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La política del silencio

Antonio Gómez

¿Por qué guardar silencio puede ser un acto revolucionario en la actualidad?

Este es un artículo paradójico. Un artículo más, de un medio escrito más, que se dedica a hacer más bulla de la que ya existe en los medios de comunicación, pero un texto que tiene el objetivo de defender el silencio. Las mujeres en los últimos años se han encargado de darle lecciones de política a la civilización occidental, pero lecciones no exentas de matizaciones y divergencias. Entre el aburguesado Movimiento #MeToo y las masivas y populares marchas del 8M hay diferencias de tiempo, contenido y contexto. El hecho es que en esos diferentes contextos aparecen dos mujeres de las que me interesa hablar acá.

La política del silencio es a la vez sujeto y objeto. Las políticas del silencio como sujetos que en este caso me interesan son: Emma González y Claudia Morales. La primera es una mujer de 18 años que sobrevivió el 14 de febrero de 2018 al tiroteo ocurrido en la escuela Marjory Stoneman Douglas en Florida, Estados Unidos, en el que Nikolas Cruz, de 19 años, mató a 17 personas. Muy pronto se convirtió en una de las abanderadas del movimiento estudiantil que se formó tras la masacre y cuyo objetivo era reclamar un control de armas más estricto en su país. En menos de un mes organizaron una movilización masiva para el 24 de marzo de ese mismo año llamada la Marcha por Nuestras Vidas, en la cual González pronunció un discurso que parecía evocar la obra musical 4’33” de John Cage, que consiste, como su nombre lo indica, en cuatro minutos y treinta y tres segundos de silencio. Su discurso fue un no-discurso, un silencio de seis minutos y veinte segundos, el mismo lapso de tiempo que tardó el asesino de su escuela para matar a 17 compañeros suyos.

El 19 de enero de 2018 la reconocida periodista colombiana Claudia Morales publicó en el periódico El Espectador, una columna de opinión llamada Una defensa del silencio. En ella se atreve a decir por primera vez públicamente que uno de sus antiguos jefes la había violado, pero no dice el nombre del victimario. No lo dice y no lo dijo anteriormente por miedo, porque sabe que es un hombre poderoso al que los escándalos, según ella, no lo afectan, y porque sabe que la sociedad colombiana es una sociedad acostumbrada a revictimizar. Su columna parece tener un sentido terapéutico, pero también denuncia ese silencio impuesto por la sociedad al que se tienen que acoger las mujeres tras casos de violación, para seguir con una vida normal sin que nadie las juzgue.

La política del silencio como objeto. Emma González y Claudia Morales tienen algo en común y es que alzaron la voz para posteriormente callar. Vivimos en una sociedad donde el mandato es comunicar, mediante historias (Instagram), fotos (Facebook), textos (WhatsApp), videos (Youtube) u opiniones (Twitter). El silencio se ha convertido en algo abominable. No es casual que un director de cine como Quentin Tarantino, que retrata de una manera genial la violencia, se caracteriza por sus extensos y pormenorizados diálogos. Al violento le encanta lo amarillista y lo explícito. Como las películas de acción en las que los agentes de inteligencia quieren romper el silencio del enemigo con torturas, así mismo la sociedad quiso sonsacarle el nombre del violador a Claudia Morales.

En ese sentido las tecnologías digitales resguardan un sentido profundamente católico. Así como los católicos creen que la creación del mundo y de todo lo existente pasó necesariamente por la palabra de Dios, de la misma manera ahora creemos que para que algo exista tiene que pasar por los códigos audiovisuales de los medios de comunicación. No hay lugar para el decir callando (mística) ni para el mostrar ocultando (erótica).

No se trata de retornar a una especie de medioevo en el que el cultivo del ser humano, encerrado en un monasterio, tenía como objetivo una conexión máxima e íntima con Dios, sino más bien de reconocer que hay momentos de la vida que simplemente no se pueden comunicar ni encerrar dentro de categorías lógicas o palabras. Dejar de decir cómo es el mundo y reconocer que simplemente el mundo es. Recordar el aforismo de Wittgenstein: “De lo que no se puede hablar, es mejor guardar silencio”, que no es lo mismo que decir que el mundo no se puede expresar, mediante la música o la poesía, o apreciar con intuiciones o sentimientos, por poner algunos ejemplos. Y tampoco se trata de una crítica conservadora a la pornografía, sino de denunciar una sociedad pornográfica donde todo tiene que salir a relucir en primer plano o tiene que ser, como diría el filósofo coreano Byung-Chul Han, hipervisivilizado.

Lastimosamente, la contravía al totalitarismo de la palabra y la imagen suele nacer tras experiencias traumáticas. Hay que recordar la manida frase del filósofo alemán del siglo XX Theodor Adorno: “Después de Auschwitz escribir poesía es un acto de barbarie”. Puede ser un deber político y judicial comunicar el hecho, pero es una injusticia elemental, pues la violencia suele ser tan mórbida que su reducción al nombre del victimario o al relato judicial y periodístico invisibiliza eso indecible, incomunicable e irrepresentable de la experiencia de las víctimas. Si el violento los reduce a objeto, el lenguaje los reduce a un caso más de los que se habla en los medios. En otro contexto, el libro de Piedad Bonnett Lo que no tiene nombre, es bastante sugestivo, pues este libro es la narración de la experiencia de Bonnett alrededor del suicidio de su hijo. Pero es una historia que de antemano reconoce, no tiene nombre, pues relata un acontecimiento traumático del que sólo puede surgir el silencio.

Mujeres como Emma González y Claudia Morales tienen mucho más para decir que el ruido que producen en los medios los políticos de turno. Si el mantra de las sociedades contemporáneas es que “una imagen vale más que mil palabras” el de estas dos mujeres es que “un silencio vale más que todo lo anterior”.