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Alma forestal

Esteban Mejía Serrano

​Mientras vivimos, morimos poco a poco. Pasa el tiempo, quedan menos días, hay más canas y menos castaños. Más arrugas y menos juventud. Ciclos que van, ciclos que vienen, mientras el bosque arde y vuelve a nacer, o por lo menos intenta permanecer.

Follaje acumulado, rezagos de lo que se mantuvo. Vestigios de lo que alguna vez fue, de lo que pudo llegar a ser. Bosque talado, bosque olvidado. Aquel que sintió, pero que ya no quiere sentir. Aquel que nació, que no sabe si quiere volver a nacer. No sabe si ya terminó de vivir, para poder terminar de morir ¿Morir después de vivir o morir poco a poco al vivir?

La vida es alucinante, pero está plagada de crisis. Cuando llega la crisis, como incendio, buscamos apagarla de inmediato. La extinguimos, sin habernos dado la posibilidad de incendiar un poco el alma. Sin darnos cuenta que hay material seco y caduco: podredumbre que debe arder.

Suelo seco, troncos que no alcanzan a incendiarse, se quedan ahí, ahogando al bosque, esperando la próxima oportunidad para avivarlo, pero con llamaradas mucho más trágicas. Al apagar el incendio del alma, sentimos que estamos liberando el bosque, cuando sólo estamos ahogándolo: más materia muerta y volátil para que el próximo incendio sea mucho más severo.

Cuando las llamas inesperadas llegan ¿se deberían apagar? llegan incendios, llegan tormentas, llega sequías. La vida pasa, el bosque sufre, el bosque lucha. Quedan cenizas, troncos muertos, raíces heridas. Pero siempre quedan aquellos rezagos que sobreviven al desastre, que se aferran a la vida.

¿Cómo renace el bosque sin haberse incendiado primero? ¿cómo renace el bosque sin que lo hayan talado primero? ¿qué perdura tras una vida de incendios y hectáreas taladas del corazón? ¿qué permanece tras una vida de intentos inútiles por preferir la razón, tras una vida intentando que el bosque dejara de quemarse sin razón?

La adversidad ataca al bosque, pero él se vuelve más fuerte. Hay cosas que deben evaporarse con el humo de las llamas y fragmentarse con el crujir de la madera. Entendiendo, incluso, que a veces se tala lo que no se quiere talar, pero que después crece una vida nueva y ¿por qué no? aún más bella.

Del último ápice de esperanza, vuelve a crecer la primera planta. Vuelve a crecer el primer árbol. Los animales vuelven para apropiarse de los nichos, y la vida prospera como si allí hubiese existido siempre. Como si allí quisiera quedarse para siempre.

La fauna vuelve, el bosque resurge, su vida crece sin control. El río fluye, los árboles florecen. El bosque se convierte en una mejor versión de sí mismo, perfecto en su imperfección. Los desastres llegan, las especies invasoras llegan, el ecosistema puede desequilibrarse una y otra vez.

Pero el bosque no muere nunca, se mantiene vivo incluso en lo que no se ve. En aquellos elementos que no volverán, en aquellas hojas y árboles que no crecerán. Semillas que luchan por la oportunidad de nacer, en medio del material podrido que las hace padecer.

La calma vuelve, vuelve el amor, vuelve lo próspero. El tiempo pasa, sin que al bosque le guste que pase. Quiere la inmediatez, pero sólo lo bueno de ella. Quiere congelar el tiempo que pasa, que lo bueno se quede para siempre. Que se queden la fauna y la frondosidad, para no tener que volver a sufrir en la oscuridad.

Por más que el bosque haya sufrido, por más que el bosque esté viejo y arrugado, el bosque muere, pero puede permanecer. En cada criatura que lo habitó, en cada árbol que en su entorno creció. Crisis que llegó, crisis que se fue. El bosque muere, pero puede permanecer.