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El año del volumen

Diego Arcila


La magnitud del artista se esculpe a través de su obra e impacto en la sociedad; la dimensión de su aporte lo convierte en referente digno de un homenaje a gran escala.

En la mayoría de los casos, la fama y reconocimiento de los artistas llega después de su muerte, es en ese momento en el que sus obras adquieren valor; sin embargo, hay varias excepciones: una de ellas es el caso de Fernando Botero, que aun hoy goza de gran renombre internacional y logró darle volumen a Medellín y Colombia. Las gordas de Botero, identificables por su autenticidad y composición, fueron observadas por múltiples ojos con vista aguda, pero ancha perspectiva y, en especial, a través de los negros y circulares lentes de su escultor. 

En conversación con la directora del Museo de Antioquia, María del Rosario Escobar, ella advierte aspectos que hacen de Botero un escultor y pintor eminente. “Sus condiciones como artista son las que le otorgan ese reconocimiento, porque en los años 50 y 60 logra darle una voz propia a su pintura”. En un siglo en el que las corrientes tendían hacia el uso de colores vivos, formas geométricas, paisajes surrealistas y demás, Botero, siguiendo la influencia de Rubens y del español Diego Velázquez, se inscribió en la historia de los lienzos con representaciones voluminosas de la realidad y quebrantó ideales estéticos a su propia manera. 

Su mirada auténtica no está exenta de críticas; hay quienes mencionan que utiliza una base simple en sus creaciones y que no se esfuerza por hacer cosas distintas. Incluso, se han llegado a conformar grupos que lo descalifican como la banda de hardcore Odio a Botero, la cual tacha al pintor como símbolo nacional de la mediocridad en el país, llamándolo “caricaturista con suerte”. Aunque existan quienes no compartan su visión ni escatimen en recursos para expresar lo que les disgusta de sus obras, nadie le quita a Botero que se estableció como uno de los referentes más famosos de su época. 

Logró reconocidas exposiciones como pocos artistas latinoamericanos y su arte se convirtió en un emblema de Colombia para el mundo; además, cada que tuvo la oportunidad buscó hacer alusión a la cotidianidad de su tierra. El vínculo de Botero con su país es innegable: “A pesar de tener fuertes raíces con Estados Unidos y Europa, de vivir en Mónaco, París o Nueva York, habla paisa, mira prensa de su país y se mantiene muy al tanto de lo que ocurre”, comenta Escobar. Sin duda, Botero mantuvo una íntima conexión con su patria, aquella que se adquiere al nacer y se va esculpiendo con los años. 

El maestro no escondió ese orgullo y cariño por su tierra, como tampoco lo hizo su complemento literario García Márquez, aquel que tomó por lienzo las páginas y por pintura las letras. “Uno puede evidenciar una estrecha relación de García Márquez con su patria, al igual que entre Botero y su país. Y así como existe un Macondo literario, hay una Colombia presente en las pinturas de Botero”.

La cercanía que tuvo Botero con su ciudad ha crecido con él desde que era pequeño. Es fácil imaginarlo de niño caminando por el centro de Medellín, con el humo de las fábricas dificultando su respiración, y el ruido de los billares y bares atestando sus oídos. Sus ojos revoloteando más que las palomas en las campanas de las iglesias y, aunque nunca fue religioso, admirando las esculturas que habitaban el templo. Pero su lugar favorito siempre fue el Museo de Zea, una pequeña galería de la ciudad que estaba sumida en el bullicio y la suciedad; pero, a pesar de contar con un espacio bastante reducido y no tener grandes obras de arte, nuestro artista sabía disfrutar de lo que el lugar tenía para ofrecer.

“El museo debe a Botero su nombre, él fue quien propuso a los directores del Museo de Zea que pensaran en ponerle Museo de Antioquia. Él aportó a que el Museo pasara de ser una pequeña galería histórica a un gran espacio de arte contemporáneo”, menciona su actual directora. Hacia los años 80 y 90, Medellín estaba siendo atravesada por balas y cifras escalofriantes teñidas de sangre; en 1991, la ciudad fue catalogada como la más violenta del mundo con más de 6.800 asesinatos. Sin embargo, de estos escombros surgió el Museo de Antioquia y varios años después la Plaza Botero, los cuales se valieron del arte y la cultura para alejar el miedo y la incertidumbre de los ciudadanos, gracias a una voluminosa donación del escultor antioqueño. “Es imposible contar la historia del Museo sin mencionar al Maestro Botero”.

En el 2000 las gordas de bronce, después de haber adornado los Campos Elíseos de París, la Quinta Avenida de Nueva York y muchos otros lugares, regresaron a su lugar de origen. La ciudad se vistió de gala con su llegada y preparó un lugar especial para su permanencia al que nombraron Plaza Botero. El recinto, que antes pensaba unificar al Palacio Municipal con el Palacio Departamental, y que luego se adaptó para recibir las oficinas del Metro, fue demolido para abrir campo a las prominentes esculturas y propiciar el atractivo cultural, que pronto se volvería un referente turístico. En palabras de Escobar, la Plaza de las Esculturas reanimó la vida del centro de la ciudad, que había estado asediada por la violencia.

¿Se puede medir la distancia entre el arte y las personas? En la Plaza Botero no existen líneas amarillas ni vidrios que protejan las esculturas, por el contrario, estas participan activamente en las dinámicas de la ciudad; posan ante sus espectadores a su misma altura, mostrándose accesibles al contacto, invitando a una relación más íntima. Incluso, se ha creado un mito urbano que incita a tocar los genitales de varias de las estatuas para atraer amor, salud y prosperidad. 

A pesar de lo anterior, no todas las interacciones que reciben estas obras son positivas, alegres o folclóricas, ya que en varias ocasiones han sido víctimas del vandalismo. Para la directora del Museo, estas manifestaciones no son “un ataque contra las esculturas, por el contrario, muestran que ellas y la Plaza son un lugar vivo de la ciudad. En esa relación tan directa reciben la frustración, el dolor, el hambre y el abandono. Cuando la plaza la está pasando mal, es porque sus habitantes la están pasando mal”. En definitiva, lo que ocurre con las estatuas es un reflejo de lo que viven y sienten la ciudad y sus residentes.

Es más que justo que se reconozca, con monumentalidad equiparable a la de las gordas, el papel activo que ha desempeñado este escultor paisa para el arte y la cultura locales. Por tal motivo, 2021 ha sido nombrado el “Año Botero en Medellín”. Las grandes celebraciones de la ciudad girarán en torno a sus obras: La Feria del libro, los alumbrados navideños y La Feria de las Flores le rendirán un corpulento homenaje; un año sin precedentes que se cincela como atractivo para el público local, nacional e internacional. 

Sin lugar a dudas, Fernando Botero propició la reconfiguración de la vida de los ciudadanos de Medellín con los invaluables presentes que otorgó al Museo de Antioquia y al centro de la ciudad. De esta manera, no es fortuito que sea a él a quien se le dedique un año de homenaje, un reconocimiento al volumen que su trayectoria merece.