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Mil vidas marchando

Eliana Tabares Sánchez
etabares@eafit.edu.co
Edición 217


Sin saber cuánto se va a lograr, ni qué viene después; más allá de la rabia y de la indignación, mientras Colombia siga como va, hay que seguir marchando.

Era 1953 estaba comenzando mi segundo semestre como estudiante de Derecho en la Universidad Nacional, iba saliendo de mi clase de Constitucional mientras en las calles se comentaba que el General Rojas Pinilla había dado un golpe de Estado, justo un año antes de que se terminara el periodo presidencial de Laureano Gómez. Vivimos cinco días de incertidumbre hasta que el 18 de junio, el día de mi cumpleaños número 19, la Asamblea Nacional Constituyente lo legitimó como el nuevo presidente. Un año más tarde sería esta misma corporación la que se encargaría de reelegirlo hasta 1958.

Este segundo periodo estuvo lleno se sangre y represión: clausuró periódicos como El Tiempo y El Espectador y el gobierno emprendió una persecución religiosa contra el protestantismo. También experimentamos un acoso a diferentes líderes políticos, lo que se tradujo en múltiples asesinatos por parte de las fuerzas públicas.

Fue por esto que los estudiantes decidimos unirnos para manifestarnos en contra del gobierno, sin saberlo, los Liberales y Conservadores se habían asociado para planear un paro nacional para julio o agosto de 1957; simultáneamente, el Cuartel General de la ANDI y los banqueros también lo hacían. Pero a medida que iba pasando el tiempo, Rojas Pinilla se volvía más tirano y era posible que la Asamblea Nacional Constituyente lo reeligiera nuevamente. Para asegurar que esto se consiguiera, puso en detención domiciliaria al candidato que habían elegido los partidos políticos tradicionales para enfrentarlo en las siguientes elecciones. Fue esto lo que nos dio a entender que no podíamos esperar dos meses para hacer un paro nacional, el cambio para el “único país de Latinoamérica sin dictadura” estaba a la vuelta de la esquina.

El 5 de mayo, los periódicos más importantes dejaron de circular, salimos a las calles cientos de colombianos a gritar: “li-ber-tad - botas-no - un-civil”. Recuerdo que nos estábamos manifestando cerca de una iglesia en Bogotá en la que nos refugiamos cuando llegó la Policía Militar a dispersarnos. Adentro se celebraba una misa y cuando el padre levantó el cáliz, se escucharon dos explosiones y los gases lacrimógenos pusieron a llorar hasta a los santos. Luego se escuchó una tercera bomba que venía de la voz del padre, quien gritaba: “maldito sea el tirano. Maldito sea el hombre que ha llevado al país a esta situación”.

Con el paso de los días las revueltas se fortalecían, los bancos habían cerrado sus puertas y el paro económico e industrial ya se había extendido a Medellín, Cali, Manizales y Barranquilla. El 8 de mayo, cuando todo Colombia estaba revelando su descontento con el déspota, se presentó ante el pueblo en una alocución presidencial, desconectada de sus personas, en la que en vez de acercarse a esos ciudadanos inconformes y de tratar de solucionar el conflicto, anunció su reelección.

Esto desató nuestra furia, nos sentíamos frustrados, pisoteados por el presidente y por la Asamblea Nacional Constituyente que le alargó la presidencia un periodo más. Cuando nos sentíamos derrotados, los altos mandos del Ejército Nacional se reunieron para llegar a un consenso y así lograr la salida del General. Pasada la media noche del 9 de mayo, entró el Comandante Rafael Navas Pardo al despacho presidencial y le dijo: “Mi general, usted debe salir del país, las cosas no pueden seguir así”. Después de varias horas de conversación, él accedió a lo que le estaban solicitando y procedió al nombramiento de una Junta Militar, para que se encargara de gobernar hasta que se eligiera un nuevo presidente.

El mejor momento del mes fue el 10 de mayo, a las 9:30 de la mañana, cuando por radio se emitió el comunicado del Presidente informando al pueblo que se retiraba de su cargo para evitar más derramamientos de sangre, a pesar de que en los diez días de conmoción, por orden suya, ya se habían ejecutado más de cien personas. Las calles no quedaron vacías, nos unimos una vez más para celebrar nuestro triunfo colectivo.

De nuevo nos estábamos dando cuenta de que si uníamos fuerzas, éramos capaces de transformar al país, llegar a la cabeza del poder y decirle al oído: no queremos más. Como cuando derrocamos la dictadura de Rafael Reyes en 1909.

Recuerdo que después de la Guerra de los Mil Días y la separación de Panamá del territorio colombiano, habíamos quedado debilitados administrativamente, estábamos atrasados en el tema vial y nuestra moneda estaba depreciada respecto de las de otros países; para remediar esto, Rafael Reyes, presidente electo para el período comprendido entre 1904 y 1909, impulsó obras públicas como carreteras y ferrocarriles, creó nuevas industrias y se preocupó por saldar la deuda externa.

Pero cuando todos pensábamos que por fin las cosas iban por buen camino, comenzó a desarrollar sus ideas de “Orden y Progreso”, lo que lo llevó a disolver el Congreso y a reemplazarlo por una Asamblea Nacional Constituyente. En menos de un mes ya había dictado diez actos legislativos, dentro de los que suprimió cargos como el del vicepresidente, el Consejo de Estado y reformó la Constitución para que su gobierno se prolongara hasta 1914. Nuestro presidente se había vuelto un dictador.

Fue por esto que en 1907, mientras daba un paseo por Bogotá con su hija, trataron de asesinarlo, sin obtener el resultado esperado. Su respuesta ante esto fue ordenar la captura de quienes habían realizado el atentado y el 5 de marzo llevarlos hasta el punto de donde habían disparado y ejecutarlos uno a uno. Al ver estos hechos, mi única reacción fue unirme al movimiento estudiantil de los trecemercistas, no podíamos permitir que este dictador nos siguiera gobernando. El 13 de marzo de 1909 nuestro grupo aliado con la Unión Republicana, conformado por Liberales y Conservadores, marchó en Bogotá contra el dirigente. Y después de varios días de revueltas, logramos que el 4 de junio presentara su renuncia.

Pero de todas las movilizaciones en las que he estado, la que más disfruté fue la de 1964; esta vez no marchábamos para exigir la renuncia de un presidente, sino la del rector de la Universidad Industrial de Santander porque estábamos en desacuerdo con el manejo que él le estaba dando a la Universidad.

Llevábamos varios días en paro y nuevamente nos iban a cancelar el semestre. Mis papás estaban muy bravos porque me estaba atrasando mucho en mis estudios como Ingeniero Eléctrico, ya debería ir en quinto semestre pero, por los paros, estaba en tercero. Y sin importar lo que ellos dijeran, el 7 de julio de 1964, con 27 compañeros más, emprendimos un viaje a pie desde Bucaramanga hasta Bogotá, queríamos hacernos sentir y al parecer esta iba a ser la única manera de lograrlo.

Caminamos aproximadamente 500 kilómetros. La ruta que hicimos recorría tres departamentos: Santander, Boyacá y Cundinamarca; en carro se toma nueve horas, nosotros nos tardamos 14 días. En la maleta, la única comida que llevamos era pan y panela, pero nunca pasamos hambre: en cada pueblo que visitamos los restaurantes nos tenían comida preparada o las señoras nos invitaban a sus casas para comer algo y descansar un poco.

No queríamos que nuestra marcha tuviera apoyo político, también queríamos que fuera pacífica, la idea era evitar enfrentarnos con la Policía o con el Ejército, pero nos vimos enfrentados a los residentes de Cite, un corregimiento de Barbosa, quienes en la entrada del pueblo nos lanzaron piedras, lesionando a tres de nuestros compañeros. En Tunja tampoco nos recibieron de buena gana, el Alcalde dio la orden de que nadie nos podía dar comida y tampoco nos podían dejar dormir en sus casas. A diferencia de ellos, en Bogotá nos recibieron 500.000 personas con pañuelos y flores blancas en la plaza Bolívar y también estaba el presidente para darnos la bienvenida a la ciudad.

Nosotros lo que buscábamos era cambiar al rector y paralizar Bucaramanga, pero lo que lo ganamos fue más reconocimiento para la universidad y paralizar todo Colombia.

Los años pasaron, ya estaba cansado de que fueran necesarias las marchas para que el gobierno de turno nos escuchara, me sentía como un monje que cree que si se flagela, Dios lo va a escuchar. Estaba derrotado pero miraba al pasado y me hacía consciente de que el país que tenía era gracias a las largas horas de caminatas bajo el sol, a los bloqueos que hicimos en las vías principales y a los enfrentamientos con la Fuerza Pública, así que sentía que no podía parar, que tenía que seguir viviendo mis mil vidas marchando.

Y el momento de volver a salir a las calles había llegado, era 13 de septiembre de 1977, la inflación superaba el 45%, los desempleados habían aumentado considerablemente, al igual que el impuesto a los productos de primera necesidad. Faltaban pocas horas para la media noche cuando se comenzó a sentir el sonido de la pólvora, la señal que daba inicio al gran Paro Cívico.

Al siguiente día, me despedí de mi esposa y de mis dos hijos muy temprano. Con mis compañeros del sindicato acordamos encontrarnos a las 8 de la mañana. Cuando los vi, en sus rostros se veía un brillo de esperanza, sentíamos que esta vez no le íbamos a hablar a un dios sordo.

Cerramos las principales vías de Bogotá, pusimos clavos, vidrios rotos y llantas encendidas para que los carros no pudieran pasar. El 95% de los trabajadores no asistieron a sus puestos de trabajo y el 90% del comercio no abrió sus puertas. Esta vez no estábamos parando contra del presidente o de un partido político, sino contra un sistema laboral que estaba siendo dirigido en contra del pueblo.

En esta ocasión pedíamos jornadas laborales de ocho horas para todos los trabajadores, la fijación de un salario mínimo y el aumento salarial porque el costo de vida estaba muy elevado. Y el gobierno nos respondió con represión: tuvieron que habilitar el estadio El Campin y la plaza de toros La Macarena para albergar a todos los detenidos que se derivaron de los cinco días de protestas. Se reportaron más de 30 muertos y 500 heridos, esto sin contar el resultado de las batallas campales que se vivieron en otras ciudades. No logramos un resultado inmediato, pero un año después el salario aumentó en 9%, la tasa de desempleo se redujo casi a la mitad y esto generó un aumento en el PIB.

He sido estudiante universitario, trabajador, desempleado, profesor y pensionado, en todas mis vidas me he manifestado contra el gobierno porque siempre he querido mejores condiciones para mí y mis compañeros de lucha. Quiero que el gobierno reflexione, reverse y enderece su curso porque aspiro ver a Colombia como una nación grande, que respete los derechos de los ciudadanos y que vele por el bienestar común. Sé que muchas marchas quedan de ahora en adelante y sé que algunas veces no nos van a escuchar, pero espero que no desfallezcamos en la lucha y que sigamos siendo un pueblo que camina hacia adelante, aunque tengamos un gobierno que camine para atrás.