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¿En la mirada?

¿En la mirada?
Juan J. Mesa

Habíamos entrado por la parte de atrás de la cochera. Judit todavía lloraba en silencio, todo el camino estuvo dando golpes a su pecho, con su puño apretaba el reloj marrón Casio que usaba su esposo, fue lo único que pudo conservar, lo único que no quemamos. Cuando notamos las manchas verdes en su piel y el aroma putrefacto, sabíamos que no le restaban sino un par de días. Así fue con la hija de Carmen, esa niña hermosa de cabellos rojos, talones inclinados y senos pequeños desarrolló increíbles moretones en las palmas de las manos, con las horas, las manchas escalaron por sus extremidades y con cada centímetro de piel que cubrían perdía el color y el movimiento, pero no el dolor; cuando la peste alcanzó su ojo derecho decidimos dispararle en la cien para detener los gritos, luego prendimos su cuerpo, como hacíamos con todos.

A decir verdad, ninguno de nosotros sabía con certeza si incinerar los muertos servía para detener los contagios. Nadie comprendía de qué se trataba, la aparición de este fenómeno fue espontánea; antes que la televisión y la radio dieran noticia alguna de los avances científicos del Departamento de Salud, las ciudades se habían quedado sin energía y todo estaba saqueado; esa forma de matar, como una gangrena interna causada por un parásito que se alimenta del interior de la víctima, fue lo que causó la anarquía en tan pocas semanas.

Cuando pudimos llegar a las cabañas de El Retiro y apartarnos del caos estábamos deshechos. El problema no era conseguir agua o refugio, tampoco comida, el tormento estaba en que desconocíamos la causa de la infección, dónde podía sobrevivir o qué fuente la transmitía. Eso hizo que todos padeciéramos de insomnio. Decíamos: está en la carne de las vacas. No, lo contagian las arañas de pata azul. No, vive en el agua sucia. No, entonces se desprende de la pintura en las paredes o quizá en la seda de las almohadas. De repente, la vida se tornó por completo hostil, todo, incluyendo lo más corriente como usar bufanda y lavar el suelo era peligroso. Comer una manzana era jugar a la ruleta rusa.

Así, decidimos encerrarnos cada uno, por nuestra cuenta, en distintos cuartos de la casa. En la habitación de Judit habíamos dejado nada más la cristalería, alguien sugirió que en la refracción de la luz sobre el vidrio podría estar la causa del germen, nos pareció razonable; su alimento era pasta fría. Mientras tanto, Carmen estaba recluida con la mayoría de los muebles de madera: sillas, repisas, mesas, también los cucharones de palo; esa fue mi idea, no sé, la humedad en la madera o las termitas, ellas debían engendrar el virus. Hugo se aisló con las cobijas y las sábanas, además le dejamos todas las latas de atún.

Entretanto, me quedé apartado en la biblioteca con solo libros y hojas sueltas, comiendo pistachos. Escribo estas paginas con un lápiz que escabullí en mi pelo, no se lo comenté a ninguno, pero ya pude descartarlo como engendro de la plaga, dos semanas debe ser suficiente, ¿no? Desde ayer no escucho gritos en la casa, quiero salir, debo contarles que no tenemos por qué incinerar los libros, pero ¿y si la peste está en el cristal y Judit está muerta? ¿o en las sillas de madera seca con correas rígidas? o ¿si encuentro a Hugo estrangulado entre las sábanas con adornos florales?

Eventualmente tuve que salir de mi prisión para hacerme con más frutos secos, aproveché la noche porque imaginé que las bacterias perderían su interés en contagiarme, por ver la luna llena que iluminaba mi camino hasta la despensa. Fui desnudo por miedo a que mi ropa se infectara y debiera arroparme con manuscritos de derecho procesal. Cuando por fin alcancé otra lata de pistachos sentí en mi pierna derecha un cosquilleo, mi cara se tornó ligeramente más roja y sudaban mis manos. Me quedé inmóvil y deslicé sin prisa la órbita de mis ojos hasta la punta de mi pie, todo parecía igual salvo por una tenue mancha malaquita que se asomaba en la punta de mi dedo meñique, al costado de la uña. Miré por la ventana y vi la luna una vez más, todas las habitaciones de la casa tenían ventana, pero la biblioteca tenía la suya cubierta por centenares de ejemplares de la constitución política de 1886.

Antes de cerrar mis ojos y derrumbarme en el suelo pensé: el cielo siempre había estado sobre nosotros desde que empezó la catástrofe.