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Paraísos artificiales: harem

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Paraísos artificiales: harem 

Juan J. Mesa

grafiasdeunsofiante.com


El parrillero lo agarró por el tobillo izquierdo. No hay pruebas que permitan afirmar con certeza si para entonces ya había muerto. La patrulla arrancó antes de las dos y treinta de la mañana. Su recorrido comenzó en la avenida Cundinamarca, en aquella esquina de la plazuela Rojas Pinilla. La tarde de ese viernes fue lluviosa. En los charcos, la luz cúprica de las lámparas de sodio repetía, metro a metro, el reflejo de un cuerpo (o de un hombre) que era arrastrado por la calle. Su última pinta, antes de salir cantando del Periodista, era una modesta camisa mangalarga del Medallo, un jean claro y holgado que sostenía una correa marrón y un par de tenis Croydon. Dos días después, el domingo doce de febrero de 2017, Cuco apareció tendido en el separador de la Regional, a pocos metros de la Minorista. El cinturón tenía una escisión en el medio causada por la fricción y su espalda había sido desollada casi hasta el cuello. La causa de su muerte, sin embargo, fue identificada como asfixia por disfunción cerebral inducida por agente opioide, ello es, una sobredosis de heroína. 

Entretanto, siete estaciones del metro más hacia el sur, Federico reposa en el marco de la puerta mientras la moto del domiciliario alcanza su casa. Espera recibir la misma bolsa de papel que pide por whatsapp cada semana: tres gramos de yerba para rascar y dos cuadros de LSD. Su orden la pagó desde el jueves por transferencia; esa noche de viernes hará una fiesta y la despensa ya se colma de bolsas de papas margarita, coca-cola zero y aguardiente. Los que fuman se tumban en el sofá de cuero, extienden sus pies descalzos sobre el tapete lila y prenden medio gramo en una pipa metálica. Otros más intrépidos riegan sobre el comedor tres pequeñas bolsas zip de las que caen confites colorados de la anchura de una uña: las primeras pastillas lucen amarillas y representan un emoticón que sonríe, las segundas son cian y llevan el emblema de Superman, los últimos son la lengua roja de los Rolling Stones. Cuando el efecto de las pepas cala, ellos se levantan de la mesa, sus cabezas arden y en el pecho los pulmones aspiran con intensidad. La euforia los vuelca al centro de la sala, que ya fue despejada de porcelanas, y comienzan a bailar un famoso merengue de Cuco Valoy, dice: 

Ese amor quien altera las venas
Como inventa las mareas sol a sol
Ay amor que nos tienes en vela
A quien duerme se le para hasta el reloj

Esta estrofa la cantaba Cuco cuando andaba por el Periodista, y fue su afición por el cantante dominicano lo que le valió su apodo por todo San Benito y El Chagualo. Siete horas antes de que perdiera la orientación en algún punto de la avenida Cundinamarca, el hombre recorría el mercado de pulgas en los bajos de la estación Prado. Su rutina no varió. Primero intercambió un reloj digital Casio por tres encendedores, giró sobre la calle 57 hasta la farmacia Santa Cruz y compró una jeringa esterilizada. Por último, se adentró entre las mallas de tela verde y los plásticos negros de la Choza de Omar. Aquella casa de tejado rojizo y paredes blancas erguida cerca de 1915 era, desde hacía cuatro años, el alcázar de vicio más concurrido del Centro. Meses más tarde, en la madrugada del veintiocho de agosto de 2018, ochocientos policías sitiaron la avenida de Greiff en un operativo sin precedentes; demolieron, junto a otras cuatro edificaciones, la Choza de Omar. Pero en los tiempos de Cuco no hizo falta sino cruzar palabras y saludos para que antes de las cuatro y media saliera entre las mallas con su dotación: una cápsula de tres centímetros de largo y uno y medio de grosor con el polvo pardo de heroína. 

A sesenta calles paralelas (o un bus del Poblado), Federico sostiene con la punta de su índice y su pulgar un diminuto cuadrado de papel. Observa la imagen de una bicicleta en tres tonalidades distintas. Junto a su amigo de gorra verde, que conoció en segundo semestre cuando veía Algebra Lineal, pone la pequeña lámina sobre el ápice de su lengua. Treinta y cinco minutos después, cuando los sonidos trazan líneas y las ramas de los árboles se bifurcan en miles, reproducen en su televisor de pared un patrón sicodélico, y con audífonos, escuchan en su iPhone Pink Floyd. Sin embargo, diferente fue la faena de Cuco.

Este marchó hasta la plazuela Zea y se tumbó tras la última banca de concreto, esa que en el año del decimotercero Carnal Fest fue cubierta de afiches de bandas de rock locales. En el suelo esparció toda su parafernalia. De alguno de sus bolsillos -seguramente el izquierdo- sacó una cuchara de plata que estaba doblada como una ele, la sostuvo con sus rodillas mientras deshilachaba la cápsula y esparcía el polvo grisáceo. Cerró sus labios cual si fuera a silbar o dar un beso, y temblando, pero con delicadeza, hizo que unas gotas de saliva se resbalaran desde su boca hasta la cuchara. Tomó en su diestra uno de los encendedores y con la otra mano sostuvo la plata. Puso bajo el metal la llama, y el fuego alumbró sus ojos. Con movimientos circulares incitó la mezcla y a los pocos segundos se hizo resina, añadió más saliva y se detuvo al conseguir un jarabe color ocre anaranjado. Soltó el mechero y con su dedo meñique batió. Acto seguido ensambló la jeringa y usando su dedo pulgar absorbió en el envase la heroína preparada. Se quitó el cinturón marrón y lo ató a su brazo izquierdo haciendo un torniquete sobre su codo, apretó con fuerza su muñeca varias veces y soltando la correa clavó, en la concavidad que deja el antebrazo, la aguja. 

Quizá antes que Federico llegara a su casa en Los Balsos, antes que su dealer l’entregara la bolsa de papel, salía a medio día de su universidad por la portería de las Vegas, conduciendo un Fiesta negro. Quizá notó el andar inquieto de un hombre que cruzaba la avenida. Seguramente reconoció el escudo del Poderoso y s​​e asombró por lo ancho de su pantalón. Al mismo tiempo, Cuco, que ya había saldado el día con un reloj y probablemente caminaba hasta el paradero del bus, habrá sonreído porque el polarizado del Fiesta negro reflejaba su andar. ​