cada vez más lejos. Allí comenzó una conversación corporal sin palabras. La distancia se fue reduciendo y sus brazos ya rodeaban mi cintura, mi aliento bajaba por su cuello y el calor iba aumentando con cada impulso. Me abandoné en los brazos de alguien que se escapaba de mi conciencia.

El cortejo se detuvo. Ambos nos concentramos por un rato en aquella peli roja que ahora lucía como una diosa en flamantes llamas anaranjadas. Su lencería roja resaltaba ante el monocromático negro de los demás; su vergüenza se desdibujó junto a su ropa. Su baile fue nuestro estímulo, tanto que comenzaba a sentir la dureza de sus ansias en mi entrepierna.

Ya era la media noche y las reglas del lugar eran claras. Se nos ordenó quitarnos la ropa. En el templo santo del placer la desnudez es pureza. Fuimos a guardar juntos nuestra ropa, él se desvistió primero y expectante esperaba que yo también lo hiciera, pero las inseguridades me paralizaban ante su buen estado físico. Mientras buscaba excusas veía como la gran mayoría ya disfrutaba de la exhibición. Los culos fueron protagónicos: grandes, con estrías, caídos y con espinillas, deliciosos, libres, seguros y purificados por esa aura desatadora.

Me desvestí y me uní a ellos en la pulcritud emancipadora de la casi desnudez. Su mirada me daba seguridad. Podía leer sus intereses por la forma en la que sus ojos recorrían sutilmente mi entrepecho. La música en alto dio inicio al desenfreno y todos nos entregamos desmedidos al placer. Los novatos del centro en poco fueron eruditos, los besos tímidos se convirtieron en desgarradores y sensitivos gemidos, los dos de la esquina que solo bailaban ya gozaban de un experimentado misionero, la mesa de billar facilitó la posición de perrito para otros y así todo lo grotesco se hizo sacro.

Nosotros, tan anonadados como deleitados por la multiplicidad de escenas, como un par de voyeristas nos detuvimos a observar mientras el gozo se apoderaba exponencialmente de ambos. Sebastián, que era más alto, me tomo y empotró en una columna, ubicándome casi que con cariño a su altura. Se acercó a mi boca y nos besamos para no dejar de hacerlo en adelante. La posición era incómoda, entonces decidimos ir a lo que bauticé como el Copulatorio.

Era la sala más grande y oculta, semi oscura, con espejos y un enorme círculo acolchonado en el centro. Allí, cinco parejas experimentaban despreocupados el paraíso sexual. Unos estaban siendo azotados, una pareja usaba parafina, otros hacían sexo anal. Se escuchaba el choque de los genitales como pequeños aplausos que se incrementaban a la par en intensidad y placer. Olía a diferentes fluidos corporales que se entendían como una ofrenda en el lugar sacro santo de la perversión.

Fijé mi mirada en la bien maniobrada paja que le hacía una chica a su compañero mientras Sebastián dibujaba, con sus dedos índice y corazón, delicadas líneas paralelas encima de mi tanga; notaba que él disfruta sentir cómo mi respiración se aceleraba. Luego, introdujo ambos dedos y comprobó que Marte dejaba de ser un sitio árido y obtuvo un suspiro desbordante. Una mano allí y la otra en mi pezón, ahora duro como una piedra lunar. Atareada, buscaba encargarme también de su virilidad que se levantaba agradecida por mi inédita experticia. Entró en mí calmando mis ansias; entraba y salía, lamía, gemía, rozaba, apretaba, gritaba, me sostenía y jadeamos hasta terminar aliviados en un primitivo orgasmo. Saciamos y superamos la falta de expectativas delante de otros que, indiferentes, se nutrían como nosotros del apogeo sexual.

Al salir de allí, levitando en una plenitud antes desconocida, observé a dos especímenes rarísimos entre los jubilosos más experimentales. Eras dos amantes bien conocidos, ungidos por la fidelidad y exclusividad presente entre ellos. No estaban cogiendo como los demás, se consagraban al cariño mismo. Con el calor de un desconocido aún en mis entrañas, anhelé amor. En eso pensaba mientras vimos acercarse a la atractiva diosa roja quien, sin previo aviso, me besó y luego a él y él a mí y yo a ella, hasta entrelazarnos en un ritual erótico sin fin. 

Faltando diez para las tres de la mañana, la policía y algunos funcionarios de la Alcaldía irrumpieron en el lugar y desalojaron a todos los que nos apurábamos a terminar, con las erecciones arriba y los deseos expuestos, la más increíble noche de desenfreno. Entonces, ellos me tomaron de la mano para dirigirme a lo que sería mi primer trío sexual. ​