Omitir los comandos de cinta
Saltar al contenido principal
Inicio de sesión
Universidad EAFIT
Carrera 49 # 7 sur -50 Medellín Antioquia Colombia
Carrera 12 # 96-23, oficina 304 Bogotá Cundinamarca Colombia
(57)(4) 2619500 contacto@eafit.edu.co

Ediciones Skip Navigation Linkscosturas-al-cuello Costuras al cuello

EAFITNexosEdicionesCosturas al cuello

Costuras al cuello


Mariana Arango Trujillo

“Los hombres, sus derechos y nada más; las mujeres, sus derechos y nada menos” – Susan B. Anthony.​​

Nunca olvidaré el día en el que mis hilos se estiraron de nuevo y se desempolvaron luego de dormir por veinte años. Mi dueña se veía diferente: el cabello azabache más largo, sus caderas más anchas y su busto crecido. “¿Cómo voy a entrar ahí?”, recuerdo haber pensado. Ella me tomó, me tiró al piso, me pisoteó, lloró, se secó con mi retaguardia y luego hizo crujir mis costuras para acomodar su volumen dentro de mí. “Madre, ya no me queda”, gimió. Su madre, de las pocas personas que conoce su nombre y la puede nombrar, le respondió que no había dinero para uno nuevo, porque el precio se había triplicado en el mercado con la llegada de los que yo llamo Despojadores. Ellos arribaron con sonidos estridentes que retumbaban en todas las puertas y ventanas de Kabul. “¡Están disparando! ¡Abajo!”, gritó Adeeba, mi dueña.

Luego de ese día, y como en los viejos tiempos, nos volvimos una. Su piel era mi velo y sus ojos mi rejilla. No había cosa que ella hiciera sin que yo la acompañara, aunque yo la notaba ausente, herida. Lloraba en silencio sin poder acercar sus manos a sus ojos por mi culpa. Por más que yo intentara secarle las lágrimas o abrazarla de verdad, me era imposible; al fin y al cabo, soy solo metros de tela. Mi primer uso fue ser una coraza ante la arena del desierto, pero, con el tiempo, me he convertido en una cárcel: árida y reseca.

Cuánto me dolía ver que Adeeba, mi mejor amiga, me odiaba, me arrugaba en las noches y me arrojaba en un rincón. Me dispuse a comprender su odio prestando atención a los detalles. Noté que eliminó sus perfiles en redes, y que arrojó contra la ventana un cuaderno que en la pasta decía: “Química molecular 2021-2”. Encendió su computador y redactó un correo con el asunto: “Deserción del pregrado de Química farmacéutica”. Percibí su dolor con cada tecla hasta que envió lejos su sueño.

Un día estábamos caminando, junto con su padre, con la mirada baja y sin hacer estruendo. Se nos acercó una amiga de la infancia, con su hermano, pero no la reconocí, ni se veía. Cruzaron oraciones fugaces sobre la aparición de los Despojadores y la forma en la que tenían que vestir las mujeres. El hermano dijo: “Es que las mejores mujeres son las que no se ven ni se escuchan porque el sol ni la luna las han visto”. A Adee no le gustó: sentí que empuñó mis extremos con fuerza. Cuando llegamos a casa, mi mejor amiga navegó en internet y leyó en voz alta: “29 prohibiciones más hacia las afganas”. 

A grandes rasgos, y según lo que pude procesar, Adeeba tenía prohibido trabajar, estudiar, maquillarse, salir de casa sin su mahram (hombre con el que comparte sangre), hablar o dar la mano con alguien que no sea su mahram, usar tacones, asistir a baños públicos, reunirse en festividades, montar en bicicleta, entre muchas otras negativas. Inclusive comprendí por qué miraba tanto mi doblez remachado del final: si se veían sus tobillos podía ser azotada en público.

El único momento del día en el que mi Adee sonreía era cuando estaba lejos de mí. No la culpo, pues mientras yo intentaba ganarme su confianza, ella perdía sus derechos. Fue en ese momento en el que pude interiorizar su odio, porque usarme era sinónimo de prohibición. La noticia de internet también decía que la intención de los Despojadores de ocultar a las mujeres de la sociedad tenía el fin de crear ambientes castos y seguros para enseñarles a ser dignas y sacrosantas. Pero la despojaron de su estudio, de su felicidad, de sus sueños. Eso no es una vida digna. Además, resulta contradictorio que, en lengua pastún, “talibán” signifique “estudiantes” y que ella no pueda terminar su universidad o que en el Corán nunca se explique o se ahonde en la obligación de portarme, sino que sean interpretaciones. Ah, hasta me tiemblan las ideas. 

Siento la incomodidad de Adeeba debajo de mi velo. No sé cuánto peso, pero si hasta yo me canso de sostenerme, no me quiero ni imaginar qué sentirá su precioso cuerpo. Cada noche la veía más pálida; marchita. No soy un khimar, capa que cubre pelo, cuello y hombros; ni un hijab, velo cuadrado que cubre la cabeza y el cuello; ni mucho menos un shayla, velo que se enrosca en el cuello. Soy un burka: cubro extremidades, ojos y, al parecer, el corazón. Mi preciada Adeeba, cual finito oasis, se desvanece a medida que aumenta el desierto de mis costuras.