Omitir los comandos de cinta
Saltar al contenido principal
Inicio de sesión
Universidad EAFIT
Carrera 49 # 7 sur -50 Medellín Antioquia Colombia
Carrera 12 # 96-23, oficina 304 Bogotá Cundinamarca Colombia
(57)(4) 2619500 contacto@eafit.edu.co

Ediciones Skip Navigation Linkshugo-alquitran-muerto-en-su-laberinto Hugo Alquitrán muerto en su laberinto

EAFITNexosEdicionesHugo Alquitrán muerto en su laberinto

Hugo Alquitrán muerto en su laberinto

​Juan J​. Mesa 

grafiasdeunsofiante.com​

No hay dos vidas iguales, pero en cualquier lugar de la tierra el sufrimiento es uno y el mismo. Los cuadernos de Hugo Alquitrán estaban apilados dentro de un armario junto a la ventana. Su habitación permaneció exactamente igual desde aquella mañana de octubre; yo fui el primero que abrió sus cajones y el primero que leyó sus diarios. Piedad, su madre, impidió que el cuarto fuera profanado y hecho oficina o dormitorio de extraños. Allí, cada domingo desde hace meses, ella enciende el sirio de la Santísima Virgen de Fátima y llora el retrato de su hijo: ojos marrones achicados, cabello negro liso y pecas en las mejillas.
El suicidio de Hugo no fue sino anunciado por la gaceta comunal del barrio Zúñiga; durante unos pocos días, junto a edictos municipales y circulares de vacunación, posó un pequeño acápite en la sección de Varios: “joven de veintiún años con heridas en los brazos es hallado muerto en la ducha de su casa”. Apenas hace unos meses pude conocer a Hugo, aunque ya lo hubiese visto; pasé todo el fin de año decodificando su caligrafía y organizando cronológicamente cada uno de sus diarios, ese tiempo, sin embargo, no me fue suficiente para comprender su suicido.
Las dos ocasiones en que lo distinguí fueron así. Ambos asistíamos al taller de escritura de Luis Fernando Macías, que se reunía en el sótano del Museo de la Universidad de Antioquia. Durante mi primera jornada en el taller me llamó la aten ción, al entrar por la puerta trasera del museo, un joven que observaba fijamente un dibujo en grafito. Aquél estaba tumbado contra la pared y cruzaba sus brazos, contemplaba Piedras erran tes, de Natalia Castañeda, que hacía parte de la sala temporal en la exposición Fortuna. Se tra taba de la captura de unas olas, ya emergidas y a punto de clavar.
Meses pasaron y muchos otros leyeron para el taller sus escritos, la mayoría eran cuentos y yo traía un poema titulado Mi sino; pero entre deci dirme por alzar la mano Hugo Alquitrán fue más rápido. Ahí la segunda vez que me percaté de él y la última que lo vi. Se puso de pie sosteniendo una libreta plateada —que meses más tarde yo también sostuve— y declamó sin alzar la mirada:
El poema lo hallé más tarde entre sus diarios, estaba fechado el día 13 de marzo de 2020 y llevaba como título Estancia. De las personas con quien me entrevisté poco o nada me señalaban, todos coincidían en su testimonio: “Inteligente, callado, confiable; un buen muchacho”, ninguno de ellos daba crédito de su muerte -inexplicable- decían -nunca lo hubiera esperado de él-. Sin embargo, lo que Hugo no tuvo para decirle a los otros si lo confesó para sí, escribiéndolo. Hago notar un pasaje, entre otros, porque situó mi intriga en un comienzo: “Hace días mi brazo izquierdo se siente raro, lo recorre una tensión y me mantiene adolorido; creo que el estrés hace doler mis hombros” (04/04/2020). Para aquel entonces las entradas que escribía no parecían denunciar una preocupación mayor; es cierto que se había enfadado por la propuesta de re ducir el Congreso de la República y dedicó una semana entera a traducir el poema Antinoo, de Fernando Pessoa.
Dicho esto, un cuaderno color pergamino, que tenía el bosquejo de sus ojos como carátula y titulaba Diario de sueños, me dio una pista. “He vuelto a correr. Esta vez no atravesaba la fortaleza marrón, sino una calle húmeda y nocturna. Aquello que me perseguía no tenía forma, era un dicho. Al llegar a casa Candelaria me alarmaba -¡Andá que te está siguiendo!- y yo corría. Cuan do alcancé el estudio de Bernardo él mismo me tomaba de la camisa para aventarme de vuelta a la calle, y yo corría. Cuando el temor más me socavaba tomé un brusco giro hacia la izquierda, pero el perseguidor agarraba mi brazo. Despierto.” Candelaria era su hermana menor, ella comentó para mí que Hugo estuvo visitando una psicóloga y una psiquiatra los últimos meses. La prescripción de Hugo aumentó con tiempo: primero valeriana en gotas, más tarde antidepresivos y finalmente sedantes.
“No consigo concentrarme en lo que leo; las oraciones me hace falta pronunciarlas en voz alta para así escuchar las palabras y no los tormentos en mi cabeza. Las palmas de mis manos sudan más de lo común, ahora cargo un pañuelo en los bolsillos” (23/06/20). Con los días Hugo emprendió una búsqueda que dejó reflejada en una serie de hojas sueltas (en total hallé más de trecientas), digo yo, orbitando una pregunta que nunca acabó de formular. En sus Pensares y Katharsis, como él mismo les llamaba, intentó comprender su propia manía; de tantos captaron mi atención títulos como: Pensares: de los efectos del estrés y la ansiedad en la calidad de vida (25/05/20), Pensares: La ansiedad y los vicios (02/06/20), Pensares: El sentimiento, la reacción y el apego (01/07/20), Pensares: ¿Falta mucho? 08/07/20, Katharsis: Lo pasado (15/08/20), Autoconoci miento: Miedo a qué… (19/08/20), Pensares: ¿Un trastorno obsesivo? (26/08/20).
La incertidumbre y la zozobra no sólo acosaban su mente, pues el tormento incesante abatía su cuerpo: “Qué es esta sensación, como de vacío y calor en el pecho. ¿Acaso mis piernas tiemblan anticipando la huida? ¿Será que mis puños se contraen preparando el golpe? Pero, si un ataque se aproxima ¿entonces por qué lloran mis ojos” (03/09/20) El veintiuno de octubre Hugo organizó su habitación con escrutinio: su colección de libros De bolsillo estaba dispuesta alfabéticamente -comenzando por Allende y acabado en Vargas Llosa-; su cama yacía tendida, la planta que le acompaña junto al escritorio había sido regada, el cuadro de La escuela de Atenas fue equilibrado y sus diarios ya estaban dentro de sus cajones; lo único que sobresalía — aunque no lo notaron sino tres días después de su cremación— era un par de hojas rayadas y un cuadernillo empastado de color amarillo sobre su mesa de estudio.
La nota no tenía encabezado y Hugo no la firmó, estaba escrita en un tono apático y manso. Su primer párrafo enunciaba así: “C, comprendo lo irracional e inexplicable que puedas ver esto. Tu hermano no está loco, más bien es una persona que busca lo mejor para sí, hasta las últimas consecuencias. Me hubiera gustado quedarme más tiempo y compartir contigo toda una vida de cariño, apoyo y risa. Yo te amo profundamente, eres de lo más especial en mi corazón y el aprecio que siento por ti, hermana querida, es el mayor en el mundo. A ti te pido perdón, pues entre todos eres la que menos quiero que tenga que sufrir por cuenta mía” (21/10/20). Al mismo tiempo, el cuadernillo, que era precisamente la agenda de la Universidad de Antioquia 2020 y la cual Hugo bautizó Poemario 2, se encontraba abierta en un poema titulado 135.
Continué examinando Pensares hasta alcanzar un nuevo hito, decía: Reflexiones: Viví un ata que de pánico. El primero de ellos, al menos el primero que atestiguó Candelaria, fue en la no che de un lunes de septiembre. Estruendos y sollozos en la habitación de Hugo alertaron a sus padres, Candelaria fue la primera en oírlos, pues los golpes retumban a través de su pared. La es cena será una que perdura en sus memorias: su hijo adorado tumbado en el suelo, retorciéndose entre lágrimas e incapaz de respirar. “Ahí estaba, postrado, inerte, dislocado; era un esqueleto: tieso y sin vida. Las lágrimas corrían por mi rostro y debía escupir la saliva para no atragantarme. No tenía consuelo, no tenía un lugar; perdí el control” (15/09/20). El pánico acabó por enmudecer a Hugo, y así consta en sus cuadernos. Las entradas en sus diarios se hicieron exiguas, apenas si copiaba media página cada par de días; paulatinamente los poemas comenzaron a escasear y de Sueños y Pensares ya no había rastro. La tragedia para él, me atrevo a conjurar, habrá sido dejar de narrar su propio mundo. A causa del detrimento, el último registro que logré fue el relato de la con versación telefónica que Hugo tuvo con Ángel Velásquez, quien trabajaba en la Línea Amiga y atendió su llamada a las nueve de la madrugada. Pocas cosas comprendió Ángel en el llanto de Hugo, estuvo con él treinta minutos hasta que un silencio súbito copo la conversación; de una voz parca y resignada escuchó decir: “Ya está aquí, lo siento junto a mí cuando despierto”. En el cuadernillo amarillo su poema rezaba:

Pedí a Dios, como Hladík que antes de morirme concediera este poema
el de la última cuita murmurada entre mares y lamentos del ahogado. La Bruma
que oculta el campo y borra el Cielo no cabe en las palabras y decir: muertos mis ojos que no encuentran salida; negra la pieza que me burla
no consigue esbozar el sopor ante el abismo y el beso al amor desaparecido.
El verbo hoy es finito a la tristeza eterna -135- (21/10/20)