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El tarro de galletas



Juliana Villegas Gómez
Grupo Letras Universidad EAFIT

Yo sí había oído algo de eso por el radio. En el programa de por la mañana una vez llevaron a uno pa’ que contara, pero no le entendí mayor cosa. Tenía la canilla del lavadero abierta y no alcanzaba a oírle casi. Después, una de las patronas me salió con el mismo cuento. Que ya no me podía pasar más ropa sucia que porque le daba miedo eso de juntarse con una y estar moviendo las cosas de un lado pa’l otro. Como si no me conociera y no supiera que una es aseada. Desde hacía ¡uf!, me madrugaba sagradito los días martes, dejaba el aguapanela montada pa’ los muchachos y me subía casi hasta el cerro de La Dolorosa, que era por donde vivía la doña. Volvía cargada como mula cafetera, con la canasta toda pesada, llena de trabajo. Ni siquiera cuando estaba esperando a Nátali dejé de irle, y eso que a la final el pie derecho se me abrió y se me puso morado, lo más de gordo. Le recibí el pago y la cuelga que me dio por adelantado, que porque no sabía cuándo me iba a volver a llamar. Enrollé los billetes y me los eché por dentro del corpiño. Y de ahí derechito pa’l tarro de galletas del escaparate. Ese tarrito de Sultanas, ahí donde lo ve, totiado y todo, me ha servido hasta de costurero.

Dios mediante esa va a aparecer cuando vea que la ropa no se lava tan fácil. A lo mejor ella puede creer que eso es más o menos lo mismo y que ropa es ropa, porque toditica se ve igual, pero cuando una detalla, cada cual es distinta y una va aprendiendo a distinguirlas. Cómo le dijera yo, vea, es como si cada eslá, cada calzón o cada bata se echara una historia con la mugre que trae. Con decirle que ese olor a sobaco de las camisas y esas manchas de jugo de mora son jodidas y hay que saberlas lidiar. Pa’ eso, los hervores de vinagre con sal son benditos. Pero por allá en la parte alta de la vereda qué van a entender de eso.

A la semana, la viejita de cabeza torcida pa’ un lado, que mantiene de ruana tejida, también le dio por las mismas: que dizque ella andaba con una tos de perro muy fea, entonces que era mejor que no arrimara más por allá. Oiga. Ni siquiera me dejó entrar a guardarle la ropa en la cómoda. Me hizo señas desde la ventana del segundo piso pa’ que le dejara todo en el zaguán y me fuera. Y yo que pensaba que ella andaba amañada conmigo. Empujé la reja que sonó como un chillido de rata y le dejé la mano de enaguas y de combinaciones junto a la manguera que tenía pa’ regar las matas. Antes de irme le voltié la canasta pa’ que viera que no me le traía nada y no desconfiara de una. 

Me vine con las manos vacías. Al mediodía volvieron los muchachos de la escuela. Eso parecían un reloj de iglesia. Siempre llegaban precisito cuando el sol dentraba por la ventana de la cocina y la monjita del radio terminaba de rezar el ángelus. Venían secos de la risa y hablando hasta por los codos, parecían pollos hambrientos en un gallinero. Agarraron las tajadas que acababa de fritar y se las mandaron a la boca antes de que les sirviera la sopa de legumbres. ¡Y dele!, ellos también con las mismas: que dizque iban a cerrar la escuela y que estaban en vacaciones.

Nos encerramos todos cuatro en la casa, no hubo de otra. Al principio, eso nos sentíamos apretujados apretujados, como vacas lecheras en establo. La casa se volvió una pelotera. Los muchachos se peliaban a toda hora por cualesquier cosa. Eso gritaban, lloraban, me ponían quejas, que amá esto, que amá aquello. Usté no se imagina el trajín, pero a la larga nos terminamos acostumbrando a la voluntad de Dios. El día menos pensado, con Nátali nos repartimos los destinos. Ella se encargaba de la loza y yo del resto del oficio. Y mis muchachos mantenían por la vereda. A cada rato me los encontraba pisando gusanos en los sembrados. Se nos volvió la vida, cómo le dijera yo, como lenta, más pa’ una que estaba enseñada a andar de aquí pa’llá recogiendo y lavando ropa. Algo así como una vida pasito, como a la noche, donde la única bulla que se oye es la de los grillos y a veces ni eso. Haga de cuenta que nos la pasábamos como si aguardáramos algo o como si nos estuviéramos escondiendo del diablo.

La lidia de conseguir la platica se volvió pior. A toda hora me asomaba al tarro de Sultanas a contarla y eso parecía un delantal de bolsillos rotos. Al menos antes me bandiaba a punta de agua y jabón, pero ahora, no hacía más que picotiar la menuda. El pensado era caminar al pueblo a empeñar el televisor, pero me daba guayabo con los muchachos. 

La última vez que volví de la compraventa me los encontré sin almorzar, comiendo pan dulce. Lo remojaban en agua. ¡Ay juelita! Esa sí que me dio pesar y me hizo chillar toda la noche. Por eso fue que al otro día me subí corriendito pa’ donde la patrona a decirle que sí, que me iba de interna y desde por allá vería cómo mandaba la plata pa’l tarro de galletas. Si Dios quiere, arranco el domingo. La cosa va a ser todo el tiempo encerrada sin poder salir ni a darle vuelta a mis muchachos, que porque si salgo, dizque, cuando una menos lo piense, me pica el virus ese y ya no puedo volver a dentrar. ¿Si ve usté?