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Fragmentos de un crimen


Por: Juliana Heredia | @juliheredia8​
 
 
“Ascensorista asesinada por celador en el Fabricato”, leí en el archivo del periódico am​arillista Sucesos Sensacionales. Era la edición de octubre de 1968. Esa es una historia que mi abuelo me ha contado en repetidas ocasiones. Había estado viendo publicaciones en internet sobre supuestos espantos en el edificio y, por muy fantasioso que eso suene, definitivamente llamó mi atención. Esa vez logré encontrar en una biblioteca local archivos de la prensa de la época donde cuentan más o menos lo que pasó.  
 
“La cabeza de Ana la encontraron en el sótano”, leí en otro titular. El texto de la noticia era grotesco, pero lo seguí leyendo por morbo y por querer saber más sobre el horrible suceso. Lo describían como un crimen pasional y daban el dato de que la joven ascensorista había sido picada en más de cien pedazos, pero ese número variaba según el diario. “Abel Saldarriaga Posada fue condenado a 20 años de cárcel por el homicidio de Ana Agudelo. La joven ascensorista llevaba 12 días desaparecida cuando hallaron su cabeza y restos de su cuerpo regados en diferentes lugares del edificio”, se describe en el periódico. 
 
Caminando hacia el Fabricato, pasé por el Parque del Periodista. Me senté y empecé a organizar mis ideas, pensando en lo que había leído antes en la biblioteca. El crimen del sótano es una historia perdida entre los miles de casos aberrantes que siguieron pasando a lo largo de los años en Medellín. La ciudad se acostumbró a la delincuencia y a los titulares amarillistas de los periódicos, ya nada sorprende de este tiempo. Así que un hecho paranormal fue una buena excusa para investigar más sobre el caso. 
 
– Ah sí, ese tal Posadita estaba enamorado de la muchacha, pero como ella no le paró bolas, al man se le hizo fácil matarla. Nadie esperaba eso, incluso los rumores eran otra cosa diferente–, me respondió un viejo que se sentó a mi lado en la banca del parque cuando le pregunté por el caso de Posadita.
 
– ¿Qué rumores? 
 
– Pensaban que la niña estaba dentro de uno de los tanques de agua del edificio. Uno esperaba que quizá se hubiese ido con un enamorado o algo así, pero lo que pasó fue... no tengo palabras. 
 
– Oiga, ¿es verdad que allá espantan? 
 
– Yo no soy mucho de creer en esas cosas, pero uno nunca sabe. Tal vez por ahí anda el espíritu de la ascensorista, pero yo no sé, mona.  
 
Logré llegar al Fabricato. Sus puertas están abiertas al público de lunes a viernes. La majestuosidad que antes representaba el edificio se pierde entre el panorama del centro y no resalta para nada. Es una vieja edificación como cualquier otra para quien no conozca su historia. No vi a ningún vigilante, así que simplemente pasé y subí a uno de los tres ascensores. Ese día en particular hacía un clima caluroso, no había llovido en toda la semana y el sol estaba en lo alto del cielo. Sin embargo, al subirme al Westinghouse, un aire frío recorrió mi cuerpo de pies a cabeza y sentí los vellos de mis brazos erizarse. Se me hizo raro, ya que no había aire acondicionado y de la ventilación no salía aire helado. 
 
De un momento a otro, mi visión se nubló y vi una figura humana frente a mí. Estaba de espalda y tenía el torso expuesto. Se volteó hacia mí y observé que el sudor bajaba por su frente y sus brazos estaban llenos de rasguños de los cuales brotaban gotitas de sangre. Calculo que su estatura era de 1,70 metros, sus ojos azules parecían sin vida y no tenía expresión alguna en su rostro. En sus manos llevaba un costal, cuerdas y una caja de herramientas muy grande. La escena duró menos de un minuto y luego todo volvió a la normalidad. 
 
Marqué el piso nueve y cuando salí inmediatamente sentí el calorcito del medio día. Estaba totalmente aterrada. Mis manos temblaban y no creía lo que habían visto mis ojos. 
 
Todavía sintiéndome aturdida, procedí a buscar el baño de ese piso. Al parecer fue en ese lugar donde el olor a putrefacción se concentraba más. Ingresé al pequeño baño de tres cubículos y sentí nuevamente un frío en todo el cuerpo. Vi cómo los espejos se empañaban de la nada y se formaban lágrimas de agua en la superficie de los lavamanos. En ese momento entré en un trance. Sentía que todo me daba vueltas y mi vista estaba borrosa, como si me hubiesen echado escopolamina, me sentí drogada de repente. El baño se inundó con el olor a muerto, lo que me provocaba arcadas y el mango biche que me había comido antes, amenazaba con devolverse. Todo estaba oscuro, pero alcancé a ver una figura cerca de la entrada. 
 
“Ayuda, por favor, ¡alguien ayúdeme!”, escuché una voz débil y femenina. 
 
– ¿Qué? – yo no entendía nada.
 
“Yo solo vine por mi uniforme, déjeme salir”, logré escuchar con más claridad.  
 
Era ella. Estaba en ese mismo baño, golpeando la puerta y gritando. Su cabello corto estaba desordenado, su maquillaje de ojos estaba corrido por las lágrimas y sudaba mucho. Su ropa estaba sucia y algo mojada. Tenía sangre en las manos, se debió de haber lastimado mientras aporreaba la puerta. Sus ojos negros estaban llenos de rabia, indignación y miedo. Era una visión nublada y algo borrosa, pero estaba segura de que era ella: Ana Agudelo, ascensorista del edificio Fabricato. Pude reconocerla por las fotos que los periódicos publicaron de ella cuando desapareció.  
 
– ¿Ana? – dije muy bajito, completamente paralizada por el miedo. 
 
Ella seguía gritando. 
 
“¡Sacame de aquí ya mismo, abrí pues la puerta!”, gritaba a todo pulmón. 
 
No sé cómo reuní el valor para acercarme y tocarle el hombro. Así como apareció, así mismo se esfumó de la nada. Ya había luz de nuevo, los espejos no estaban empañados y mi vista era nítida. Quedé en shock. Según lo que investigué, nadie nunca supo qué había pasado después de que Ana llegó al Fabricato a recoger su uniforme aquel domingo 13 de octubre de 1968. Entró al edificio y nunca más salió, al menos no viva. Norela, su hermana menor, jamás la volvió a ver y junto con su madre iban todos los días a preguntar por Ana, hasta que se descubrió su trágico final. Lo que alcancé a ver fueron quizá los últimos momentos de la vida de la ascensorista de 23 años, y ni siquiera pude asimilar bien lo sucedido.  
 
Después de lo que pasó en el baño, simplemente bajé corriendo con alma y vida por las escaleras. Salí a la calle casi escupiendo un pulmón y sentía que el corazón me iba a explotar dentro del pecho. Observé a mi alrededor y vi a un niño pequeño mirándome fijamente, me sentí juzgada. Empezó a entonar un verso que me puso los vellos de punta una vez más. Con una voz angelical y delicada cantó “pedacito a pedacito, Posadita descuartizó a Anita”.