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La catedral sumergida

Pablo Patiño

La ciudad estaba convulsionada por la llegada del pianista. Aunque para ser más precisos, no era toda la ciudad, eran apenas unos cuantos habitantes, unos amantes de la música y otros entrometidos que solo iban al Teatro Metropolitano cada mes como el buen cristiano a la misa dominical, a cosechar los frutos sociales del abono de la boletería. El teatro escupía tres filas que ondeaban como serpientes de mar por las escaleras y a lo largo de las calles por casi dos leguas enteras. Las dos leguas de las dos lenguas comenzaron a meterse en la boca del teatro en procesión, todos con un papelito en la mano “Recital Debussy, Pianista invitado: Hu li Ys”. El vientre del Metropolitano se llenó a las siete de la noche, el pianista desfiló de bambalinas al piano, se pavoneo la cola del traje y se dispuso a tocar. Suite Bergamasque, arreglo para piano de la Danza Sacra y la Danza Profana, Arabesque número 1, nunca el número dos y selecciones de los preludios del primer libro. Luego de una hora y media de música francesa que sudaba goteras de óleos, Hu Li Ys anunció su obra de cierre: “La Catedrale engloutie”. Se agachó un poco, le dijo unas palabras al piano, un conjuro medieval,  estiró su mano derecha hasta el extremo del instrumento y con el meñique y el pulgar tocó una nota aguda, doblada, punzante, una nota que viajó por las yemas de sus manos hasta los dedos de sus pies, bajó de la tarima, ascendió por la pasarela izquierda rozando los pelillos de la alfombra, salió y descendió por la escalinata del teatro, recorrió dos calles, surqueó una construcción interrumpida hace varios meses y se zambulló a lo profundo del río Medellín, que se desangraba vecino al teatro. La nota manó del fondo del río en una burbuja conjurada con las palabras de Hu Li Ys  y estalló en la superficie. Detrás de ella comenzaron a nacer del filo del agua, como los cuernos de un antílope, las agujas de dos torres, unas torres agudas que sonaban en grupos de tres mientras subían por el piano, huyendo a sus hermanas negras, y negros eran sus pináculos y las uniones de los vitrales que nunca habían podido contrastar con hilos luceros las figuras cortadas en sus vidrios de colores. El crucero comenzó a respirar y de sus tejados de plásticos y neumáticos viejos caían las venas del agua que regresaba a la homogeneidad. El rosetón comenzó a mostrar su círculo de quintas que subían parsimoniosas en las voces golpeadas de diez monjes bretones. Cada boca era un dedo que se posaba sobre una mujer, algunos monjes tocaban a las mujeres blancas y otros a las mujeres negras. Profundamente calmo y en una bruma dulce y sonora, a punta de pedal Hu Li Ys sacaba esta catedral de las suciedades patrimoniales del río Medellín, y en un esfuerzo que lo lanzó con todo su peso sobre el piano náutico, la catedral salió del río y retumbó el espinazo del canal de la ciudad, desde la cola hasta la cabeza. Constituida de escombros y sostenida en los pilares por décadas de una vida de vertedero, sus cámaras estaban decoradas con pedazos de radiadores, plásticos que se habían enrollado en ramilletes brillantes y largas cortinas de bolsas negras para la basura. El órgano pudo gemir al unísono del piano de Hu Li Ys cuando tomó la primera bocanada de aire. La catedral emergida había sido parida solemnemente en mitad del río y nadie la había notado, ni a ella ni a sus inquilinos. En sus pasillos y en los ecos de sus recovecos, cientos de vagamundos por fin habían encontrado una estable cuna, al igual que los muertos de la ciudad, que degollados baleados torturados picados quemados extorsionados secuestrados embolatados serruchados desmembrados ahorcados martillados destripados, dieron a hundirse en un río que nada pregunta y nada exige, en unas aguas que con pasividad solo reciben. Estos muertos eran la población de la catedral, cuyas voces quedaron apagadas décadas atrás en medio de la pólvora y la única nieve que ha visto Medellín, eran los coros de los corales, espumeantes en las aguas que chocan con cada desnivel de los suelos submarinos del canal. Los muertos eran los buzos en los techos, eran las sirenas de los ángulos, los tritones del basurero del campanario, sus piernas descuartizadas eran las anguilas de las claraboyas, sus cuencas vacías, los vivideros de los renacuajos, los agujeros de sus balazos, las incubadoras de los bagres. Cuando la catedral emergió, quedaron desparramados unos sobre otros, encima de los baldosines humedecidos, quedaron colgando de los candelabros del altar, quedaron ensartados por las agujas de las torres, en los cuernos de las gárgolas, sujetados por las ropas de hace años y varios cayeron sobre las teclas del órgano, pero cayeron en las notas perfectas, las mismas que Hu Li Ys tocaba con una furia paciente y medida, mientras se le desencajaban los dedos como la boca de una serpiente que intenta engullir un huevo para alcanzar las octavas, las novenas, para halarle la úvula a cada uno de los cantantes que se escondían entre las cuerdas y los martillos del piano. La catedral se puso de pie en medio del río Medellín, disputando la altura del Teatro Metropolitano, los cuerpos caían sobre las campanas haciéndolas repiquetear con sus cráneos mohosos, pero las algarabías del tránsito ahogaron los reclamos de atención de las campanas, y el propio Hu Li Ys, con su máquina de describir, prohibió que cualquier oído se sintiera doblegado a torcerse hacia las puertas del teatro. La catedral no tuvo más remedio que culminar su visita a la superficie entre unas quintas abiertas y paralelas que comenzaban a apagarse, y con ella, la catedral emergida terminaba su larga bocanada de aire para hundirse por otros años, hasta que otro pianista la sacara, junto a sus devotos habitantes, de su sueño submarino.