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La enfermedad del olvido


Isabella Franco Moncada


Mi patología es de una en cada mil. En mi nacimiento los doctores me extrajeron con dificultad de las paredes del vientre de mi progenitora, donde permanecí atorada segundos, minutos, una eternidad quizá, ya que la acumulación excesiva de líquido en mi cabeza, la hizo enorme comparada con el resto de mi cuerpo. Desde que nací fui un suplicio, una especie de punto y coma.

Fui catalogada por mi progenitor, el poeta chileno, al que le encanta que yo —en especial yo— calle para estar como ausente, como un ser perfectamente ridículo, una vampiresa de tres kilos. Lo sé porque en sus cartas a su amiga Sara Tornú me describió de esta manera. No obstante, también sé que mi nombre es Malva Marina Trinidad Reyes, hija además de María Antonieta Hagenaar, primera esposa de mi padre y pronta separada después de mi origen. 

Nací en Madrid el 18 de agosto de 1934,  mi “cabeza feroz, crecida sin piedad, sin interrupción, hasta perder su destino” descrita así por otro poeta, Vicente Aleixandre, determinó la discrepancia emocional de mi padre hacia mi existencia; su ciega alegría con mi vida perduró un mes, ese mes en el que le escribió a Sara Tornú la carga que yo era, “pasábamos las noches enteras, el día entero, la semana, sin dormir, llamando médicos, corriendo a las abominables casas de ortopedia donde venden espantosos biberones, balanzas, vasos medicinales, embudos llenos de grados y reglamentos. Tú puedes imaginar cuánto he sufrido” escribía él luego de darse una pasada por mi cuna. 

Durante la época de mi nacimiento, España atravesó una guerra civil, la Revolución de 1934, esta ocurrió principalmente en Cataluña y Asturias durante los días 5 y 19 de octubre, en el gobierno del Bienio Radical-Cedista de la Segunda República, conformado por partidos de centro-derecha republicana. Esta insurrección socialista conformada por el Partido Comunista de España, la Confederación Nacional del Trabajo y el Partido Socialista Obrero Español arrojó miles de heridos, muertos y ciudades destruidas. El suceso marcó a mi padre en su desarrollo de un nuevo carácter político, que lo inspiró a escribir el poemario España en el corazón, donde en sus emotivos versos retrató los horrores de esta guerra civil. 

¡Qué dualidad sus conmovedoras palabras! Mientras su nombre crecía en el mundo, el mío se olvidaba de la esfera. A veces me creo lo que dijo de él Vicente Huidobro, que la poesía de mi padre era “fácil, bobalicona, al alcance de cualquier plumífero. Es la poesía especial para todas las tontas de américa” no he leído los poemas de Huidobro, pero sí debe ser mejor escritor…y tal vez, también mejor padre. El 8 de noviembre de 1936, dos años después, lo vi por última vez. Partí un camino diferente con mi mamá María Antonieta, quien fue reemplazada en el corazón de mi figura paterna, por Delia del Carril, la segunda esposa. 

Llegamos a La Haya, países bajos, a donde unos familiares de mi madre, allí la precaria situación económica dificultó que ella cuidara de su punto y coma. Las cartas que envió a mi procreador en petición de dinero para mis necesidades de lisiada, fueron en vano ya que eran restringidas las facilidades de envío y tampoco hay rastro de la persistencia de él por responder algún mensaje. Yo era un ser imperfecto que no encajó con sus ideales de perfección, por lo tanto, en mi inocencia estaba condenada a un destino que no merecía, como mencionó Hagar Peeters, escritora de la novela Malva “La creencia en la perfección es la fuente de casi todos los males, eso te lo aseguro yo, porque implica la necesidad de buscar un chivo expiatorio”.

Lo que sucedió después fue lo más devastador, viví alejada de mis padres en los cortos siguientes años que tuve de vida.  Mi silueta maternal obligada a trabajar para el sustento, decidió entregarme en una guardería al cuidado de Hendrik Julsing y Gerdina Sierks y aunque ella me visitó cada mes, el tiempo durante mi infancia no fue suficiente.

Mis dolores de cabeza y problemas de visión incrementaron durante mi crecimiento, mi cabeza enorme me impedía realizar movimientos, mi niñera estaba pendiente todo el tiempo de su paciente, de limpiar lo que vomitara, mis caídas por la falta de equilibrio y mis largos letargos donde debía fijarse que estuviera dormida y no muerta. La hidrocefalia fue mi condición compañera durante cada segundo, aunque morí pronto. En mis breves años de vida la pasé desabrigada, exiliada, ausente; experimenté el escarnio durante ocho años, suficiente, diría yo, comparado con el sufrimiento que una persona del común soporta en una duración de existencia promedio. 

El  2 de marzo de 1943, en la ciudad de Gouda, fue mi último día de padecimiento, y aunque existí después de mi muerte, en declaraciones y testimonios en contra del nombre de mi padre, el famoso poeta, estuve destinada a una vida detrás de la umbría de Neruda.