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Los hijos de Venus


​​​Susana Blake

susanablake2810@gmail.com

Cuando todavía teníamos hombres aquí no había nada de que quejarse. La economía andaba bien y los ánimos de todos se mantenían encendidos y ligeros. Trabajábamos por pocas horas y por pocos días, además. Apenas el sol empezaba a pegar fuerte uno iba buscando adónde irse a tomar algún juguito de frutas frescas, algún licorcito... Descansábamos en las casitas de barro blanco que teníamos todos bajo tierra, oscuras, de pisos fríos, donde entraba luz, pero no calor; charlábamos y nos quedábamos allí hasta que llegara la noche. 

Cada hombre tenía su mujer y entre parejas se entendían, se querían. Bastaba un apretón para que se olvidara casi cualquier agravio, en tal ligereza vivían casi todas las casas. Los niños eran de todos, entre todos los cuidábamos y nadie sufría por eso. Eran los hombres el verdadero centro de la vida del pueblo. Sus cuerpos, su alimentación, sus rutinas de noche y de día, su educación y sus caprichos: de eso nos ocupábamos todas las mujeres, niñas y viejas. Lo hacíamos con gusto. Y con razón: eran hermosos.

Desde pequeñas cuidábamos de todos: hermanos, primos y vecinos. Pero no era un cuidado penoso como el que hay que darle a un viejo; era el cuidado que sale de los senos, de los ojos y las manos de las mujeres con ternura, con una preocupación que place y un afán que se siente deliciosamente en cada tarea.

Parte de cuidarlos a ellos consistía, también, en nuestro propio cuidado. Éramos tan bellas, tan fuertes y agudas como ellos. Nuestros cuerpos igualmente prominentes prestaban atenciones a los suyos. Suena idílico y así era. Ni siquiera el trabajo lograba arrojar sombra sobre nuestras vidas, pues no trabajábamos tanto, solo lo necesario para que todos pudiéramos comer e intercambiar con pueblos vecinos o gente que venía de paso. 

Los extranjeros decían que nosotras éramos las mujeres más hermosas de todos esos kilómetros y kilómetros de costa. Seguro era cierto, pero qué nos importaba. Habíamos visto mujeres lindas de otros lados, hasta del interior. Pero los hombres solo eran bellos aquí y por eso era que los cuidábamos con tanto esmero. 

El sol volvía sus pieles pecosas, delgaditas. Tenían bocas pronunciadas, agudas, de labios morados. Manos alargadas para tocarlo todo y a nosotras, y pelo, mucho pelo en todas partes. Pelo que quedaba en los objetos cotidianos aún cuando ellos ya se habían ido yendo. 

Ay, cómo fue de desconcertante al principio. Fue una de nosotras la que trajo a este pueblo la infinita desgracia que todavía no termina de desatarse del todo, que acabará con todo lo que queda, con todas las que quedamos; pero no aún, sino lenta, lentamente. A ella ya la desterramos, pero eso no ha servido de nada. 

Estaba embarazada. Como siempre, dimos una fiesta dedicada a la fecundidad de nuestros genes, a la belleza que han cargado por todos los siglos desde el comienzo. Fuera lo que fuese, sería una dicha para todos: un hombre bello a quien cuidar o una nueva bella niña atenta a sus vecinos, presta para acostarse un día con alguno de ellos y seguir con todo lo de siempre.

Hubo muchas embarazadas con ella, pero nunca después. De su vientre no salió un hombre de aquí. Salió un extranjero, un hombre feo, corriente, de afuera. ¿Cómo era posible, si el padre y la madre eran de aquí? Quién iba a saber. Pero vino a quitárnoslo todo, y eso, la belleza, fue lo primero que nos robó.