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El último polvo antes de la muerte

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​Verónica Hoyos Giraldo | vhoyosg1@eafit.edu.co | @verohog

Y así es mi destino:

Dormir a su lado es peor que una tortura. Por fortuna también le gusta dormir de espaldas. Como de costumbre, hoy le rezo a Dios para que no me voltee y me toque. No soporto tenerlo encima de mí mientras intento no llorar para no molestarlo.

–Sos una malagradecida–, me dice cuando una lágrima brota de mis ojos–, muchas quisieran tener la vida que yo te doy.

Yo no. 

El primer golpe fue sencillo: se arrepintió, lloró, me dijo que no se repetiría y al día siguiente me regaló una margarita. La próxima vez dos flores, luego tres… si hubiera seguido con esa lógica me habría ahogado y estaría muerta en su perfume, pero no tuve tanta suerte.

Al principio traté de cansarlo para que me abandonara: me dejé de arreglar y no ordené la casa… ilusa, me llevé la mayor paliza de mi vida. Esa misma noche, inmóvil en la cocina, deseé con todas mis fuerzas morir y renacer en el cuerpo de un hombre para tener voz en mi matrimonio, poder pedir el divorcio.

 –Sos vieja, sucia, desarreglada y te merecés estar así. Mañana volvé a dejar la casa así y no la voy ni a dejar morir, la voy a dejar peor que hoy pero bien vivita, porque ya sos mía y lo va a ser para siempre. Movete, la espero en la cama. 

Intenté conseguir el divorcio, pero los elegantes hombres de traje se rieron en mi cara, incluso mientras me alejaba se escuchaban sus burlas. 

–Esa igualada, disque divorciarse ella del marido.

–Debería estar agradecida de que alguien la mantenga, está como medio gordita. Esa deja al marido y se queda en la calle y nadie la voltea a mirar. 

Esa noche cerré mis ojos después de rezar e intenté quedarme dormida, pues debía levantarme temprano para atender a mi querido marido.

5:00 am.

Me bajo silenciosamente de la cama, se ve tan bien ahí tendido, quieto, casi que muerto. La almohada desocupada me ruega que la coja y lo ahogue, pero por mucho que lo quiera ver muerto, no vale la pena el lío. Me dirijo al baño para tapar mis moretones, peinarme, ponerme un poco de maquillaje en la cara y vestirme. Voy a la cocina y preparo su desayuno favorito.

–Buenos días, hermosa–, me dice mientras sus brazos agarran mi cintura. Tengo escalofríos. Me da un suave beso en la mejilla y se va a la mesa. Tuve suerte. Lo escucho quejarse de sus compañeros mientras comemos. Sale rápido de casa y me dice que no lo espere despierta, que hoy va a salir con sus amigos. Sería un alivio, pero cuando toma le dan ganas de hacer el amor. Sonrío levemente y lo despido.

Debo salir a hacer compras, la rutina es lo único que me mantiene viva. Me visto, me retoco y me doy cuenta de que se me acabó el polvo compacto, debo comprar. Eso significa que la veré: una sensual mujer que trabaja en la plaza. Tiene el cabello castaño, piel morena y labios gruesos. No sé su nombre y sé que no debo fijarme en ella, es un delito, no solo es una mujer, está casada, pero juro que en nuestro intercambio de miradas hay algo, y que ella también lo siente.

Mientras lleno la cesta de frutas la busco con la mirada, pero no está. Me acerco a su caseta con la esperanza de verla y con la excusa de comprar polvo compacto, pues al lado de su stand hay una anciana que los fabrica. Pido uno que se asemeje a mi palidez y que cubra bien. Mis ojos recorren todo el lugar.

–No está–, dice una anciana mientras busca en la estantería–. Su marido murió, lo está enterrando hoy.

–Suertuda–, digo sin pensar. 

Su reacción no fue de extrañarse a mi comentario, yo me sonrojo del miedo. 

–No se preocupe, yo lo asesiné–, dice en voz baja. Me quedo muda. 

–Ya vuelvo, tengo lo que necesita en la parte de atrás– dice al atravesar dos cortinas rojas que supongo dan paso a su bodega. 

Sigo congelada, ¿por qué me confiesa a mí que asesinó a alguien? Ella vuelve e interrumpe mi quietud. 

–Vea, yo no lo maté directamente, pero sí le dije cómo hacerlo. A usted también la he visto por aquí, yo soy muy observadora, –dice mientras señala el moretón en mi cara–.  Su marido no es muy cariñoso con usted, ¿cierto?

 Permanezco inmóvil, sorprendida. Ella no se impresiona, me empaca dos polvos compactos en una bolsa negra.

–El que tiene tapa azul es para usted, el rojo es para su esposo, le va a poner una pizca en cada comida que le haga, no va a dejar rastro alguno y le aseguro que no vivirá más de un mes.

Le agradezco y una ventisca caliente invade mi cuerpo, mi vientre específicamente. Esa mezcla de miedo y emoción es lo único que voy a sentir, pero no tengo nada que perder.

Esa noche lo esperé e hicimos el amor como si fuera la última vez. Ojalá sea así, la idea de saber que lo perdería para siempre me excitaba. Nos acostamos, como de costumbre, dándonos la espalda, y por primera vez en veinte años dormí bien.

¿Y si alguien se daba cuenta? No importa.

Ya van quince días y hoy se tuvo que quedar en casa, sentía un malestar extraño. Me quedé cuidando a mi querido esposo, pendiente a lo que necesitara, dándole sopas con una pizca de polvo para que se sintiera mejor. 

Y luego peor. 

–No te preocupes, mi amor, vas a dejar de sentirte así en poco tiempo, ¡tienes fiebre! te voy a traer un vaso con agua, tú descansa– le dije, y eso hizo, descansó. En su palidez y desaliento, la dulce muerte lo besó.

Un cáncer no detectado, –dijo un doctor cercano– por eso murió repentinamente. Una lágrima cae de mi rostro. Gran hipocresía. Anhelé este día, el negro es mi color. Vuelvo sola a casa, paso por la tienda para agradecer a la vendedora de polvos. La anciana no está, su caseta está cerrada. 

–¡Vea a esa perra!, –grita alguien detrás de mí. 

“Señora de Gutiérrez”, dice mi lápida. Ni mi nombre aparece en ella. Morí por matar a mi esposo, pero no me malinterpreten, no morí por los polvos que ponía en su comida. Esa tarde en la plaza me apedrearon por inútil, por no haber atendido a mi marido en su momento de enfermedad. 

–¡Era tu única misión! ¡Inservible! ¡Una mujer que no cuida a su hombre es mejor muerta!

Y así fue mi destino.