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La voz del científico

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Pablo Patiño


En alguna ocasión, reunidos los dos importantes físicos Paul Dirac y Robert Oppenheimer, el primero, al notar el tiempo que el segundo pasaba aprendiendo otros idiomas y leyendo la más subterránea poesía, le dijo:

“No entiendo cómo puedes ocupar tu tiempo en eso. La ciencia trata de explicar algo que nadie sabía antes, en palabras que todo el mundo pueda entender. La poesía busca lo contrario”

Tal vez Dirac también estaba equivocado al darle a la ciencia ese carácter de entendimiento universal. Aunque es claro que se logran lenguajes como las matemáticas y símbolos o fórmulas simplemente reconocibles por todos los sentidos, la ciencia continúa siendo un objeto extraño, al mismo tiempo luminoso y oscuro. Podríamos decir que una operación matemática sencilla, una formula práctica como una regla de tres es como conocer un refrán o un corto aforismo, pero existen teorías, fórmulas, teoremas que se convierten en los poemas más intricados y difusos.
 
Oppenheimer no fue, más allá de las distancias de sus salones de clase, un divulgador de masas. Era un motivador de la ciencia para sus alumnos, sus colegas y en un caso más criticable hoy en día, para su gobierno y su proyecto bélico. Pero… ¿divulgador? No. Aún existiendo en aquel tiempo la radio y la televisión —el presidente Truman presentó por televisión la bomba atómica— podemos decir que Oppenheimer no aprovechó estos medios y no fue un divulgador, así como tampoco lo fueron:

Ni Einstein, ni Kepler, ni Copérnico, ni Descartes, ni Pitágoras, ni Darwin, ni Tesla, ni Mendeléyev, ni Pascal, ni Newton, ni Fleming, ni Pavlov, ni Pasteur, ni los Curie, ni Volta, ni Heisenberg, ni Turing, ni Galileo, ni Arquímedes, ni Schrödinger, ni Dalton, ni Patarroyo, ni Graham Bell, ni Freud, ni Planck, ni Gay-Lussac, ni Hertz, ni Hooke, ni Ramón y Cajal, ni Llinás, ni Landsteiner, ni Gauss, ni Fibonacci, ni Leibniz, ni Marconi, ni Hubble, ni Franklin, ni Fermi, ni  Villard, ni Halley, ni Roetgen, ni Bohr, ni Lewis Carroll, ni Galton, ni Nobel, ni Bernard, ni Lodge, ni Ford, ni de Fermat, ni E.O. Wilson, ni Pearson, ni Koch, ni Ochoa, ni Witten, ni Erdös, ni Hipatia de Alejandría, ni Rosalind Franklin, ni McClintock, ni Meitner, ni Hahn, ni Frisch, ni Martenot, ni von Neumann, ni Szilard, ni Levi-Strauss, ni Wegener, ni Florey, ni Leavitt, ni Milgram, ni Boyle, ni Pincaré, ni Matzinger, ni Hardu, ni Albert Hoffmann, ni Teller, ni J.J. Thomson, ni Milankovich, ni Lavoiser, ni Penfield, ni Nicolle, ni Morse, ni Demócrito, ni Tonegawa, ni Brahe, ni Urey, ni Butenandt, ni Diels, ni Golgi, ni Brenton Huggins, ni G. Edwards, ni Baptitse, ni Cuvier, ni Hutton… 

Son científicos, los más grandes, los más importantes, los más reconocidos, pero no son divulgadores. Es esta una afirmación espinosa, pero no difícil de defender desde un punto sencillo. Son creadores, son los que han estado por cientos de años descifrando el universo, nuestros suelos, nuestros cuerpos, nuestras mentes, pero más allá de sus círculos y de los obvios y directos espectadores o usuarios de sus logros —de nuevo, moviéndonos con cuidado con estas palabras— podríamos decir que son desconocidos para el ciudadano común. Y eso no está mal. La ciencia de cierta manera no puede escapar a un hermetismo para aquellos profanos a tan diversas materias. 

Sin embargo, la divulgación, la difusión es un movimiento que toda ciencia debería tener como una de sus finalidades. Divulgar es contar al pueblo, al vulgo. Difundir es expandir, bañar un campo en semillas. Ser profetas, mensajeros, comunicadores de unas verdades plausibles. 

Por esta razón no hay problema al afirmar que todos aquellos científicos que mencionábamos no son divulgadores. Puede ser que estos sean trabajos distintos. Por un lado la creación, el hallazgo, la comprensión y por el otro, el relato, la decantación de la información, la sencillez, ser el puente entre el público, el pueblo, y la élite, el conocimiento. Trabajos distintos, para personas distintas y por medios distintos. Alguien podría argumentar que la academia del premio Nobel hace una labor de divulgación, tal vez, la más grande el mundo. Pero ¿estamos realmente al tanto de los logros de los ganadores? Sí, la academia presenta a los galardonados al lado de la razón por la cual son elegidos: una trayectoria formidable, un hallazgo crucial, una solución a un problema de la humanidad. Pero, más allá de estos ¿sabemos en verdad la magnitud de estos logros? Debemos de cierta manera tragar entero y creer que lo que nos cuentan es una verdad y que ellos sí la realizaron y que todo el esfuerzo vale la pena —como el premio—. Y sí, la academia televisa el evento anual pero… ¿hasta qué punto?

Es innegable que la difusión de cualquier objeto artístico o científico está directamente relacionado a la disponibilidad de medios, económicos o prácticos, para esta labor.  Existen barreras de idiomas, de teorías, conocimientos, números, signos y hasta políticas. La alfabetización y sus beneficiarios es un buen ejemplo, no es lo mismo presentar un libro en un país como Cuba que en un como Sudán del Sur. 

Es aquí donde se justifica la existencia de personajes exclusivos de las tareas de difusión. Programas fácilmente reconocibles por todos los públicos —de los países favorecidos— y que han tenido una larga historia de re-entrega del conocimiento. Carl Sagan y Neil deGrasse Tyson con sus Cosmos, los científicos detrás de la Voyager y su difusión de conocimiento a otros mundos. Los Best Sellers de Stepehn Hawking y Yuval Noah Harari. Los programas de televisión de zoología de Steven Irwin. Los premiados documentales marítimos de Jacques Cousteau. La experimentación de Bill Nye. La enseñanza práctica a millones que realizan figuras como Julio Profe. La pronosticación y chispa inicial de Julio Verne. La literatura de Arthur C. Clarke e Isaac Asimov. La física del entretenimiento de Jamie Hyneman y Adam Savage en su Cazadores de mitos. Y las labores de otros como Attenborough, Grima, Hyneman, Rodríguez de la Fuente, Dawkins, Cox, Feynman y Hofstadter. 

Estos son —además de científicos— divulgadores, la otra cara de la moneda.