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De la mano de los genios


De la mano de los genios
Natalia Torres Jaramillo

Las calles y los teatros se hallaban rebosantes. Los edificios comenzaban a posar con la elegancia de finos ornamentos. Los cabarés se deleitaban con las visitas de artistas e intelectuales. Viena en 1900: una época sin duda triunfal para el arte. La cuna del modernismo abrasaba a sus precursores con el calor de una prometedora ilusión. Y en la casa del pintor Jakob Emil Schindler y la cantante Anna von Bergen, se criaba la mujer que algún día avivaría el fuego que comenzaba a arder en la ciudad.  

Alma Marie Schindler creció en un hogar permeado por la genialidad de los más grandes artistas y literatos de la, en ese entonces, capital austrohúngara. Aunque sus padres tuvieron mucho que ver en su relación con la música, la historia de infidelidades de su madre seguro estableció un precedente en sus relaciones íntimas, que ataron su nombre a la historia del arte eternamente. Empapada por las frecuentes visitas del gremio artístico, la vena musical se palpaba en ella cada vez con más fuerza. Por un tiempo priorizó la potencialización de su talento, sus habilidades para el piano eran innegables y su interés por la composición estuvo guiado en sus inicios por el maestro Alexander von Zemlinsky, quien aplaudió su trabajo pese a “las limitaciones de ser mujer”, y con quien, por un tiempo, mantuvo una relación amorosa. 

A la edad de 22 contrajo matrimonio con su primer esposo, el compositor Gustav Mahler, con quien tuvo dos hijas y se convirtió en Alma Mahler para el resto de la vida. Pero su apellido de nacimiento no sería lo único que abandonaría con aquel compromiso. Henry-Louis de la Grange, experto en el compositor, publicó una de las cartas intercambiadas entre los amantes:

“[…]para ser felices, debes ser aquella que yo necesito, mi esposa y no mi colega. […]¿Crees que habrás de renunciar a un gran momento de tu existencia del que no podrías prescindir si abandonas completamente tu música para adueñarte de la mía y para ser mía?” 

Ante los deseos de su prometido, asumió una posición pasiva en la composición en cuanto al papel se refiere. Sin embargo, fue fuente de inspiración para varias piezas, como la Quinta Sinfonía. Pero su propia obra consta de apenas 16 lieder y su papel como la musa de los más grandes artistas vieneses precede a su reconocimiento como compositora. Alma podría bien ser una de las muchas víctimas de la misoginia, pero hay quienes afirman que era una mujer temible y poderosa, y que la posición que asumió fue por su propia comodidad. Tenía una clara fascinación por las grandes mentes. 

“En mis ojos, Alexander von Zemlinsky, el músico, tenía belleza. Era casi el hombre más feo que había visto y aún así, la fuerza de su intelecto penetraba a través de su mirada y de cada uno de sus abruptos movimientos”. 

Así lo expresó en su único libro “Recuerdos y cartas de Gustav Mahler”, el cual ha sido material de análisis para la vida del compositor, y desató, a raíz de diversos estudios, el denominado “Problema Alma”, que ha puesto en duda la veracidad de los hechos descritos, presuntamente modificados para presentarle al mundo una cara suya quizá lejana a la real. 

Con las largas y periódicas ausencias de Mahler debido a su trabajo, a Alma la invadió el deseo por sentirse libre. El sonido suave del río frente a su casa alta maquillada de amarillo y rojo en las afueras de Maiernigg dejó de ser sinónimo de calma. El aire fresco ya no bastaba para que ella dejara de sentir que se ahogaba. 

“Yo vivía su vida, no tenía nada mío. Él nunca observaba esta entrega de mi existencia. […]Anulé mi voluntad y mi ser”.

Y se ahogó. Su hija mayor, María, murió a causa de difteria y fiebre escarlata y la madre se sumió en una profunda depresión. Unos años después se fue a Tobelbad a reposar y entonces se encendió en ella un amor que le devolvió la vida: el arquitecto Walter Gropius, fundador de la Escuela de la Bauhaus. Gustav se enteró de este amorío cuando Gropius le envió equívocamente una de sus cartas dirigidas a Alma y se esforzó por recuperar su amor permitiéndole componer de nuevo, pero ella ya había perdido la inspiración. Aunque se quedó junto a él hasta su muerte, Alma comenzó a forjar un patrón en sus relaciones, se inyectaba en la vida de estos genios profundamente, hasta que se hacía imprescindible y solo ahí, los dejaba. 

Aquella imagen de femme fatale que suscita su nombre en la historia, habría de sellarse en el tiempo junto con el recuerdo de su primer beso a la edad de diecisiete. El afortunado: Gustav Klimt, quien plasmó el momento en su obra, lánguidamente titulada El Beso, y acreedora de gran reconocimiento. Pero Klimt no fue el único pintor de su lista de amantes. Mientras estaba con Gropius conoció a Oskar Kokoschka, “nunca había probado tanto infierno, tanto paraíso”, plasmó en su diario. Aunque loca de amor en sus inicios y embarazada, decidió que Kokoschka no era el hombre de su vida y abortó. Algunos afirman que el pintor enloqueció: fue visto en restaurantes y teatros con una muñeca de tamaño real inspirada en Alma tras su rompimiento. Uno de sus trabajos más reconocidos, sin embargo, habría de ser su pintura Die Windsbraut (La novia del viento), donde quiso reflejar su tormentosa y a la vez pasional relación.  

Eventualmente formalizó su relación con Gropius y tuvieron una hija que falleció a los 19 años. Su matrimonio se deterioró y, como era de esperarse, a Alma le urgía de nuevo el cambio. Conoció a su tercer y último marido, el poeta y novelista judío Franz Werfel, con quien sufrió una vez más la pérdida de un hijo con apenas 10 meses de nacido. Para ese entonces ya se levantaba la Alemania nazi y tuvo que salir de su país. Aún es un misterio el porqué de sus matrimonios con hombres judíos, entre otros de sus amantes, cuando aquella mantis era bien sabida antisemita. Hay quienes atribuyen su proceder a una debilidad de carácter tal vez traumática, que la forzaba a buscar relaciones donde pudiera sentirse poderosa. 

La viuda de dos matrimonios se quedó con el apellido de su primer esposo, cuya memoria era cada vez más renombrada, contraria a la de Werfel. Experta chupasangre y diosa del flirteo alargó su vida hasta la edad de 85. Quizá posaba alegre como fuente de inspiración en medio de un jardín lleno de mentes brillantes. O quizá asumió la posición más directa, que su condición como mujer le permitía, para influir en un gran movimiento. Lo que sí es cierto es que, si bien no fue la más prestigiosa compositora de la época, aún cobra vida en las paredes de los más grandes museos y en los teatros de las mejores orquestas filarmónicas.