Omitir los comandos de cinta
Saltar al contenido principal
Inicio de sesión
Universidad EAFIT
Carrera 49 # 7 sur -50 Medellín Antioquia Colombia
Carrera 12 # 96-23, oficina 304 Bogotá Cundinamarca Colombia
(57)(4) 2619500 contacto@eafit.edu.co

Ediciones Skip Navigation Linksociopatia Ociopatía

Ociopatía

​Juan Daniel Arias Mejía - Miembro del Grupo literario Letras de la Universidad Eafit


No sé qué es el tiempo libre. No entiendo el concepto. Sí sé qué es el tiempo de ocio, pero eso es diferente. El ocio es una obligación. Trabajo todo el día en la oficina y espero llegar a mi casa para descansar. No es una opción que decido tomar; tengo que hacerlo. ¿Y cómo descanso? Siempre es distinto. Ayer, por ejemplo, leí un libro. 485 páginas, todas de una sentada. No soy una persona que se quede tranquila dejando incompletos los proyectos que inicia.

También era mi deber dormir bien para ir hoy a trabajar, es cierto, y no lo hice, ¿pero acaso el tiempo de ocio no es tan importante como la jornada laboral? No se debe sacrificar una cosa por la otra.

No comprendo cómo hace la gente para relajarse con sus hobbies. Una vez empiezo a hacer algo por diversión, se convierte en un deber. Comienzo y ya estoy desesperado por terminar. He pensado en dejarlo todo tirado: no hacer nada por el resto de mi vida; nada en absoluto; morirme de sed o de hambre sobre una cama orinada después de tres días estando quieto. Lo curioso es que cuando tomo esa decisión inicio un nuevo proyecto o adquiero una nueva responsabilidad casi sin darme cuenta, en piloto automático. Parece que nunca llegará el día en que me libere de todas las cargas y pueda abandonar la vida tranquilamente.

A veces lo que hago es jugar ​videojuegos. Hoy me está cogiendo la noche. Tengo que terminar de escribir esto tan rápido como sea posible para sentarme a jugar. Ayer me dieron ganas de escribir, pero también caí en cuenta de que hay un personaje de un juego que nunca he usado. Es estresante que se junten las dos cosas. No sé cómo organizar mi horario para cumplir con ambos deberes. Todo el día he estado pensando en las estrategias que usaré con ese personaje y en lo que contaré en estas páginas. Tengo que aprovechar para dejar esto listo, porque cuando empiece a jugar no tendré tiempo para dedicar mi ocio a otras actividades. 

Hace como diez días mis colegas me invitaron a una fiesta. Iban a celebrar un cumpleaños, pero yo no podía ir. Tenía que dibujar algo. Esa noche hice un mapa de Colombia en el que indicaba la densidad poblacional de cada municipio por medio de círculos de diferentes tamaños. Ahora está guardado en mi computador junto a otros mapas y planos que he hecho. He diseñado más de una casa, colegios y hasta un centro comercial que ahora están en esa carpeta. No sé de arquitectura. Seguramente los planos no servirían para nada si alguien quisiera llevar a cabo mis ideas, pero aun así los hago.

Alguna vez sí acepté ir a un bar con unos compañeros del trabajo que tenían mi edad, creyendo que eso podría contar como tiempo libre. Me sentí como si no estuviera ahí. La gente bailaba, bebía y fumaba. Yo tomé cerveza y bailé con Luisa Barrera, que se sienta detrás de mí en la oficina, pero estuve junto a la mesa la mayor parte del tiempo, sin hacer nada. Ella bailó con otras personas después de mí y se emborrachó tanto que se la tuvieron que llevar cargada en un taxi. Juan Padilla, un practicante, se quedó conversando conmigo hasta que empezó a usar cocaína. Después de eso no lo volví a ver, pero supe que inició una pelea con un desconocido.

No veía la hora de volver a mi casa. Ese día tenía planeado hacer un rediseño de las calles del barrio en el que vivo, en la zona suroccidental de Medellín, pese a que no sé de urbanismo. Quería terminarlo para el día siguiente, pero extendí mi fecha límite para ir al bar. Pienso que fue un error, aunque mis compañeros opinaron que había sido una gran noche. No fui capaz de concentrarme en el trabajo hasta que me puse al día con mis obligaciones de ocio.

Luisa me ha invitado a salir más de una vez, pero yo ya decidí que es mejor quedarme en mi casa. No es que no me atraiga la idea de estar con ella, pero no creo que podamos congeniar. Si nos quedamos solos, le pareceré aburrido. Mi mente estará en otro lado y ella acabará queriendo irse. Se entretendría más con Juan, que también baila y seguramente no tiene nada que hacer cuando llega a su hogar por la noche. No vivimos al mismo ritmo.

Sin embargo, sé que es posible vivir de otra manera. Una vez me sentí libre. Fue en un diciembre, cuando mi amigo David se graduó de arquitectura. Yo había terminado mi carrera de finanzas un año antes y conseguí mi primer empleo en la empresa donde trabajo ahora. En esa época estaba coleccionando monedas de diferentes países.

David hizo una reunión en la casa de María, una amiga que teníamos en común, para celebrar. A él lo había contratado una empresa bogotana y se iba a mudar en enero; ella iba a hacer un intercambio académico en Italia para estudiar ingeniería forestal; yo me quedaba en Medellín, trabajando en la misma oficina desde hacía doce meses. Estaba muy contento viendo que cumplían sus metas, que estaban avanzando, aunque sabía que se iban a alejar y que yo estaba estancado. A él le regalé un libro con fotos de los edificios más bellos del continente comentadas por arquitectos reconocidos; a ella uno de paisajes colombianos, para que no los olvidara. 

La casa de María era como un palacio en la zona rural de Envigado, no muy lejos del Alto de Las Palmas. Cuando amanecía, salíamos a caminar por los pinares y por los bosques nativos; en la tarde nadábamos en las quebradas o bajábamos a la ciudad; por la noche escuchábamos música a todo volumen y tomábamos vino. Sabía desde un principio que debía disfrutarlo, que esos momentos de felicidad se acabarían pronto. No había ocio, sino lo que creo que es la libertad. Las monedas que coleccionaba y que tenía guardadas no se me pasaron por la mente.

La reunión, que ojalá hubiera sido eterna, duró nueve días y nueve noches, que terminaron en Navidad. Al mismo tiempo que nosotros nos despedíamos, los europeos y los norteamericanos, ignorando el desface del calendario, celebraban el día más corto y oscuro del año, así como uno de los más fríos. Pregunté por qué lo hacían y María me contestó que los paganos festejaban el nacimiento del sol, que crecería hasta llevar la primavera y el verano, y que para los cristianos era el Mesías. Yo pienso que no tiene mucho sentido festejar el nacimiento del sol en un país tropical, pero ahí estábamos, conmemorando ciclos que para nosotros no existían, sabiendo que, si el sol se ocultaba, no sería más brillante mañana que ayer. Aquí todos los días son iguales.

Volví a mi casa. Desde la primera noche supe que valdría más que la vida se acabara en ese momento en lugar de extenderla inútilmente. No he visto a mis amigos desde entonces. Me preparé para regresar a mi trabajo al día siguiente, en una oficina y una casa que serían iluminadas por los mismos astros todo el año. 

El veintiséis de diciembre volví a mi casa con la intención de dedicarme a mi objeto de ocio. No sé qué sucedió, pero mis monedas extranjeras se habían esfumado. No tuve motivación para buscar más; hasta ahí llegó ese pasatiempo. A veces extraño mi colección, pero no importa. He encontrado otras maneras de mantenerme ocupado.