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La guerra por la luz


Silvia Natalia Rojas

Resultaba difícil distinguir qué viajaba más rápido, las camillas o las balas. El ritmo acelerado de los barcos arribando al puerto y los soldados desplomándose en el territorio acompasaba una atmósfera llena de caos. En junio del 44, los cartuchos en las metralletas de la segunda guerra reventaban alrededor de la playa francesa de Omaha. Los tripulantes imprescindibles, como militares y personal médico, eran los únicos autorizados para descender de los buques. Sin embargo, los comandantes ignoraban que entre ellos se escondía una persona que el tiempo juzgaría como igual de indispensable para la historia de esa batalla: Martha Gellhorn, corresponsal de guerra.   

Del vasto mar de frases, palabras y figuras que utilizó Martha dentro de sus crónicas, “on the record”, era su favorita. “Si nadie lo pone en el registro en cualquier lugar, entonces los monstruos ganan totalmente. Debe estar registrado en algún lugar, de lo contrario, pueden arreglárselas con cualquier cosa”. Los denominados “monstruos” no son sino las personas del bando contrario en la guerra que combatió Gellhorn durante 65 intensos años: la guerra de la verdad. Su trabajo reportó un siglo que no dio tregua al intercambio de plomo y, sin duda, al de palabras. 

El rubio de su cabellera viajaba por su rostro, como el Misisipi recorre las fronteras de su pueblo natal, San Luis. Desde pequeña su familia le ayudó a divisar los secretos que escondía el mundo. Su padre decidió retirarla de la escuela en la que estudiaba cuando descubrió que enseñaban anatomía femenina con las imágenes cubiertas. A Martha no le hizo falta ese aprendizaje, pues, con los compañeros que tuvo durante los años, descubrió los ires y venires de la sexualidad. Por otro lado, la miel de los ojos no fue lo único que heredó de su madre. Esas largas pestañas también revelarían la mirada del activismo y la protesta social que, a diferencia de la madre, acogió más en versos escritos que en arengas.    

El reto no era reportar la guerra, era sobrevivirla para escribir sobre la siguiente. Martha alcanzó a estar en siete enfrentamientos bélicos incluyendo la agitada Europa de la primera mitad del siglo XX, Vietnam y El Salvador. Recodo tras recodo observó lo que ella llama “la estupidez de los que nos guían” gobiernos insensatos que, a infortunio de la humanidad, poseen el poder. Con este, administran, desde hace miles de años, el caos y la muerte en los países del mundo. En su libro, El rostro de la guerra, que narra, entre otras crónicas, su primer trabajo como corresponsal durante la Guerra Civil Española, describe cómo las personas aguardaban lo que en cualquier momento podría convertirse en el final de sus vidas: “Más allá de la puerta de entrada pude ver gente de pie en los portales de las casas que daban a la plaza, esperando con paciencia; luego un proyectil cayó de repente, y los fragmentos de una fuente de granito volaron por los aires, mientras el humo plateado de la lidita flotaba pausadamente”. 

La posición de la mujer en el espacio de la guerra no la intimidó, menos aún el hecho de pasar incomodidades en los lugares de mucho revuelo. “Una mochila y unos cincuenta dólares eran todo el equipaje que llevé a España”. Consciente de que el mundo de las balas y la sangre no era para cualquiera, también comenta: “Me pegué a los corresponsales de guerra, hombres con experiencia y una misión seria entre manos”. La alta costura la dejó en Estados Unidos junto con su miedo a morir en los enfrentamientos, “pensaba que todo lo que se podía hacer con respecto a la guerra era ir a ella en señal de solidaridad, y morir o sobrevivir si había suerte hasta que la guerra terminara”. Su ropa no era sino el reflejo de una persona dispuesta a tirarse a la tierra para contar una historia desde todos los ángulos posibles, en su mano derecha nunca faltaron ni la pluma ni el cigarrillo. 

El viaje a España le dejó a Martha dos cosas que encaminaron por completo su destino: un esposo y un estilo de vida, cuesta distinguir cuál resultó en beneficio y cuál en perjuicio. En el año 1937, después del bombardeo de un edificio cercano, los alarmados huéspedes del hotel Gran Vía en Madrid observaron salir de la misma habitación a un hombre de bigote inconfundible y a una rubia americana con aires sureños. Un par de años más tarde, en el Estado de Wyoming, se consumó oficialmente el matrimonio entre los escritores Martha Gellhorn y Ernest Hemingway, este le dedicó a ella su famosa novela Por quien doblan las campanas (1940). 

“Lo cambió todo”. En la víspera del final de la Segunda Guerra Mundial, Martha conoció el campo de concentración de Dachau y lo que observó durante su visita lo asimiló con el sentimiento de furia y vergüenza hacia la humanidad.  “Adentro había figuras que seguían vivas en pijamas de rayas, esqueletos que aún respiraban, sentados y acostados en el piso”. Acostumbrada a ver todo tipo de violencia, su cuerpo se arrugaba y la invadía una estela lóbrega cuando narraba cómo esa crueldad excedía cualquier nivel de intolerancia y la forma en que cada partícula de aire en el campo desbordaba pesadez y dolor. “Por los hornos se apilaban cuerpos amarillos con un poco de grasa en sus esqueletos, fundiéndose sobre madera”. Y la cuestión de quiénes eran menos humanos; si los esqueletos sin rostros o quienes se los arrebataron; “era el círculo perfecto del infierno”. 

Se oxidaron las campanas de Hemingway. Después de cinco años de difícil matrimonio, la aparición de otra mujer en la habitación de su esposo fue el detonante que necesitó Gellhorn para abandonarlo, algo que no le sentó bien al ego del famoso escritor. La delgada comisura de los labios de Martha se afinaba más cuando su estado de ánimo buscaba reflejar molestia, la cual estuvo presente en cada entrevista que le realizaron sobre el tema de su relación con el autor, molestia que la embistió durante muchos años. Gellhorn decidió cerrar todo con el libro Cinco viajes al infierno: Aventuras conmigo y ese otro (2011) y se rehusó a volver a tocar el tema, en una entrevista llegó incluso a decir: “¿Por qué debería ser una nota al pie de página en la vida de otra persona?”

Encontrar las palabras para describir el contexto que se vivía sin caer en la vanagloria y el nacionalismo requería de cierta agudeza visual, pues se trataba de un tiempo en el que no había terminado una guerra y ya había comenzado la siguiente. “Pero no importa cuán difícil fuera observar el mundo, los ojos de Martha permanecieron abiertos”, dice la escritora Paula McLain. Esto se escaló hasta el punto en que le llovieron críticas por la censura que le hizo a su propio país luego de presenciar las atrocidades de la guerra de Vietnam en 1966, “Había retenido un sentimiento de responsabilidad personal, mis impuestos junto con los de los demás estaban pagando por esto y esta horrible guerra se hizo en mi nombre y en nombre de los ciudadanos americanos. Nosotros somos los responsables y culpables”, aseguró Martha en una entrevista de la BBC. Sus fuertes reportajes sobre lo que acontecía al otro lado del pacifico hicieron que la vetaran de su país. Ella describió esos años como los peores de su vida. 

No resultó inesperado que después de presenciar incontables escenas de desolación, a sus cuarenta años, Martha quisiera buscar algún tipo de calor. Ese abrigo lo encontró en Alessandro, su hijo, a quien adoptó en un orfanato de Italia en 1949. Al poco tiempo, otro de sus viajes le dio un nuevo esposo, la diferencia era que este no se encontraba en el destino sino en el avión. Nueve años después de su primer divorcio se casó con el adinerado editor de la Revista Time, Tom Matthews, y por unos segundos quiso tener lo que todas las mujeres de su momento tenían; una vida doméstica.

La nostalgia de engañar a las personas para entrar a lugares y la adrenalina que le generaba tener siempre en el calendario un destino diferente, pueden haber sido factores importantes para que dejara de lado a su segundo matrimonio y a su hijo, Sandy. Necesitaba volver al campo de guerra.  Su relación con los hombres la definió de forma clara en una carta que le mandó a Allan Grover en 1936: "Un hombre no me sirve, a menos que pueda vivir sin mí".

Como buena reportera, el ímpetu de contar las gracias y desgracias del hombre lo mantuvo incluso hasta en sus últimos años de vida. Esto la hizo enfrentarse al rechazo de sus colegas en varias ocasiones. Cuando se hizo pasar como enfermera y logró entrar sin permiso a la Playa de Omaha le retiraron sus documentos de viaje y credenciales periodísticos. Sin embargo, el artículo fruto de ese día fue calificado, por muchos, como superior a otro que realizó su exesposo, Hemingway, quien a diferencia de ella no pudo presenciar las dramáticas escenas desde el campo de batalla, sino desde uno de los buques que no desembarcaron. 

Aunque muchos la nombraron, pocos comprendieron la injusticia de la guerra, y otros, como Martha, la tuvieron marcada en la frente durante toda su vida. Paradójicamente, el instinto maternal que no tuvo con su hijo, lo tuvo con los hijos de otras personas y cuando ya no pudo sostener ni la pluma ni el cigarrillo en su mano, a los noventa años, ingirió una cápsula de cianuro y terminó con su vida. En una de sus últimas entrevistas, la que para muchos es la corresponsal de guerra más importante del siglo XX, dijo: “No tengo la sensación de que algo de lo que he hecho haya sido de alguna utilidad, pero al menos es mejor que el silencio porque si estás en silencio pueden reescribirlo como quieran o pueden hacer que se vea excelente después”.