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Dualidad

Mariana Hoyos Acosta

Estamos acostumbrados a escuchar cifras poco alentadoras sobre las brechas sociales que hay en el país, pero pocas veces sabemos qué hay detrás de ellas. Para este texto me reuní con Ximena y Ainara, dos niñas que viven en mundos completamente distintos. Ellas me contaron cómo viven y me ayudaron a entender la realidad de muchos niños en Colombia.

La imagen que se refleja en un espejo, a veces, parece muy lejana. Frente a él hay una niña con ojos cafés, pelo castaño, piel tersa y clara y una risita que muestra unos dientes todavía por acomodar. Aunque el reflejo a simple vista se parece, hay algo que no encaja, que no convence. Tal vez la que está al otro lado no es ella, sino otra pequeña que, en un mundo paralelo, también se contempla ante el cristal ¿Qué tan distintas serán sus realidades?

Frente al espejo está Ximena, una niña campesina de nueve años. Vive en el municipio de La Unión, Antioquia con su papá, su mamá y sus dos hermanos menores Jonathan y Matías. “Cuando mis papás se levantan temprano a ordeñar las vacas, yo me quedo cuidando a los niños. Y menos mal se organizan rápido porque nunca me hacen caso”, afirma con resignación. Le gusta jugar con el balón, estar con su marrana Chicalinda y escuchar reggaetón cristiano, para perrear como Dios manda. 

“Ximena, ¿me muestras en dónde está Chicalinda?”, le pido, “ah, venga y le muestro los marranos”, dice mientras se para del asiento y me lleva a la parte trasera de la casa, donde hay dos corrales que dividen los cerdos pequeños y los que ya están listos para vender. Los fines de semana le gusta ir al pueblo por un helado de chocolate, y su comida favorita son las lentejas; “¿Con qué te gustan?”, pregunto, “ah, pues con carne”, responde como si fuera obvio.

La imagen reflejada, aunque se asemeja, no es la de ella. Pertenece a Ainara, una niña citadina de siete años. Vive en Envigado, Antioquia con sus papás y su hermano Tiago, de cuatro años.  “Me la llevo muy bien con él, a veces es un poco grosero, pero lo aguanto”. A ella le gusta el pop francés, bailar flamenco y comer pasta a la carbonara. Hace tres años, a sus papás les hablaron tan bien de Medellín que decidieron mudarse. Sus otros parientes viven en España y Francia, y los visitan cada año. “Mi abuelo vive frente al mar y siempre que vamos me encanta meterme”. Los días de descanso va a la piscina y juega con su muñeca de trapo Natally, a la que trata como si estuviera viva. “¿Qué le gusta jugar a Natally?”, le pregunto, “a ella le gustan las Barbies y cuando estamos en el colegio las dos jugamos con mis amigas a la familia, casi siempre soy la hermana mayor, pero cuando las otras me dejan, soy la bebé”. 

A pesar de que cada una vive en realidades completamente distintas, hay algo que tienen en común. Ninguna hizo parte de la tasa de deserción escolar en Colombia, que en el 2017 fue del 37%, una cifra que cada año aumenta. Ambas van al colegio, se levantan temprano y cuidan a sus hermanos en el camino. A Ainara la recoge el transporte que la lleva a un colegio privado donde la mayoría de las clases son en francés y tiene grados hasta once. Ella, como muchos otros niños de ciudad, hará parte de los 86 de cada 100 que terminan el bachillerato. 

Ximena, por el contrario, todas las mañanas camina hasta la institución primaria veinte minutos por una vía destapada. Los sábados también tiene que ir, porque a principio de este año un niño quemó gran parte de las instalaciones y no pudieron ir a clase por un tiempo. “Mi colegio es muy lindo, tiene muchos salones, algunos ya casi los terminan de reconstruir, solo les falta el techo y las ventanas”. A los 59 estudiantes les dan desayuno y almuerzo a cambio de cuatro mil pesos que pagan los papás todos los lunes. “Hubo un tiempo en el que el alcalde se estaba robando la comida, la mandaban y nadie iba a recogerla, entonces nos tocaba llevar de la casa”, afirma. Si Ximena quiere estudiar bachillerato va a tener que ir a una escuela que queda mucho más lejos. “Menos mal el papá tiene moto y la va a poder llevar”, dice su mamá. Menos mal, porque muchos otros niños campesinos no tienen esa oportunidad y terminan siendo uno de cada cinco niños que solo hacen primaria.  

Las dos sueñan en grande. Ainara quiere tener una pizzería, ser veterinaria y viajar por todo el mundo. “Me encanta pasear y lo hago desde que era pequeña. Conozco España, Francia  y Colombia. Cuando era chiquita conocí la nieve, pero como no me acuerdo, mi papá me prometió que algún día me va a llevar a esquiar”, se sonroja mientras cuenta su sueño más anhelado. Ximena, por otra parte, no se muestra muy interesada en ir a la universidad, le parece que queda muy lejos y es feliz en el campo. En el 2016, solo el 1% de las matrículas de educación superior provenían del campo, tal vez porque los niños no tuvieron la oportunidad de ir o simplemente porque no les interesaba. Ximena quiere ser futbolista del Atlético Nacional y conocer el mar. “¿A dónde quieres viajar?, le pregunto, “ah, yo no sé, por allá lejos de Colombia, a donde van ellos a jugar”, responde.  

El objeto que las refleja, más que un espejo, es una barrera que las separa, una radiografía social que muestra la brecha educativa del país.  Seguramente si se rompiera, no traería siete años de desgracia, sino muchos de justicia. Actualmente, el Gobierno Nacional tiene planes de invertir 21 mil millones de pesos en becas que beneficiarán a dos mil jóvenes nacidos en zonas rurales, con el fin de que cuando terminen de estudiar, vuelvan al campo a aplicar lo aprendido.  El conocimiento abre el mundo y lo ideal sería que, si un niño se queda en el campo o vuelve a él, es porque quiere, no porque no conoce o no puede hacer otra cosa. Pero, como diría Galeano, para eso sirve la utopía, para seguir caminando.