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El renunciador

María Camila Gómez Ortiz

Más de dos millones de personas se congregan para ver lo que promete ser el evento de la década; afuera, un desfile real, adentro, en la Abadía de Westminster está él, parado junto a el cortejo de las grandes figuras monárquicas del mundo, el arzobispo y el alto clérigo religioso. Usa con propiedad y elegancia un traje negro de infantería, con bordados dorados en el cuello y mangas, guantes de seda blancos, una larga capa roja en gamuza; en su pecho varias medallas conmemorativas de la marina y demás ornamentaría digna de la ocasión. 

Tiene la vista nublada, se esfuerza en observar a ningún lado, sintiendo sobre sí las miradas de todos los presentes; trata sin éxito de parecer tranquilo y cómodo con la situación, aun sin estarlo. Rápidamente, cuando ella hace su entrada, la atención que reposaba en él se desvanece, no es algo raro, siempre que está ella, él no tiene protagonismo. Parece una boda. Ella entra junto con siete damas de honor, vestida de blanco. al lugar donde ambos harían importantes promesas. A continuación, un protocolo magistral, ella, Elizabeth Windsor es coronada reina de Inglaterra, él, Felipe Mounbatten, parado a unos cuantos metros, cabizbajo, presencia todo; camina hacia ella, se inclina con reverencia ante su trono, besa su mejilla y delante del clérigo retumba la voz de un hombre derrotado: “yo Felipe, duque de Edimburgo, me convierto en tu vasallo en cuerpo, alma y devoción terrenal, y la fe me unirán a ti en la vida y en la muerte, contra viento y marea por la gracia de Dios”; se aleja y vuelve a su papel secundario, despidiendo a la mujer y recibiendo a la reina, renunciando a todo: adiós esposa, adiós carrera, adiós libertad ¡dios salve a la reina!
 
Posiblemente esta segunda promesa sería mucho más difícil de cumplir que la hecha en su boda. Amar a la mujer que lo conquistó desde los dieciocho años fue una iniciativa del corazón, pero obedecer a la reina fue una imposición de su destino. Destino que bien conocía mas no dimensionaba, pues la vida que Felipe había construido y con la cual estaba conforme cambió radicalmente luego de su boda, quedando en un eterno suspenso; porque la pareja de un rey se convierte en una reina, sin embargo, a la pareja de una reina no se le puede llamar rey, porque el rey tendría autoridad sobre ella, lo que dejaba a Felipe  ante la mirada pública como un marido florero con todo tipo de títulos absurdos y puramente simbólicos.

El enigmático hombre alto de ojos azules y cabello rubio nació siendo doblemente príncipe, su padre era el príncipe Andrés de Grecia y su madre la princesa Alice de Battenberg de Dinamarca, pero no podía jactarse de esos títulos porque renunció a ellos al casarse con su prima tercera Elizabeth, sin ser lo único que dejaría atrás. El principito creció en una suerte de pobreza, pues aunque pertenecía a la realeza, su familia estaba en total ruina y él casi en la orfandad, por lo que obligado a vivir a costa de sus familiares y cambiar frecuentemente de residencias se convirtió en un joven solitario, pero independiente y temerario; carácter que se terminó de forjar por su estadía en un internado militar y en lo que sería su primer hogar, la marina. 
 
Felipe no siempre caminó dos pasos detrás de la reina, antes caminaba al lado de su esposa y mucho antes, delante de todos. Siempre sobresalía y estaba acostumbrado a llevar la delantera y dar las órdenes; El joven Felipe era un líder innato, gracias a su carácter autoritario y determinación ascendía rápidamente en rangos: capitán del equipo de hockey y cricket, monitor del colegio, mejor cadete de su promoción y el teniente más joven de toda la marina. Allí encontró la estabilidad y aprecio que nunca tuvo en su hogar. 
Su rostro da cuenta de su personalidad: cortes determinantes en el mentón y la barbilla, el ceño fruncido y la boca sin secuelas de alguna sonrisa, no obstante, dicen sus almirantes, cuando estaba dentro de alguna embarcación se veía cómodo e incluso, feliz. Con su llegada a la monarquía británica tuvo que renunciar a su trabajo para dedicarse a los deberes reales como eterno chaperón de su esposa, aún así, esto le disgustó poco en comparación a la falta de consideración que se le tuvo. Desde antes de formalizar su noviazgo con Elizabeth ya había sido rechazado por la simpatía que tenía su familia con la Alemania Nazi, además de las ideas progresistas con las que buscaba refrescar la tradicional corona.

La masculinidad de un hombre se alimenta con la prolongación de su estirpe, lo que legendariamente se ha hecho mediante el primer apellido paterno, pero Felipe sería un hombre que tenía vetado este privilegio. Siglos de tradición se interponían a esta exigencia suya, la negativa de las autoridades políticas y la familia real lo hacían sentir tan humillado como a un insecto “¿Qué soy yo? Soy una ameba, soy el único hombre del país que no puede dar su apellido a sus hijos”. Luego de varios años, en los que su vida se desarrollaba con toda la normalidad que la monarquía supone, entre eventos sociales, viajes diplomáticos, entrevistas y formalidades, haciendo todo con pulcritud para nunca salirse del papel de acompañante y sin resaltar demasiado, logró que su tercer hijo Andrew Albert tuviese su apellido. 

Esa fue una de las pocas batallas que pudo ganar, cada que Felipe tomaba una iniciativa para modernizar algo, así fuera mínimamente, la monarquía se oponía. Convertir la corona británica en una institución más contemporánea fue su causa perdida, de ahí su resentimiento contra el statu quo británico; aunque siempre encontraba la manera de sabotear un poco, disfrutaba incomodando a la corte y le gustaba dar de qué hablar. La opinión pública lo critica por sus modales, legendaria falta de tacto y salidas de tono. Además, se le categorizaba de ser políticamente incorrecto. En medio de las criticas Felipe tenía un poder que ningún otro gozaba, en privado era la única persona que podía contradecir a la reina, pues ella creía en él, así, aunque ella llevase la corana, muchas decisiones Felipe las impartía.

A un año de cumplir un siglo, sin el porte de príncipe ni los ánimos del teniente, encogido por la edad, longevo, con las expectativas apaciguadas, ha sabido permanecer fiel a un juramento que hizo en nombre de Dios, aun siendo un hombre agnóstico y progresista. Recientemente se retiró de los compromisos reales, para gozar una vez más de los infortunios del hombre y darle fin a los agravios del príncipe. Luego de décadas de críticas a su rol, es conocido en su familia por ser el pilar de su hogar, ya que su carácter y determinación dan la seguridad y templanza que le hace falta a la cariñosa y sensible monarca de la nación, a la que él le sostiene la mano, ahora temblosa y arrugada, porque a veces, tres pasos detrás de una gran reina, hay un esposo.