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Una semilla en La Perla

​​Andrés Carvajal López
acarvajall@eafit.edu.co
@andrescarvajallopez

El Centro Cultural Altavista, reconocido por su llamativa fachada de tapia y bahareque, se prepara para retomar actividades a la espera de su vigésimo aniversario, continuando con la transformación social del territorio.

Allí, en lo alto de una montaña que pinta de verde el paisaje suroccidental de la ciudad, a la que solo se puede acceder por una calle angosta y deteriorada en la que no caben dos integrados al mismo tiempo. Allí, donde el paisaje está adornado por casitas de guadua, concreto y, en el mejor de los casos, ladrillo, que parecieran no aguantar la más tenue de las tempestades. Allí, unas cuantas cuadras más arriba de una virgen que hace las veces de peaje, registrando la entrada y salida de quienes cruzan la última frontera de la ciudad, se encuentra la Corporación Cultural Altavista.

Mencionar a Altavista puede producir muchas reacciones negativas entre los medellinenses. Resulta común obtener respuestas que evocan aquel pasado violento que marcó la historia del territorio y hasta el habitual comentario que confunde al corregimiento con Bellavista, una famosa cárcel a la que, según se advierte, hay que ir con todas las precauciones para no tener ningún percance.

La verdad es que quedarse con la imagen que proyectan las noticias sobre este territorio no le hace justicia a esa cierta apacibilidad que se respira en el lugar. Quizá sea la vasta vegetación que aporta esa frescura parcial o tal vez sea el mosaico nublado que contienen los intensos rayos de sol del mediodía. Pero de lo que no cabe duda es que “La Corpo”, como cariñosamente la llaman sus miembros, ha cumplido un papel fundamental en la reconstrucción del tejido social de dicha región, aportando una alternativa de esparcimiento cultural a personas de todas las edades.

La institución destaca –entre muchas otras que tienen una motivación similar– no solo porque en julio llegará a los 20 años de creación, sino también por la peculiar arquitectura de su sede principal, que combina una estética rústica con pequeños detalles artesanales que la hacen única en su tipo.

La casa se roba todas las miradas porque fue edificada a partir de técnicas de bioconstrucción, es decir, que se emplearon métodos como los que solían usar nuestros antepasados para erigir sus viviendas, con la utilización de bahareque y tapia que, a su vez, resultan ser materiales amigables con el medio ambiente. “La Corporación toma dos bases: la primera es que quiere ser una con su entorno, y la otra es la tradición. El corregimiento es rico en tierra, por eso quisimos aprovechar este material para construir la casa y, también, quisimos adoptar esas técnicas ancestrales para hacerlo”, comenta Juan David Monsalve, representante legal y socio de la organización.

Esta vivienda cuenta con dos plantas que fueron aseguradas con columnas de concreto para garantizar su estabilidad, pero cuyos muros, ventanas y decorados están hechos de una mezcla de barro apisonado y componentes vegetales secados al sol; lo cual aporta a esa esencia cultural, a esa gran apuesta por el desarrollo artístico que en este recinto se hace evidente hasta en las paredes, luciendo distintas figuras inspiradas por el arte prehispánico y por la filosofía zen.

La idea de crear un espacio para incentivar las manifestaciones culturales en el corregimiento nació de Jairo Alberto Valencia, docente de una institución educativa de la región que logró identificar una necesidad latente entre los niños y jóvenes de principios de los 2000 por realizar actividades lúdicas, deportivas y, especialmente, culturales en su tiempo libre, como medida de contención para hacerle frente a las problemáticas que había en el entorno.

Al terminar la jornada académica, el profesor solía reunirse con algunos de sus estudiantes para acompañar su proceso de formación artística y social. Pronto se corrió la voz de lo que estaba sucediendo en el corregimiento y el grupo comenzó a crecer hasta congregar cerca de cien participantes en cada reunión. A partir de este punto se empezaron a organizar ventas de empanadas, se ofrecían shows de payasos y hasta de malabares para recolectar fondos que permitieran comprar instrumentos musicales y otros elementos para llevar a cabo nuevas actividades.

De este modo, La Corpo pasó sus primeros años como un colectivo de voluntarios que se reunían para inculcar y acompañar el desarrollo de capacidades artísticas en los más jóvenes de la comunidad. A pesar de esto, cada vez se hacía más evidente la necesidad de tener un sitio propio para congregarse, en vista de que no siempre se podía contar con un lugar fijo. “La corporación en sus inicios era muy nómada. Los espacios que nos prestaban no sabíamos si en verdad teníamos disponibilidad para ocuparlos completamente. Por eso, en 2009 nos pusimos como meta comprar un espacio propio”, recuerda Juan David.

Y fue esa motivación de querer tener una morada lo que llevó a los miembros de la organización a poner todos sus esfuerzos en función de encontrar la anhelada estabilidad. Por fortuna, ese mismo año tuvieron la oportunidad de ejecutar un proyecto en conjunto con la Secretaría de Cultura de Medellín, lo cual supuso unas buenas utilidades que, sumadas a los ahorros que ya tenían, fueron suficientes para adquirir un pequeño lote con una casa prefabricada en la parte alta del barrio La Perla, justo frente al colegio que los vio nacer.

Nada más llegar a su nuevo espacio, los miembros empezaron a imprimirle ese toque cultural a la que solía ser una vivienda común y corriente, adecuándola para que fuera un lugar óptimo en el que se generara una verdadera transformación en Altavista. De hecho, la casa nunca estuvo pensada como un proyecto que limitara el acercamiento con la comunidad, sino como un sitio en que se pudiera implementar el modelo de maloca, que es el punto de encuentro en el que las comunidades indígenas llevan a cabo todo tipo de encuentros públicos, como las cuestiones políticas, rituales y festivas.

También fue en ese momento que la corporación empezó a pensarse a futuro, a trazar unas metas que poco a poco empezarían a ver la luz y, sobre todo, a adoptar un carácter más organizacional que le permitiera establecerse como un proyecto sólido, capaz de ser autosostenible para garantizar una remuneración a sus colaboradores, con el objetivo de no depender de la disponibilidad de las personas y de llevar un proceso más constante.

La mira estaba puesta en hacer posible un espacio para la educación popular en el corazón de la montaña, un proyecto que estuviera motivado por la reivindicación del patrimonio campesino, por la memoria histórica y por su incidencia en los jóvenes del territorio, dinamizando los procesos sociales mediante la danza, el teatro, la música, la literatura y las manualidades, entre otros.

Una de las personas que fue partícipe de esa planeación estratégica es Alba Liliana Agudelo, docente y artista que acompaña el proceso de la institución hace una década. “Cuando yo llegué estaba todo por hacer. Yo tuve la posibilidad de soñar lo que podía ser en un futuro, este futuro que ahora estamos viviendo. Pero lo que más me llamaba la atención era que estos seres, teniendo la posibilidad de montar un restaurante o un centro comercial, deciden darle su vida a un proyecto para la transformación de su territorio”, apunta Alba.

Los años transcurrían y el proceso seguía cada vez más firme, impulsado por los resultados que se podían ver a simple vista en los cientos de jóvenes que la casa había visto crecer y ahora estaban liderando sus propios procesos de cambio dentro y fuera del corregimiento. Sin embargo, no todos los que tuvieron la oportunidad de pasar por La Corpo lograron escapar de esa espiral de violencia que azotaba Altavista, principalmente durante la compleja situación de orden público que tuvo lugar ​​los últimos años de la década pasada. “Algunos que antes hacían teatro y caminaban pregonando mensajes de vida en las calles luego eran los que amenazaban, los que generaban el desplazamiento. Pero esos también nos enseñaron, esos que no lo lograron nos hicieron darnos cuenta de que las transformaciones tienen que darse desde aquí”, concluye Alba.

Con el paso del tiempo, el lugar tuvo varias intervenciones arquitectónicas para albergar cada vez más personas de diferentes edades y alrededor de diferentes iniciativas. Se construyeron más salones, se edificó una segunda planta y, en 2018, se logró anexar la vivienda contigua para completar la totalidad del espacio que ocupan hoy en día, gracias a que un extranjero quiso hacer su aporte vendiendo la casa vecina a un muy buen precio. Sin embargo, este nuevo espacio se encontraba en mal estado, tenía problemas de humedad y constantemente se inundaba por el deterioro de su estructura.

“Ahí nos fuimos con toda por el proyecto de construcción y derribamos la casa que había. Nos repartimos las funciones y cada uno se encargó de convocar personas de todas las organizaciones de la ciudad para que nos ayudaran. No estábamos pidiendo dinero, simplemente que se sumaran las manos”, dice Juan David. Fue así como cada fin de semana la comunidad, los miembros de la corporación y cualquiera que se quisiera sumar al proyecto llegaba al lugar para aportar a la edificación, bien fuera pisando barro, acomodando la esterilla o esculpiendo detalles en las paredes.

El lugar se vestía de fiesta a medida que más voluntarios se teñían de lodo. Los tonos terrosos empezaron a cubrir la estructura durante los dos meses de construcción y el conjunto iba adoptando una figura cada vez más auténtica, no por la forma irregular de sus paredes, sino porque cada metro cuadrado tenía impresa la esencia de todos los que contribuyeron a la terminación de la obra. Esta maloca logra condensar todas esas emociones y percepciones que pueden habitar en una misma comunidad, representando de manera prístina la plasticidad y diversidad propias del arte.

La Corporación Cultural Altavista se prepara para retomar sus actividades tras un año enrevesado a causa de la pandemia, que detuvo varios procesos que se adelantaban en sus instalaciones. No obstante, los ánimos están más altos que nunca para acoger de nuevo a las personas de la comunidad y enseñarles los nuevos espacios que se construyeron durante el confinamiento, cosechando los frutos de esa semilla que alguna vez se sembró en el corregimiento y ahora se ve florecida gracias a los cuidados de tantas generaciones.