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La promesa

LA PROMESA

Pablo Patiño

Camilo se despertó con el mismo sentimiento de todas sus mañanas durante el último año y medio: la renovada seguridad de estar casado con el amor de su vida. Cuando él abría los ojos antes que ella, la observaba desnuda a su lado, pegados a pesar de la amplitud de la cama, cada uno con un brazo en una posición extraña, que en los primeros días de matrimonio les había causado a ambos una molestia muscular de la que se sentían orgullosos. Cuando ella abría los ojos antes que él, lo observaba bajo las sábanas, sin descobijarlo, jugaba un poco con los pocos vellos de su pecho y le sostenía el miembro, sin presionar mucho, como atándose a él para que el sopor de la mañana no se la llevara flotando al abandonar la habitación. Ese día, luego de su rutina de admiración, Camilo se movió sobre ella y se bajó de la cama, desnudo fue a la cocina y comenzó a cocinar el desayuno para ambos, absteniéndose de la música para no despertarla. A las nueve ella entró a la cocina, desnuda también y saludó al marido con un «hola» que hubiera parecido signo de seriedad si no le hubiera seguido un beso de ventosa sin lengua.

Desayunaron, y aunque ella hubiera deseado hacerlo sola, decidió consentir a su marido y se bañó con él. No es que la bañera no fuera espaciosa, sino que ella había descubierto pronto en la convivencia, que la incomodidad del baño juntos era preponderante al erotismo de la compañía. Se bañaron aunque ella pensaba volverlo a hacer, sola, en cuanto él saliera a comprar el mercado para la casa, porque sabía que no quedaría realmente limpia de aquella lluvia con el esposo. Luego, mientras ella continuaba retozando en la cama, aún mojada, él se vistió despacio, anotando todo lo que necesitaban. Las órdenes estatales del encierro a raíz del brote de coronavirus, le permitían a él salir los viernes y a ella los lunes. Tomó las llaves, y antes de irse, agarró un papel arrugado que tenía en su mesa de noche y le leyó el poema inédito que había creado la noche anterior antes de dormir, el número doce de los cuarenta que tenía planeados escribirle:

Estar sin ti no sería quedarme solo
Es quedarme sin vida.
Cualquiera vive sin pareja,
Pero no cualquiera vive sin vos.
Conocerte es la verificación de que no se puede vivir sin amor.

Y ella, a pesar de continuar creyendo poco práctico el ducharse con él y de haberle escuchado recitar poemas parecidos, mejores o más mimosos desde que lo conocía, sintió cómo el amor de esa mañana se le despertó tarde, y lo besó, se le pegó al cuerpo, sintió la levadura de su esposo crecer abajo del ombligo y le pidió que le repitiera la promesa.

—Nunca te voy a dejar, lo prometo—, dijo él, mientras colocaba la llave en la puerta, pero antes de que sonara el mecanismo, volvió la cabeza hacia ella que se empezaba a perder por el pasillo y le gritó.

— ¡Evaluna! ¿Y si esperamos otros días? Aún tenemos mucha comida, tú podrías ir el lunes… quiero estar contigo.

Ella, aún saboreando los labios de su esposo y las palabras del poema, le respondió con una sonrisa de sorpresa y aceptación. Él dejó las llaves pegadas a la puerta y se abalanzó sobre su esposa.

Se conocían desde los doce años, la vida les había dado el regalo de conocer el amor desde la infancia. Crecieron con errores paralelos, mandándose con sus padres regalos con chocolatinas de conejos y cartas escritas en hojas cuadriculadas de cuaderno. Él aprendió a tocar el violín para convertir las canciones de moda a versiones clásicas y ella lo colocó en todas sus fotos de los quince años como si fueran las de la boda. En una madrugada, Camilo llegó a la casa de su novia cándida y desplegó en la calle una sábana doble con el mensaje bochornoso escrito en letras de vinilo rojo que decía: «Te amo Evaluna, hasta el Sol, hasta la Luna». El cual le pareció, en el momento, el mejor juego de palabras y el regalo de un romántico precoz. Salieron de colegios distintos pero se decidieron por la misma universidad, eligiendo carreras que sabían largas e interminables. Y a mitad de estas decidieron, con una propuesta estrambótica y quisquillosa, casarse a los veintidós años. Él dejó la universidad y pidió un puesto simbólico en la empresa olvidable de su padre y ella empezó con un deseo de incursionar en el mundo de la moda, impulsado por un desconocimiento inocente del mundo de los negocios.

Viajaron de Bogotá a Ciudad Juárez, compraron un apartamento amplio que quedaba frente a una casa habitada algunos años por el cineasta Luis Buñuel y que nunca era visitada por turistas. Allí iniciaron una vida de amores despreocupados, paradigmáticos, cocinaban poco, trabajaban poco, pasaban los días disfrutándose y dando muestras a cualquiera que los conociera, de un hogar que se regía sin economía bajo el aire del amor juvenil. La pandemia los encerró como a tantos amantes. Él había decidido aprovechar el tiempo muerto para enriquecer sus tácticas de conquista. Sacó el violín que no usaba desde las serenatas de prepúber y buscó una libreta limpia para iniciar con la cuarentena de los poemas. Cronometraba las idas al baño de su esposa o sus largas siestas de las tardes para ensayar las canciones o recomponer sus versos, y ella, aunque nunca lo encontró en medio de los ensayos, no era insensible a las mejoras de su esposo.

Antes del matrimonio, sus cuerpos habían tenido momentos de animales, pero siempre habían estado vestidos, respetando otra de sus tantas promesas, la de entrar en el mundo de la intimidad corporal juntos. Y supieron esperar, tenían la paciencia de creer ser el destino del otro. Pero en el año y medio que llevaban de casados no habían pasado un solo día sin tocarse, sin descubrir otra vez el cuerpo desnudo del compañero, sin apretar una coordenada sensible o besar un sexo. El día que Camilo decidió no ir a mercar, se desnudaron como en la noche de bodas y se dedicaron a hacer y deshacer el amor, a punta de martillazos de pelvis y gemidos que se atornillaban a la piel. Y cuándo él se quedaba sin recursos, se colocaban en los extremos de la cama y se observaban mientras sus cuerpos recuperaban fuerzas y tomaban agua del ambiente. Él le miraba ese cuerpo pequeño, con sus tetas puntiagudas, el sexo abultado y moreno y el cabello sobre los hombros, sucio por el sudor que se alienaba con los pezones. Ella encontraba desde su esquina a un hombre con una musculatura enorme y natural —no le había visto nunca hacer ejercicio— una barba pueril como una plantación sin futuro y le cosquilleaba el paladar al ver palpitar la sangre cruda en la morcilla dormida entre los muslos. Así pasaron sus horas desde el viernes hasta el lunes, el día de salida de Evaluna. Se bañaron juntos, luego, mientras él retozaba mojado en la cama y ella se vestía despacio, llegó a la puerta y esta vez fue ella quién sorprendió al marido. —Tampoco quiero dejarte solo, podemos aguantar otros días. Él reaccionó lanzándola sobre el colchón y desenvolviéndola de la ropa, comiéndose los frutos que ella le ofrecía en sustitución de los que no había salido a comprar. Los días exprimieron la rutina. Una mañana corta y de pasos largos, un almuerzo de ensayo y error, unas tardes de canciones escondidas y faenas sexuales hasta que ambos sentían hambre en la noche, donde se bastaban con cualquier plato frío que les redujera al máximo el tiempo fuera de la habitación. Llegó el siguiente día de permiso y Camilo realizó el mismo procedimiento: el baño, la mujer mojada, la vestimenta pronta —aunque aquel día no se puso zapatos— y la duda momentánea en la puerta. Tocó la llave, le saboreó el cobre con los dedos y la dejó ahí, sin moverla un ápice, la esposa seguía en la cama, él regresó a ella, la miró con los ojos perdidos en sus gotas, se comenzó a quitar la ropa sin el espectáculo de los días anteriores y le dijo las últimas palabras que se iban a decir en aquella casa: «me quedo». Las comidas comenzaron a hacerse cada vez más menudas. Los desayunos fueron los primeros días, un huevo para cada uno con una arepa y una taza de café. Luego fueron un huevo para ambos y media arepa y un café más cristalino. Se levantaban muy tarde para no almorzar y en las comidas empezaron a partir horizontalmente las tajadas de pan para sacar otro pan de cada pan. Los dientes comenzaron a usarse más para sonreír en códigos de luces blancas que llamaban a la cama que para comer. Y allí seguían haciendo el amor como si cada uno comiera en sus sueños guacales de gallinas criollas con todos los huevos puestos en sus vidas y costales de carnes sazonadas con pimentones del tamaño de corazones de vaca. Pero la comida de los sueños no era suficiente para subsistir.

Comenzaron a tener discusiones tácitas sobre quién debía comer más y se tardaban horas en las comidas porque él cortaba pedazos de rompecabezas para dejarle más a ella. Y ella masticaba sus pedazos treinta veces por un lado y treinta veces por el otro para retar su paciencia y obligarlo a meter el tenedor en plato. Empezaron a sentarse a la mesa con disgusto, sin mirarse a los ojos, cada uno trinchando un pedazo y forzándolo en la boca del otro. Él dejó de ensayar violín a escondidas porque sentía que le faltaba la fuerza suficiente para que el arco le cortara tajadas sonoras al instrumento y ella sentía ganas de vomitar, aunque fuera aire, con cada estocada que él le propinaba en la cama, ignorando su anatomía y preocupada de que alguno de esos espadazos pudiera perforarle el estómago que comenzaba a tersarse. Detuvieron las duchas compartidas porque sentían el agua caer con demasiada presión sobre sus cuerpos. Todos los días pretendían salir, pero cada vez que intentaban darle vuelta a la llave que había quedado pegada en la puerta, algo se los impedía, como si supieran que al otro lado de la puerta solo estaba el amante desnudo esperando el recibo o el depósito. Seguían haciendo el amor para sentirse alimentados de algo, rellenos de alguna carne y saboreando un labio dulce o una axila salada. Cada uno llegó a un quiebre en momentos distintos, para ella fue cuando lo vio comiendo uno de sus poemas detrás de una puerta, para él fue cuando despertó con las marcas medialunadas de unos dientes en su nalga derecha.

Ambos tuvieron la misma idea. Sin decir palabra, sin rebuscar sobras, sin recalentar la olla del tinto hasta desprenderle la lata del asiento. Se miraron a los ojos, se tomaron de la mano y se dirigieron al baño. Colocaron el agua en el punto más caliente posible, el chorro los lanzaba contra el fondo de la bañera pero se sostenían de las manos, las cuatro piernas temblando, y cuando se sintió el olor a cuero cocinado, se soltaron las manos, dejándose caer, rompiéndose el cuello de clavo de canela, dejando el cuerpo en la sopa de cuerpo que se calentaba en la bañera, el sobreviviente corriendo, con las carnes desprendiéndose hacía la puerta, girando la llave con sus últimas fuerzas y saliendo del apartamento para morir afuera, solo.