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Paz

Paz

Santiago González


Se despertó presa de las pesadillas, otra vez, se irguió separando su cuerpo del húmedo suelo y la mohosa chaqueta. Tomó la brújula que no sabía si aún funcionaba, el mapa mojado y el compás oxidado con la mínima esperanza de que le desvelaran sus secretos y pudiera llegar a tierra firme. Ese era el quinto día a la deriva, o eso creía.

Estudió los implementos de navegación un buen rato, pero como antes, no pudo descifrar nada. Cuando el sol ya estaba totalmente sobre él, se acercó a la única caja que había en el bote, estaba llena de comida enlatada. Podía ser carne, frutas o pollo, no lo sabía ya que a esas alturas no le sabía a nada ningún bocado. Tomó una lata y comenzó a comer.

Cuando la dejó vacía procedió a realizar su actividad favorita, la descubrió el primer día y la repetía siempre después de comer. Se sentó en una de las tablas que hacían de asientos en el bote y clavó sus ojos en el horizonte.

El azul del mar se encontraba en armonía con el azul del cielo, las blancas nubes se entonaban con los bancos de peces que se aventuraban en la superficie, procurando alejarse de las tenues ondas que provenían del bote. De un momento a otro empezó a llorar. No por la desesperación de no ser encontrado, no por el recuerdo de los gritos de los demás tripulantes al ser consumidos por las llamas, no por aquellas pesadillas que atormentaban al polizonte del “Queen Mary”, el único sobreviviente, hasta donde sabía. Era porque estaba viendo aquello que los sacerdotes y los locos del manicomio del que había escapado clamaban buscar: paz.

La calma del mar que no se inmutaba por su presencia. Se sentía como los exploradores de los que había oído hablar en las clases del manicomio; navegando aguas nuevas, respirando aires vírgenes y viendo atardeceres que solo se exponían frente a él. Lloraba, pero no emitía ningún ruido para que el imponente silencio no desapareciera.

Segundos, minutos u horas, pero esperó pacientemente…

 Esperó…
  Esperó…
  Esperó…

Y logró ver el ocaso.

El mar se convirtió en un espejo que reflejaba cómo el apacible azul se tornaba en un furioso rojo.

El sol bajaba de su pedestal celeste dejándole a la luna llena el protagonismo. Cuando el sol llegó a su mitad, el mar lo completó liberando un esplendor verde. Sabía que muchos jamás lo verían, unos pocos como él lo habían visto y otros desgraciados vivían pensando que vieron “algo”.

Lentamente el fuego del cielo pasó a ser cenizas brillantes. Recordó lo que los curas profesaban hace ya tanto tiempo: “Mientras más oscura la noche, más brillan las estrellas”, esas palabras retumbaban en su cabeza, no podía estar más de acuerdo. Se sentía un viajero, pero no del mar, sino del cielo, con estrellas sobre su cabeza y bajo sus pies. Siguió llorando frente a esa paz que antes nunca logró tener, lloró sin escrúpulos, lloró por todo aquello por lo que no lloró antes…

 … y allí…
  … Solo y en Paz…
… Murió