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La mujer entre laberintos de tiempo


Juan J. Mesa

Llegué a Buenos Aires cuando caía el sol, nadie se fijó en mí. A la mañana siguiente tomé un taxi hasta el número 1660 de la calle Anchorena. “¿Venís para la Fundación de Borges?” me dijo el conductor, afirmé mostrándole un ejemplar de ‘Relatos’ ‒publicado por María Kodama en 2017¬‒. “Bueno pibe, pasate por el Museo que está tremendo”. Bajé del carro en la acera opuesta.

La casa tiene dos pisos y es monocromática, revestida de forma unánime de un color crema. La planta superior tiene un balcón de columnas enchapadas y el techo imita un panteón. Parece una de aquellas casas de Prado, aunque Recoleta no es un barrio como Prado. Especulo que dentro vivió -hace muchos años- un médico dentista de renombre. El portón negro bajo la media bóveda de cañón está abierto, al entrar noto a Kodama hacia el final del pasillo, junto a las escaleras de la izquierda; me sonríe. 

Me pregunta si no tuve problemas en llegar, y yo le pregunto si trabaja todos los días desde las siete de la madrugada, “por qué no, siempre que salga un sol tan hermoso” dice. Me conduce hacia el salón, pero me detengo junto al jardín. Ella se sitúa a mi lado, y contempla las flores en silencio a través de sus lentes oscuros, de un marco dorado y forma redonda. “¿Aquí escribió las Ruinas Circulares?” le digo, “Si, vino todos los días durante una semana. Ese es mi cuento favorito, y el motivo por el que estoy enamorada de este lugar. La casa fue prácticamente un regalo de un par de admiradores, aquella fue una historia maravillosa, pero bueno, veo que usted ya la conoce”. Avanzamos.

Dispuestos ya en un sillón de cuero envejecido le entrego una fotografía, la hice yo mismo cuando fui al museo de Louvre, por lo que asoma en la toma la gorra roja de un chino, es la Victoria de Samotracia. Le pido que me hable de ella. “Esa fue la primera lección de estética, me la dio Kodama”, cuando ella usa su apellido es para referirse a su padre, japonés.
 
— Yo era una niña, quizá de cinco años, alguna vez le dije a mi padre: Kodama ¿Qué es la belleza? y él me mostró esta misma imagen que usted trajo, en mi asombro le recriminé ¿acaso la belleza no tiene cabeza?, me respondió: “Quién le dijo a usted que la belleza es una cabeza. Mire la túnica. La brisa de la mar perpetuada para la eternidad en el trazo del vestido; esa es la belleza”. 

Sonreí en silencio, pues mi viaje hasta Argentina estaba pago. “¿Repite mucho esta anécdota a sus estudiantes en la Universidad de Buenos Aires?” la interrogué. “Bueno, no tanto como en las entrevistas” contestó en carcajadas. Kodama se sienta con los pies y brazos cruzados. Su voz es tenue, dulce, habla inglés, español, francés y japonés; me cuenta que alguna vez estudió árabe con su marido, en aquellos últimos meses del Poeta en Ginebra. No hay nadie más en el salón, se me hace tímida aún para sus ochenta y tres años; es raro, porque ella ha recorrido el mundo, sola y en dueto, y la cámara -que yo ni siquiera traigo- debe ser paisaje.

Le confieso que es la primera vez que entrevisto a un famoso, se ríe. “Lo noté. Los tímidos nos reconocemos al instante”, me dice “Así conocí a Borges. Lo vi alguna vez cuando era niña, por sugerencia de un amugo de padre. Él daba una conferencia y al escucharlo sentí una profunda seguridad, si ese hombrecillo podía hablar frente a un auditorio atiborrado, entonces yo también.” Me habla de Borges, aunque no se lo mencione.

“Usted es agnóstica, qué cree que pasará cuando muera” la cuestiono. “Cualquier cosa. Me gustaría rencarnar y ser científica. En todo caso no siento miedo”. Aquello ya lo había escuchado antes, se trata de su madre -alemana y española-, su madre le enseñó a no temer, pues todas las noches le pedía que encendiera las luces de la casa por ella, así perdió el miedo primigenio, a lo oscuro. Su valentía está probada, sin duda: ha enfrentado dos acciones de repatriación -de los restos de Borges, que yacen en Ginebra-, uno proferido por la misma familia del Poeta y otro por la Sociedad Argentina de Escritores, ésta última que ha condenado reiteradamente a Kodama, entre otros, por haber llamado a Bioy Casares -íntimo amigo de Borges- traidor. Su genio disruptivo y la especulación de la gente le ha valido a Kodama ríos de tinta en los medios argentinos; no puedo yo, inclusive, dejar de preguntarme qué de ficción o drama hubo realmente en el caso Fanny, ama de llaves del Poeta, la cual demandó el testamente de Borges en el intento de probar viciada su voluntad, argumentando que Kodama lo había persuadido de hacerla su heredera universal -aparentemente en la última versión de su testamento, antes de su viaje final a Italia, Fanny era delegataria de la mitad de todo el dinero en efectivo que éste poseía-.

En el vuelo desde Bogotá escuché una entrevista que dio para la Televisión Pública de Argentina, en Cada Noche, dijo que le encantaría vivir en el espacio o ir a marte; pero que se trataba de un sueño imposible -muy costoso-.

Kodama no prescribe, realiza muy pocos juicios generales; todas sus opiniones las da siempre mediante relatos de su propia vida; es como atender a un cuentero, no, más bien a una tarde de historias de la abuela. Todas me cautivan con intriga, así sucede cuando me comenta la vez que voló con Borges en un globo aerostático -al viejo, por viejo, no lo iban a dejar abordar- o aquella vez en que cayó de un pino que escalaba con su padre, habiéndole éste antes advertido que a esa altura podría morir. No me da consejos, no obstante, cada cosa que dice la explica. Con tanto para decir creo que podría haber escrito un par más de libros.

Así, que le pregunto por lo que lee. “Tragedias griegas. Los griegos hicieron la expresión más fina del género humano”, comenta. Puedo suponer que conoce al detalle la obra de Sófocles, y que habrá visto en Edipo el sufrimiento humano del infortunio y en Electra la redención última de la justicia por la empeñada devoción; de Filóctetes conocerá cómo el deber y la verdad riñen en la mente del sujeto; y lo sé porque ello queda manifestado en su libro más reciente, donde Kodama retrata a un guerrero Samurái erráticamente atrapado en entre la pasión y la tradición, del mismo modo que otro coro de personajes, como la Infante en Busca del Cielo, que, desde su nimiedad, dan cuenta de los problemas universales del ser humano.

Luego agrega, “La literatura es fundamental, pues te sumerge en mundos que, por fortuna, no tenés que vivir. De eso aprendemos”. Los treinta minutos que reservó para mí se han acabado, todavía tengo en mi libreta medio centenar de preguntas. Un hombre de camisa amarilla y pantalón blanco espera en la entrada del salón, le hace unos gestos en silencio indicando que es tiempo de irse. Kodama se pone de pie y me tiende la mano. 

– Ya me voy. Podés quedarte en la fundación todo lo que querás, es tuya.

Le agradezco por su tiempo, ambos sonreímos y se marcha. Kodama del japonés se traduce en eco.

Me quedo organizando mis apuntes sentado en el suelo, viendo al patio. Kodama tiene el cabello pálido, pero conserva el mismo corte de su juventud. Antes de haber venido era esa las fotos que más veía en internet, de cuando paseaba de gira por el mundo con Borges. La profundidad del color de su cabello -negro- era sólo comparable con la noche sin luna, su figura era esbelta y fina, su sonrisa, sol en todos los idiomas. Dicen que fue su belleza lo que cautivó el amor del Poeta. Sólo puedo pensar en la última historia que relató para mí, justo luego de hablar sobre la literatura:

— Él y yo estudiábamos el anglosajón. Yo tenía poco más de dieciséis años y en cualquier charla le dije: la traición siempre se paga, y Europa traicionó; cambió la razón y el panteón por las plegarias arrodilladas y un Dios cuyo primer mandamiento es ‘no tendrás otro Dios más que yo’, principio de toda dictadura. Él me miró desconcertado, y consultó si yo había leído a Nietzsche, pero no era el caso. Entonces comentó “usted acaba de expresar aquello que Nietzsche tuvo que decir en todo un libro” Muchos años después me confesó que esa tarde se enamoró de mí. 

Cerré la libreta marrón de pasta en madera. Salí de la sede de la fundación cuando se alzaba el sol. Nadie se fijó en mí.