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La indiferencia huele a mierda

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Eliana Tabares Sánchez


@elianatabares 


etabares@eafit.edu.co


A unos pocos kilómetros de Valledupar, rodeado de rejas grises y monitoreado por un circuito de seguridad que se controla desde Bogotá, se encuentra una pocilga. Popularmente se le conoce como cárcel La Tramacúa, por su gran tamaño; pero por su olor, sus fallas infraestructurales, la falta de servicios básicos como el agua y las constantes violaciones a los derechos fundamentales debería denominarse El Mierdero del Sistema Penitenciario de Colombia. 

Y es que pararse frente a ese edificio gris con barrotes azules oscuros es aterrador aunque sea para un visitante. A pesar de que el piso caliente da la sensación de que las suelas de los zapatos se derretirán pronto, atravesar el detector de metales hace que se hiele la piel – sensación que no se asemeja ni un poco a cuando se cruza ese rectángulo que suena cada vez que pasa una persona en el aeropuerto con la ilusión de un viaje –, porque en el primer caso se llega a un pasillo oscuro en el que definitivamente eres sospechoso. 

Si eres mujer y vas a visitar a un preso no puedes llevar brasier, los guardias escarban en cada una de las cosas que llevas en busca de celulares, cargadores, drogas, elementos que, con el ingenio de una persona encerrada todo el día, se puedan convertir en armas… Algunas esposas de personas privadas de la libertad en La Tramacúa mencionan que la primera vez que atraviesan esas rejas azules y las someten a requisas incómodas les dan ganas de no volver, ganas que se incrementan al pasar al patio donde se encuentran con nubes de mosquitos, un olor a podredumbre que quema las fosas nasales, y a sus amados. 


En el año 2000, bajo el mandato del presidente Andrés Pastrana, fue inaugurada la cárcel que pretendía acabar con el hacinamiento de las instituciones penitenciarias del país, con el pensamiento iluso de que la solución al problema de sobrepoblación penitenciaria era la construcción de más y más cárceles. 

Las 15 hectáreas que la componen están distribuidas en: dos pabellones para sindicados, dos de mediana seguridad, cuatro de máxima seguridad y un “pabellón del horror”. No existe un reporte exacto de la cantidad de presos que alberga, y el INPEC tampoco da datos confiables sobre su sobrepoblación, pero según la Defensoría del Pueblo se alcanzó un hacinamiento de 181%. Entonces, con su construcción no se solucionó el problema de las demás cárceles, sino que se sumó a la lista de penales que sobrepasan su límite de internos. 

Un diseño basado en las prisiones gringas y el apoyo del Buró Federal de Prisiones de Estados Unidos harían pensar que esta es una cárcel diferente, una en la que sí se respetan los derechos de los presos y se cumple con el propósito de estos espacios: resocializar a los delincuentes. Y sí, solo basta con recorrer los primeros metros de alguno de los pabellones para confirmar que este es diferente a los demás penales del país, lo es, es mucho peor. 

Una de las principales diferencias es que en Valledupar se obliga a los presos a bañarse todos los días, pero no se tiene en cuenta que por las llaves de las duchas no sale agua. El suministro de este preciado recurso es muy limitado; cuando están de suerte lo ponen durante 5 minutos, tiempo que utilizan no para ducharse sino para llenar botellones y llevarlos hasta las celdas. Allí, a pesar de que hay sanitario, el agua no se utiliza para eliminar los desechos del baño sino que se conserva para su consumo durante el día. Pero, ¿entonces qué pasa con los excrementos del baño? Pues sencillo, ahí quedan hasta que se tenga la oportunidad de conseguir más agua de la necesaria para beber. Otras veces hacen sus necesidades en bolsas plásticas para después tirarlas al patio, es mejor que los alrededores huelan a mierda y no la celda en donde duermen. 

Desde 2001 la Defensoría del Pueblo, reclusos o sus familiares, y ONGs han hecho innumerables denuncias respecto a la condición del agua. Cuesta creer que después de un año de su inauguración solo ha llegado agua diariamente al primer piso y esporádicamente del segundo al cuarto, pero según algunos informes de colectivos que velan por el cumplimiento de derechos fundamentales de los presos, nunca ha podido llegar hasta el último piso de la edificación. Después de veinte años  la situación no ha cambiado, los presos siguen teniendo peleas para conseguir agua, peleas que han terminado con heridos en las enfermerías y sin agua para limpiar sus heridas. 

Con el sistema de salud la situación no es diferente. Una fuente interna del penal que no quiso revelar su identidad explica que para que un preso pueda lograr ser atendido debe convencer a los guardias de que su dolencia es grave, cosa que no es nada fácil. Es común ver a un recluso deshidratado, con diarrea de varios días ocasionada por la ingesta de alimentos descompuestos, llegar a la enfermería con las muñecas sangrando porque esta es la única manera en la que los trabajadores del INPEC le permiten acudir al médico. Pero llegan allí y se encuentran con despensas vacías porque parece que los 22 millones de pesos anuales que dicen que cuesta mantener a un preso solo alcanzan para comprar acetaminofén e ibuprofeno y no para los demás elementos básicos necesarios para atender a un ser humano. 

Esta actuación de los guardianes es pan diario dentro de esas paredes grises, esto sumado a los golpes, maltratos psicológicos, humillaciones, castigos y utilización de gases lacrimógenos. Si bien es cierto que allí se encuentran unos de los presos más peligrosos de Colombia, nada justifica que en el 2002 funcionarios del INPEC hayan matado a golpes a Luis Fernando Preciado por hacer ruido dentro de su celda después de las 7, hora en la que todos deben guardar absoluto silencio. O que en 2008 Frank Herrera haya solicitado el suministro de su medicamento psiquiátrico y que los guardias hayan preferido suministrarle tres cápsulas de gases lacrimógenos dentro de su celda de dos metros de ancho por tres de fondo, lo que le hizo perder el conocimiento. 

Pero, ¿qué hace que estas conductas sean avaladas dentro de la cárcel? El caso del 2002 no es el único, esto ha ocurrido en alguno de los nueve pabellones de la Tramacúa, pero ninguno es diferente al de Javier Ordoñez, el abogado que la policía mató a golpes en septiembre del 2020 y por el cual los colombianos salieron a quemar varios CAI del país. Los disparos al cuerpo con gases lacrimógenos a los manifestantes del Paro Nacional por parte del ESMAD han sido objeto de críticas y enfrentamientos entre los ciudadanos durante los últimos meses, pero que el INPEC lo haga contra un preso no es objeto de descontento entre la población.

​​​​Y es que decidimos olvidarnos de quienes se encuentran allí encerrados, no queremos enterarnos de lo que sucede dentro de esas paredes porque muchas veces consideramos que por haber cometido un delito no merecen algo mejor. Tal vez el descontento se ha generado porque las víctimas de la Policía han sido ciudadanos que no han cometido delitos, pero esta no debería ser la justificación, finalmente quienes se encuentran viviendo en el mierdero que se esconde detrás de esas paredes de concreto merecen un trato digno porque esos violadores, asesinos, ladrones o narcotraficantes tienen algo en común con quienes nos encontramos en libertad, son seres humanos.



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