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No es solo un piropo

Mariana Hoyos Acosta
Mhoyosa3@eafit.edu.co 


El acoso sexual en las universidades es un problema que no puede seguir escondido, archivado en los papeles de alguna oficina o en los chismes de pasillo. Hay que hablarlo porque ya es hora de que los acosadores se sienten en la norma. Esperen, ¿cuál norma?

Mientras usted lee este texto - digamos media hora- dos niñas serán violadas, una mujer será víctima de alguna agre-sión sexual, cientos se quedarán calladas y decenas de casos quedarán impunes. En Colombia nos violan más, nos pegan más y nos maltratan más que a los hom-bres, pues el 76% de los casos de violen-cia de género son contra la mujer. 
“Si le respondes a los morbosos en la ca-lle, quedas peor tú que ellos”, me dijeron alguna vez, como si lo vergonzoso fuera que yo me hiciera respetar y no que otro me hiciera un comentario morboso. ¿Cuál es el mensaje? Mejor quédese callada y sonría dulcemente como si no la hubiera incomodado. Déjelo pasar y resígnese. 

En este país machista los acosos sexua-les están profundamente arraigados y na-turalizados. Generación tras generación hemos bailado y cantado el maltrato. No solo está en el reggaetón, también en las baladas, en el vallenato, en la música de diciembre, en la ópera y hasta en la salsa:

“Mira negra, y ponte a fregar Coge el trapo y ponte a limpiar Si yo llego y mi papa no está Pau, pau, pau, te voy a dar”.

Así dice la canción Si Te Cojo de Ismael Rivera. El acoso también lo leemos por las tardes con una taza de café al lado. La literatura está inundada de acoso ha-cia la mujer, La intrusa de Jorge Luis Borges es solo un ejemplo. En el cuento dos hermanos matan a una mujer porque ambos están enamorados de ella y afecta su hermandad. En él la mujer es un obje-to que se posee, se usa, después estorba y se bota.  

Acoso en la música, en la literatura, en la calle, en la casa, en el trabajo y en la universidad. Sí, en la universidad. Has-ta la microsociedad que nos educa y nos prepara para vivir en el mundo laboral, que debería ser un ejemplo de respeto, está impregnada de esa cultura maltra-tadora y machista. Esta problemática, calladita y tras bambalinas, hace que muchas estudiantes tengan que irse de la institución, cambiar de carrera y has-ta abandonar los estudios.

Lo sorprendente no es tanto el lugar don-de ocurre, porque acoso hay en todas par-tes, sino que la mayoría de universidades en Colombia son laxas, ciegas y negligen-tes ante el tema. No hay cifras, intentan tapar el sol con un dedo y sus funciona-rios dicen: “¿Qué quiere que yo haga? No le pare bolas y ya”, “ay, no creo que eso haya pasado así”, “no sea exagerada”, “tampoco fue tan grave”.

Los estudiantes, los profesores y las di-rectivas normalizan violencias sutiles que están detrás de miradas, insinua-ciones, comentarios y chistes. Y cuan-do una universidad es negligente ante un caso de acoso sexual es tan culpable como el acosador, porque no garanti-zarle los derechos a los estudiantes es parecido a transgredirlos.
A una estudiante de la Universidad del Valle un profesor le agarró la cara, le la-mió la boca y después le dijo que era una maldita y que lo estaba provocando. Ella o denunció ante la Fiscalía y expuso el caso ante la oficina de Control Discipli-nario Docente; allí presentó el testimonio de una docente que tenía cartas en donde otras estudiantes acusaban al mismo pro-fesor de acoso sexual. Sin embargo, la si-tuación se consideró un mal menor en el cual no se podía hacer nada. 

Un estudio que realizó Vice Colombia en 2017 a propósito de esta problemáti-ca, concluyó que de las 30 universidades colombianas que encabezan el Ranking QS de Universidades Latinoamericanas, solo nueve cuentan con reglamentaciones de equidad de género y violencia sexual o condenan el acoso. Después del estudio, otras dos están designando comisiones para hablar del tema y creando protoco-los. Hay más de 200 universidades en Co-lombia y la mayoría se hacen las ciegas. 

A comienzos de este año, la Universidad Pontificia Bolivariana envió un correo a sus estudiantes en donde les daban tips para vestirse en la U. Allí recomendaron no usar falda corta, shorts, escotes pro-fundos o ropa muy ajustada, pues “no hay nada más incómodo que distraer la atención de tus compañeros de clase y profesores”. Inmediatamente, tres estu-diantes convocaron a través del hashtag #UPBenFalda a sus compañeros para que usaran falda al otro día, con el fin de manifestar su rechazo ante el correo enviado por la Universidad. 

“Yo no podía permitir que la univer-sidad fuera un espacio que naturali-zaba las violencias contra la mujer. Es ridículo que una institución esté participando activamente en la acep-tación de estas actitudes, que pare-cen ser muy sutiles, pero que al fin y al cabo son el caldo de cultivo para violencias de mayor escala”, aseguró Margarita Restrepo, una de las crea-doras de la iniciativa y del proyecto Bolívar en Falda, el cual visibiliza el acoso sexual en las universidades.

Decirle a una mujer cómo se tienen que vestir para que no la acosen, es lo mismo, en menores proporciones, a decirle que fue su culpa que la violaran. 

Sin embargo, definir qué es y qué no es acoso es muy complicado. Hay una línea, muy delgada e invisible, que separa un comportamiento coqueto a uno acosador. ¿Qué es acoso? La ley 1257 de diciembre 04 de 2008, que creó el artículo 210A del Código Penal Colombiano dice:

"El que en beneficio suyo o de un ter-cero y valiéndose de su superioridad manifiesta o relaciones de autoridad o de poder, edad, sexo, posición labo-ral, social, familiar o económica, aco-se, persiga, hostigue o asedie física o verbalmente, con fines sexuales no consentidos, a otra persona, incurrirá en prisión de uno (1) a tres (3) años”.

No se trata de hacer una cacería de brujas y de sancionar cualquier coqueteo. El acoso intimida, es agresivo y hostil. He ahí la diferencia cuando un profesor dice “¡qué ojos tan lindos!” a cuando dice “usted ya sabe cómo puede mejorar esa nota”. En el primero se halaga la belleza, en el segundo se objetiviza.

El acoso, en su mayoría, no es ocasional, es constante. Empieza con una mirada, sigue con un comentario –aparentemente inocente-, puede seguir con una insinuación, mensajes de texto, correos electrónicos, el encierro en una oficina, en un baño o en un salón de clase. El acoso, poco a poco, se va intensificando. Por eso, cuando una víctima denuncia alguna de las primeras fases, la creen exagerada.

Además, la falta de pruebas es otro enemigo de las denuncias de acoso sexual. ¿Cómo probar que alguien te miró morbosamente, que después te dijo que estabas muy linda, que te puso la mano en la pierna y lentamente la fue subiendo mientras te decía que tú no eras una niña como las demás y que él no tenía esposa? No se puede. Termina en “tu palabra contra la mía”. A veces lo único que hay son testigos, pero estos no siempre ayudan. Muchos casos muestran que los compañeros de clase no se indignan cuando ven que un profesor se está pasando de la raya con una alumna. En ocasiones, otros docentes saben lo que pasa, pero no dicen nada. Los testigos se vuelven observadores cómplices que dicen cosas como: “Usted ni tiene que estudiar para el parcial, igual ya lo tiene ganado”, “usted se sienta en la nota”.

¿Qué pasa cuando tienes algo que decir sobre tu compañero, profesor, jefe de pregrado o decano? ¿A quién decirle? ¿Cómo hacerlo? ¿Dices nombres? ¿Te metes en problemas? ¿Te arriesgas a que no te crean? ¿Qué palabra vale más, la de una simple estudiante o la del maestro con doctorado? El miedo a denunciar es uno de los problemas más graves respecto al acoso sexual porque sin denuncias es imposible combatirlo. Y es normal que se intimiden ante acosadores sistemáticos que dicen cosas como: “Ser docente sirve para tres cosas: investigar, publicar y para comerse a una primípara cada semestre” o “yo no me acuerdo de nombres, pero sí de piernas... Tú ya tuviste clase conmigo, ¿no?”.

Este año, a una alumna de Eafit, otro estudiante que ella no conocía, se le metió en varias ocasiones al cubículo mientras ella estudiaba sola. La abrazó, la acarició y le dijo que estaba muy linda, que le había encantado verla. Ella estaba incómoda, asustada y lo sacó. Otro día le puso la mano en el pecho y le insistió que le diera su número; ella no quiso y salió corriendo. Cuando le contó al vigilante lo que había pasado para que la ayudara, este se rió y le dijo que solo era un admirador que estaba enamorado de ella, que eso no había pasado a mayores pero que igual la iban a vigilar con las cámaras de seguridad. 

“Si yo estaba pidiendo ayuda era porque la necesitaba, no porque me estuviera haciendo la abusada”, aseguró la estudiante. A los pocos días él la abordó y le preguntó por qué siempre corría cuando lo veía, que a él le parecía hermosa y que por eso la perseguía. Ahí mismo gritó y le pidió ayuda a una amiga que por suerte estaba cerca, ella le dijo que la dejara en paz y que no la molestara más. Todo pasó frente a las cámaras con las que supuestamente la estaban cuidando los vigilantes.

No se trata de decir que a los hombres no les pasan estas cosas. A ellos también los acosan profesoras y alumnas. Y de hecho es la misma cultura machista la que no los deja denunciar y reconocer estas actitudes, pues el que dice que se siente incómodo es “menos hombre” y “está desaprovechando la oportunidad”. Muchos, por el contrario, se sienten orgullosos de ser objetivizados.

Sin embargo, no cabe duda de que las mujeres somos las protagonistas principales de esta historia de miradas morbosas, caricias incómodas, comentarios vulgares e insinuaciones sexuales no correspondidas. Aunque muchos digan que el límite es difuso, es evidente cuando alguien se siente incómodo con una actitud que, supuestamente, es un simple coqueteo. Si no es correspondido, pare. Si está refiriéndose sexualmente al otro y a este no le gusta, pare. Si quiere obtener algún favor sexual a cambio de una nota, sepa que de pronto esa persona hace parte de las que no nos quedamos calladas.