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Encalló un pueblo en el río

Juan Camilo Botín Sanabria

Los ciclos sociales remedan algunos ciclos naturales y en esa
corriente, los habitantes de Medellín remedan a su
río: aplacado, manso y lleno de contradicciones.

Al río lo domaron, lo sometieron, como a un muchacho que un día convierten en soldado. Al río Medellín lo trazaron en una oficina. Tras más de medio siglo de enderezamiento, el río disimula bien su incomodidad, ya no se queja mucho, no se sale de las barreras altas que lo contienen y continúa arrastrando en sus aguas, como un trabajador diligente, aquello de lo que no se quiere saber más. Los habitantes de Medellín, así como su río, se han acostumbrado a fluir como una masa adaptable o un rebaño dócil.

El río Medellín hace un siglo era muy diferente a lo que es hoy. Bravo, hacía aquello que hacen los ríos: se desbordaba, causaba inundaciones, tumbaba puentes. Tranquilo, tanto él como sus afluentes, se convertían en puntos de encuentro y de recreo para los habitantes de la ciudad, también servía como medio para el transporte de personas y mercancía, y a sus alrededores recibía invasiones conformadas, en su mayoría, por gente desplazada de municipios aledaños que aprovechaban los recursos minerales del río para subsistir. Era, en suma: una fuerza de la naturaleza.

Fue la Sociedad de Mejoras Públicas de Medellín (SMP), fundada en 1899 por miembros de la élite política y económica antioqueña, quien desde principios del siglo XX inició los proyectos para rectificar y canalizar el río. Gracias a la influencia de sus miembros, encabezados por Carlos E. Restrepo, lograron movilizar recursos locales, regionales y nacionales para hacer de Medellín una ciudad de altura. Se buscó emular a las grandes capitales europeas como París o Londres que desde su fundación, organizaron su crecimiento en torno a sus ríos como la piedra angular de su futuro.

Basta buscar imágenes del imponente Danubio que conecta a Europa, del río Hudson en Nueva York o el río de Brisbane en la ciudad homónima, cuyas curvas no impidieron su desarrollo urbanístico, para ver que distamos mucho de ellas. Medellín, sigue siendo un arroyo con ínfulas de torrente.

Las curvas del río Medellín poco a poco fueron desapareciendo y en su lugar se fueron trazando las avenidas que hoy conectan la ciudad de norte a sur. Los muros de concreto que se levantaron para corregir su cauce fueron capaces de doblegar aquel cuerpo que parecía indomable.

Tal vez por eso a Medellín la habitan personas tan contradictorias en espíritu. Que al igual que el río buscan rodear los obstáculos, como para no estancarse y para seguir moviéndose por el camino del menor esfuerzo. Aunque en apariencia luzcan rectos la realidad es que esas no son sus formas naturales. Si los colombianos fuéramos un río, llevaríamos en nuestras aguas la misma dosis de intransigencia que de tolerancia por lo inaguantable.

Medellín es la misma ciudad que llora y llena un estadio por la fatídica caída de un avión lleno de futbolistas y por la muerte de un joven cantante alcanzado por una bala perdida, pero también rasga y pisa banderas LGBTI, también es la que vota No manifestando su desacuerdo al proceso de paz con las FARC y que años después grita a pecho inflado ¡plomo es lo que hay, plomo es lo que viene, bala es lo que hay malditos terroristas!

Colombia: el pueblo violento más feliz del mundo. Dicen que es por herencia, pues décadas de violencia, de atropellos y de abusos se han vuelto parte del paisaje. Y los habitantes tan mansos, tan adaptables, tan complacientes vuelven a las maneras de su río domesticado. Sus vidas continúan en el eterno ciclo de las cosas sin sentido, de la lucha eterna y del esfuerzo inútil.

Los ciclos sociales remedan algunos ciclos naturales. Así como existen temporadas de lluvias, hay periodos de agitación social, y aunque las aguas crezcan y corran más rápido, el río ya no asusta tanto, así como ya no asustan las desapariciones, los robos, los asesinatos. Los habitantes se dejan llevar por la corriente, acomodados en su letargo se consuelan con saber que aunque si bien hoy la situación no está bien, antes era peor. El 10 de octubre del 2018 las calles de Medellín fueron inundadas por miles de estudiantes que salieron a cantar, gritar y a rugirle sus exigencias al presidente Iván Duque para que rescatara de las instituciones de educación pública, ahogadas en un déficit que alcanzaba la acaudalada suma de 18.2 billones de pesos.

Un año después los estudiantes volvieron a regarse por las calles, paralizaron el tráfico de la capital antioqueña por algunas horas, volvieron a manifestarse contra la corrupción en las instituciones de educación superior, exigieron el cumplimento de los acuerdos con el gobierno firmados en el 2018 y protestaron contra los abusos de autoridad de la Fuerza Pública. Peticiones que llegan como susurros a los oídos sordos del gobierno, pues se necesitan más gargantas, se necesita que el grito se haga más fuerte, hace falta que por las calles se corra un río brioso, hace falta que salgan a marchar todos.

Como un déjà vu en los siguientes meses seguro volverá a llover y así como el río volverá a ensancharse, nuevamente los ríos de jóvenes con pancartas, con cantos y más indignación, volverán a cubrir las vías principales de la ciudad. Seguramente el próximo año, el 10 de octubre, los mismos estudiantes, un año más viejos, tendrán que salir a marchar y seguramente el gobierno volverá a quedar mal.

¿De qué sirve un río en el que no se puede nadar, donde no hay peces, en cuyas riberas no se puede sentar a disfrutar? ¿De qué sirve una sociedad que se subleva por Twitter y Facebook si en la calle no se manifiesta, si no sabe exigir, si se somete tan fácilmente? Han logrado estigmatizar la protesta ciudadana como una fiesta de violentos, irrita tanto el trancón, incomoda tanto la pintura en las paredes y fastidia a tal grado la bulla en las calles que se recomienda tomar vías alternas, se prefiera agachar la cabeza, se prefiere mirar para otro lado.

El río Medellín ya no es tan caudaloso, ya no es tan feroz para tumbar los gruesos muros de hormigón que lo contienen. Se irán yendo los abuelos y las abuelas, se irán desvaneciendo sus recuerdos del río de antaño, quedará como un monumento a la nostalgia, un tigre adormecido. ¿Serán los muros que constriñen a los medellinenses igual de inamovibles, igual de absolutos? ¿Qué torrente, qué otra indignación hace falta, qué tendrá que suceder para exigir la dignidad como costumbre?