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El arte del pecado

​​Por: Mariana Arango Trujillo | @mariangot_ | marangot1@eafit.edu.co 

“El infierno son los otros" Jean Paul Sartre

 

En nuestra casa el día se diferencia de la noche por una luz artificial y por el torrencial de almas morbosas fijando su mirada en nosotras. Debajo de mí se encuentra Tracy: una mujer trans con un tatuaje de un corazón al lado de su miembro peludo. Al frente está Eva, también desnuda. Una serpiente la rodea y tiene la mirada perdida. Derrotada. Somos la extensión de su vientre porque su cuerpo entronizado es el sinónimo del pecado. Nos acompañan los bramidos de un hombre siendo exorcizado en la habitación conjunta; la recreación del Exorcismo. Todos se mueven alrededor, menos nosotras. Las que habitamos en la pared.  

Recuerdo la vez que un hombre nos visitó. Tuvo que agacharse para poder entrar a la sala, parecía un dinosaurio. Vestía un saco negro que hacía juego con sus mocasines, tenía ojos color cartón, piel trigueña, cejas como gusano de pollo, y un trapo con resortes tapando boca y nariz. Se me acercó y vi un lunar en su oreja izquierda que antes parecía una perforación. Sacó una libreta y una pluma plateada del bolsillo. Leyó en voz baja: “Soberbia, Leonel Góngora, 1986, grabado aguatinta" y anotó mi descripción.  

Caminaba erguido por la sala y sus pies de jirafa hacían estruendo. Hubo un tiempo en el que teníamos como compañía un espejo dorado, pero estoy convencida de que ni viendo su reflejo por más de cien horas, ese hombre habría quedado satisfecho. Porque somos iguales: Altivez ufana que cual ave real se pavonea, / vorágine incauta del narciso. / Toneladas de ego en cada pisada, / proclaman el rito del "Yo, Yo, Yo". 

  • ¿Necesita ayuda, señor? —, le preguntó nuestra cuidadora.
  • No la he llamado, ¿verdad? Eso significa que no. —Pasó una mano por su cabello. 

Yo, en el mismo día del que habla Soberbia, vi a un hombre igual de estirado que el que acababa de salir, pero no estaba elegante: vestía una camisa negra, un jean con rotos, una cadena le atravesaba los bolsillos y llevaba unos zapatos que lo hacían crecer en centímetros. Repasó nuestros rostros e hizo tronar su cuello con un movimiento ligero.  

  • ¿Alfredo? ¿Qué hacés acá? —, lo sobresaltó el egocéntrico cuando volvió a la sala. 
  • ¡Fernando! Hermanito… —rio nervioso. —No sabía que estabas aquí. Yo, pues viendo arte—. Su cuello traqueó de nuevo. 

Eran idénticos: fue como ver a la misma persona hablar consigo misma, pero con personalidades discordes. Y la mirada del tal Alfredo… en definitiva era yo. Envidia: Alfombra roja de codicia / y ojos de inseguridad. / El deseo como manía / de lo que no tiene potestad. 

 A la semana siguiente Fernando, el acicalado, volvió a visitar las paredes rojizas de nuestra casa. Venía acompañado por una mujer corpulenta con uniforme y escarapela del Museo de Antioquia. Fue en ese momento en el que, después de Soberbia y Envidia, lo conocí. 

  • Me gustaría invertir más en la Sala Colonial: en el Purgatorio y aquí, en el Infierno
  • Señor Martínez, ¿es usted también el inversionista de las obras del Cielo?
  • Así es, pero bueno, ¿qué son dos saloncitos más?

Me describió. Avaricia: Carrera contrarreloj sin llegada, / bolsillos reventados de egoísmo; / tesoros sin relevancia, / acumulación del mismo silogismo.

  • A ver, cuénteme de las obras de Góngora de los pecados capitales. ¿Dónde está la Pereza?
  • El artista no la hizo.
  • ¡Ja! ¡Pero sí que la representó! —Jugó con su cabello, le entró una llamada y dijo: “Renata, cariño. Déjame hacer negocios. Te veo en casa" y colgó.

La luz artificial se durmió durante horas y luego despertó para iluminar nuestros marcos. Con los primeros bostezos llegó una mujer de caderas anchas y cintura de alfiler. Se movía ansiosa: iba al Purgatorio y volvía. Leyó en la pared: “Prohibido comer dentro del Museo". Sacó un buñuelo de su bolso amarillo como si le hubiesen dicho lo contrario. Nos miraba y tragaba. Otro buñuelo; devorado. Tres pasteles; embutidos. La comprendí luego de diez hojaldrados. Gula: Agujero insaciable, / para unos burla, para otros culpa. / Ansiedad inexplicable, / excusa que llena de gusanos la tumba. Me pregunté a dónde se le iba toda la comida; a su estómago milimétrico no llegaba. 

¡Ay, hermanas! Y es que luego de comer siguió comiendo, ¡pero no comida! Entró uno de los mastodontes al Infierno

  • ¡Fernando!, ¿cómo estás, mi amor? —dijo la mujer limpiando las migas de sus comisuras. El hombre traqueó su cuello y casi que se tenía que doblar en ángulo de noventa para tenerla frente a frente.
  • Más que bien, ahora que te veo. —Se le acercó y estripó sus nalgas. 
  • Renata… ¿te había dicho que una de mis fantasías es hacerlo en un museo? —Sus miradas se conectaron.
  • No, pero hagámosla realidad. —Se arrancaron los trapos negros de la cara e inició el principio del fin.  

Engulleron sus lenguas en bocas ajenas, el hombre le lamió el cuello, desabotonó su camisa y chocaron contra mí. Lujuria: Infame anhelo de carnalidad perenne / cual Venus seduce y Platón condena. / Delirio libertino en seda entreteje, / lascivia carmesí que al alma flagela. Tronó de nuevo su cabeza y no encontré el lunar en su oreja izquierda, del que hablaba Soberbia. Entraron a la oscura habitación del Exorcismo semidesnudos. Los gritos del exorcizado competían contra los gemidos de la mujer. Pasó un tiempo y la excitación menguó. Sonó un celular y pude escuchar: “¿Qué, Fernando?, ¿cómo que ya llegaste si ya estás aquí? ¿Qué babosada es esta? ¡La madre que te parió! ¡ALFREDO! ¡¿TE HICISTE PASAR POR TU GEMELO?!". 

Claro, y conmigo tenía que terminar. Fernando entró al Infierno para quedarse. “¡Maricón! ¡Ahora sí te las verás conmigo!", le golpeó la mejilla. Comenzaron a forcejear, Renata gritaba y luego, por orden de Fernando, salió del Museo. Yo estaba en primera fila viendo la batalla de gigantes. Alfredo ya estaba lento y magullado, pero Fernando no paraba. Golpe tras golpe. Lo llevó de nuevo hacia los gritos endemoniados y dijo: “¡Tu vida era más sencilla que la mía!". Un grito final desgarrador. Ira: Disturbio incendiario del alma, / alarido que reclama atención. / Fuego de palabras que braman / y amenazan con ser erupción.  

Fernando salió de la habitación con la pluma de tintes rojizos en su mano. Arrastró a su igual por el pasillo y vi la magnífica explosión abstracta que combina muy bien con las paredes. Alfredo ahora es el arte del pecado y tal vez Sartre se equivocaba. El infierno no son los otros. Somos todos.​