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El gran danés y la gringa

Por Pablo Patiño

Instagram: @pat_patinson

En el año 2003, el director danés Lars Von Trier estrenaba la película Dogville, prometiendo con esta, una trilogía disruptiva que analizaría a la sociedad estadounidense. Hasta el momento solo dos películas se han estrenado. ¿Qué pasó con la cabeza de ese tríptico, cómo fueron sus predecesoras y qué podríamos esperar de esa persona non grata preferida que es Von Trier?


Prólogo

“Limitarse es forzar la imaginación” dice el Gran Danés. Si trabajas con ciertas limitaciones, tienes que pensar fuera de lo común y es a través de estos cercos autoimpuestos que surgen grandes obras de arte. Por algo se dice que los mejores inventos de la humanidad han surgido de carencias. En esto se basaban aquellas reglas que conformaban el Dogma 95, doctrina fílmica de la cual el Gran Danés fue coprofeta: 

Se rodará con cámara en mano, 
prohibida la música no diegética, 
ninguna luz especial ni artificial,
solo se grabará en locaciones reales, 
en los créditos no se mencionará al director…

Unas limitaciones que siguió a cabalidad solo en su película Los Idiotas (1998), en la cual un grupo de personas deciden actuar como si tuvieran problemas mentales. Desde entonces ha ido matizando su trabajo, y cada vez más música, más efectos y más giros finales desesperanzadores. Sin embargo, existe —y al mismo tiempo no— una terna de películas en las cuales estas ataduras se potencializaron hasta crear un estilo trasgresor y fácilmente reconocible, la trilogía “Estados Unidos: tierra de oportunidades”. Compuesta por las películas Dogville (2003), Manderlay (2005) y la aún vaporosa, apenas imaginada Washington, el danés ha puesto su experto dedo en la ya honda llaga de la hipocresía. Confrontó a un país que nunca ha pisado —como tantos de nosotros— pero que de alguna manera siente suyo por una osmosis comercial y cultural y que al mismo tiempo repudia—como ellos a los otros—.

La grande, la pionera, la democrática, la tierra de las libertades, la farandulera, la terca, la cerrada, la ya falta de sorpresas, es pisoteada por el Gran Danés en una crítica externa y aguda a la (a) moralidad de La Gringa.
    
En su libro Los niños perdidos, Valeria Luiselli nos presenta la primera pregunta que se le hacen a los niños indocumentados que cruzan la frontera: “¿Por qué viniste a los Estados Unidos?”. De igual manera, es aceptable preguntarse al inicio de este texto y de ver las mencionadas películas ¿por qué mirar a Estados Unidos? ¿No tiene Dinamarca sus propios argumentos sociales? Un danés hablando de Estados Unidos, y peor, un colombiano escribiendo sobre un danés que habla de Estados Unidos. 

La trilogía nos muestra la aparente banalidad de analizar a un país que no es el nuestro, y por esta misma razón, por la falta de una unión maternal con la tierra, los crudamente honestos resultados que se logran. 


Dogville

Cada idioma tiene sus ricos y degustables juegos de palabras. En nuestra lengua tenemos pueblitos sonoros que se quedan dando vueltas en la memoria, como un disparo en las llanuras: el Macondo de García Márquez, la Santa Teresa de Bolaños o la Comala de Rulfo. Pero en esta, nuestra rimbombante lengua, llamar a un lugar pueblo perro puede ser mejor dejárselo al inglés. El Gran Danés crea el pueblito estadounidense de Dogville, sin punto geográfico claro, para darle un lugar de huida a Grace, la protagonista, que llega una noche mientras unos hombres agabardinados y escopetados la buscan. Son los años 30 y La Gran Depresión aún les estira los cueros de los estómagos a los americanos. El pueblito decide esconder a la extranjera, la migrante, pero temiendo las represalias de los mafiosos aceptan algo a cambio: la ayuda de Grace en los trabajos del pueblo. Una ayuda que luego se convierte en compañía para algunos, en amistad para otros, en experimento social para aquel y en abuso y tormento para ella.  

El director inventa un estilo minimalista para retratar a un país que tiene como otro dogma la defensa de la propiedad privada a toda costa. En este pueblo, las casas, las calles, los lugares privados y públicos, el mundo, está delimitado por simples líneas blancas en el suelo de La Gringa. Efecto herencia del Dog-ma 95 (escuela de perros, ¿tal vez?). Aunque no se limita a sus limitaciones. Por ejemplo, sí existe música, pero esta es más una clase de estribillo leitmotivante. El Cum dederit de Vivaldi, con una siciliana que se desplaza como un perro con las patas traseras quebradas. En los créditos estará David Bowie con su canción Young Americans, mientras se muestran las peores fotografías de La Gran Depresión.  

Es irónico pensar en una película con esta falta de muros para un país que, en la actualidad, se empecina en cercarse por completo. Este efecto y defecto da la capacidad de poner al espectador en la posición omnipresente, omnisciente, pero por completo impotente de un dios, observando con tristeza los comportamientos de esos seres. Observa una conversación aquí mientras los niños juegan allá, ve a Grace escondida en la mina mientras los hombres de las armas preguntan por ella y observa la simple vida cotidiana mientras una mujer es violada en una habitación, separados apenas por una simple y cómplice tabla, que ni siquiera existe para el espectador. Para el Gran Danés, feminista de profesión con sus protagonistas mitad heroínas mitad mártires, nada de datos sin ejemplificación, nada de “cada 3 minutos una mujer es abusada”, él nos va a mostrar que estos actos ocurren mientras los niños juegan y los perros ladran. 

El tema canino dará vueltas por toda la subtextualidad de Dogville “mostrando los dientes”. ¿Es el hombre americano un lobo para los demás? La hostilidad de La Gringa que le gruñe inmediatamente a todo el que venga de su afuera. 
La película termina demostrándonos que “Los perros pueden aprender muchas cosas útiles, pero no si los perdonamos cada vez que obedecen su propia naturaleza, si estos lamen su propio vómito, deben ser azotados”.


Manderlay

La secuela inmediata de Dogville inicia dos días después, con Grace dejando atrás el pueblito, con el poder de las armas en sus manos, y con la idealista misión de utilizarlo para mejorar el mundo. 

Ya había dicho al final de la anterior que “Si existe algún lugar sin el cual el mundo sería mejor, es Dogville” y con este deseo se le presenta la situación perfecta para utilizar sus balas democratizantes. Una pequeña hacienda en el sur norteamericano llamada Manderlay donde un grupo de personas negras ignoran la abolición de la esclavitud y continúan viviendo para sus amos. La indignada Grace invierte así los papeles, libera a los esclavos y a los antiguos amos los obliga a unos días de aprendizaje racial. Se encuentra con la resistencia de muchos antiguos esclavos —o negros sumisos, como los clasifica un libro infame —en donde le expresan que: “No estamos listos para una nueva forma de vida. En Manderlay los esclavos comemos a las siete. ¿A qué hora comen las personas libres? No sabemos esas cosas”. Ella responderá que: “Esas puertas —las de la hacienda y la libertad— debieron haberse abierto hace 70 años” para luego oír a uno de los negros orgullosos responder con un extraño acento africano: “Pero antes de eso, supongo que estaban completamente justificadas”.

Grace implanta la democracia entre los nuevos libres, solo para entender al poco tiempo los fatales errores que conlleva modificar el status quo y dejar toda decisión en manos de los ciudadanos. Tiranía de muchos, poco instruidos y dispuestos a votar para castigar a uno de los suyos con la muerte o para definir qué horas es.  

La historia se basa, según el director, en el prefacio del libro La historia de O, de Pauline Reage, en el cual un grupo de recién liberados esclavos en Barbados vuelven a rogar a sus antiguos amos por trabajo ya que mueren de hambre, sus amos se niegan y terminan siendo masacrados por estas nuevas almas libres. Manderlay es la reimaginación de este dilema, pero en una tierra donde la libertad es impuesta a los otros, la libertad de morirse de hambre. 


Washington

En las últimas entrevistas dadas por el Gran Danés sobre su última película La casa que Jack construyó (2018), lo que más preocupa son sus manos parkinsonianas y su confesión de graves problemas de alcoholismo. Pensando en su salud, pero desde un egoísmo entregado al arte —como él nos celebraría— preocupa la posibilidad de una trilogía incompleta. Sabemos que no es propio de él dejar a sus tríos sin su cabeza, los otros dos fueron la trilogía del corazón de oro y la trilogía de la depresión. 

Entre aquellos que tenemos a Von Trier en la lupa y que no nos perdemos ninguna de esas entrevistas incómodas pero ilustrativas, nos queda el temor de pensar en que Washington será otro ejercicio artístico del director, una película nunca hecha pero imaginada por todos, proyectada en todas las mentes de sus seguidores. Manderlay termina con Grace huyendo, de nuevo. Solo podemos suponer, basándonos en la localización, que la próxima película puede tratar el tema del gobierno norteamericano. Si para el final de la segunda película, Grace no ha aprendido la arrogancia e inutilidad de sus concepciones del bien, de la comunidad, de la democracia, de la libertad, ¿por qué habría de hacerlo La Gringa?