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Polvo suspendido en el aire

Juan Camilo Botín Sanabria
@johncleats

El señor Villanueva recibió en su casa de Lima la noticia que Germán Santamaría había muerto en Montevideo. La intuición lo había despertado en la madrugada y sentado en la sala esperó el alba. Margot llamó primero, y como si las palabras fueran cuchillos que se arrancaba de la carne le contó de los temblores que tuvo su esposo antes de morirse. Esa mañana lo llamó una revista española ofreciéndole quinientos euros por un obituario, y después un periódico estadounidense le quiso comprar los derechos del primer perfil que había escrito sobre el bailarín de ballet argentino. Rechazó ambas propuestas, pues dijo que no tenía nada que escribir. El resto del día el teléfono repicó en la casa del señor Villanueva sin que nadie lo descolgara.

La gente a la que queremos siempre se va a deshoras.

En los noticieros ya se anunciaba la tragedia. Frente al televisor de la sala, escuchó a periodistas, expertos y amigos dar declaraciones del mejor bailarín de todos los tiempos. Le pareció curiosa la elección de los momentos destacados de la vida del astro argentino. Su trayectoria ciertamente era impresionante, pero aquellos recuerdos no dejaban de parecerle obvios. Se llenaban la boca con el centenar de teatros que pisó y con la lista de grandes bailarinas con quiénes compartió escenario por lo largo y ancho del planeta. Tenían horas de video y fotografías que cubrían desde sus primeros años hasta los últimos, cuando ya sólo era prisionero de un cuerpo disminuido. Y sin sorprenderse de no figurar en aquel popurrí de recuerdos, pensó en las llamadas de la revista española y del periódico estadounidense.

Si tuviera necesidad de los quinientos euros, el señor Villanueva se preguntó qué escribiría sobre el muerto. Escarbando en los resquicios de su memoria visitaba los momentos que compartieron. Hizo una larga lista de sucesos erosionados cuya veracidad ya no iba a poder comprobar. 

La búsqueda terminó muchos años atrás en el aeropuerto de Caracas. Desembarcó un joven alto, de hombros anchos, de largos cabellos negros que ensombrecían un rostro aindiado donde habitaban dos ojos rasgados que devoraban el mundo con avidez. Un diario limeño le había encargado un reportaje sobre el estilo de vida pródigo de los venezolanos más ricos. Armado de una cámara, una libreta en el bolsillo trasero del pantalón y una grabadora colgándole del cuello, Julio Villanueva se paseó por las calles de Caracas como si estuviera en un safari. Al final de la semana, engalanado en un esmoquin alquilado, el joven periodista subió las escalinatas del Teatro Municipal de Caracas para ver en vivo al bailarín argentino cuyo mito apenas se forjaba.

Todavía recuerda cómo aquella noche, cuando apretado en la butaca, con las nalgas semejándose a una aspirina y con la promesa viva de encontrarse con una mulata, abandonó el teatro, antes de que bajara el telón, rumbo a una bodeguita del centro. Julio salió por la puerta y fue cegado por los flashes de los fotógrafos de sociales que claramente esperaban a alguien más. Descendió la escalinata en cuya base se parqueaban los lujosos autos de los ricos que aún no salían. Atravesó grupos de choferes que fumaban olorosos tabacos y cruzó la calle sin haber decidido si dejarse el corbatín o perderlo. Paró un taxi con la mano y cuando ya estaba sentado dio la dirección de su destino. No habían avanzado más que unas cuantas calles cuando a lo lejos vieron un auto varado en la orilla. Era un Cadillac negro y estaba rodeado por un grupo de figuras sombrías que parecían discutir apresuradas. El olfato de periodista hizo que bajara la ventanilla y que le pidiera al conductor que disminuyera la marcha. Las luces del taxi se colaron por la ventana trasera del Cadillac justo en el momento en el que Germán Santamaría se cubría el rostro con la mano.

Se detuvieron al lado del auto varado y el bailarín no pudo hacer más que sonreírle al peruano que ya estaba a su lado. Apoyándose con el brazo en el capó del auto le preguntó qué si todo estaba en orden. Inmediatamente lo rodearon las figuras de negro, y el que parecía el líder de ellas le ordenó sin mirarlo que necesitaba que cediera su taxi, pues, el señor, refiriéndose a su patrón, precisaba llegar a su hotel inmediatamente. Germán Santamaría se abrió paso entre las figuras y con la delicadeza de un ángel se dirigió al desconocido.

—El auto no anda— dijo tranquilizando a sus hombres y luego añadió tras señalar con el pulgar el teatro a sus espaldas— Vengo escapando ¿Me puede ayudar?

Tenso como un gato Julio Villanueva echó una ojeada a su reloj de pulsera, se acomodó el pelo engominado y se alisó el esmoquin. Con una sonrisa de modelo de revista les dijo que él iba tarde para una cita pero que podía llevarlo, siempre y cuando lo dejaran primero a él en la bodeguita del centro. Desgraciadamente no podía cederles el auto. Con notable desespero, y luego de haber confirmado con la mirada con su patrón, el líder de las figuras aceptó y abrió la puerta para que Germán entrara al auto, pero cuando él se disponía a hacerlo, Julio se aclaró la garganta.

—Verá, debo recoger a mi enamorada —dijo quitándole delicadamente la puerta—. Con gusto puedo compartir el auto con usted, señor Santamaría, sería un honor— agregó sonriendo y luego volteando a ver a la figura ofuscada— pero me temo que no cabremos todos si viene usted también. 

Antes de que la figura hablara, el bailarín lo hizo callar con un ademán de la mano y le habló con voz lapidaria.

— Debo irme ya. No se preocupe, nos veremos más tarde en el hotel. Confió en usted para arreglar el auto. Yo me iré con el señor…

—Villanueva, Julio Villanueva a sus órdenes— dijo el periodista extendiéndole la mano.

—Germán, Germán Santamaría —respondió el Príncipe Albrecht estrechándola.

Recordó el señor Villanueva el aplomo del hombre sentado a su lado. No parecía latinoamericano, sino salido de algún cuadro griego. Julio intentó sacarle palabras exagerando lo mucho que le gustó su interpretación, adulando el brío de sus giros en el aire, pero no consiguió sacarle ningún entrecomillado que pudiera servirle para su reportaje. Germán interrumpió sus halagos cuando se dio cuenta de que se habían desviado hacia un barrio residencial de Caracas y no hacia el centro. El señor Villanueva argüía que le había dicho desde un inicio que debían recoger a su acompañante, a lo que Germán Santamaría respondía negando con la cabeza, pues sostenía que ese no había sido el trato y que fue llevado a ese barrio de casitas pintorescas “engañado”. Lo cierto fue que Julio se dio cuenta de que por las venas de su acompañante corría sangre caliente cuando vieron acercarse al taxi a dos voluptuosas caraqueñas que se acomodaron con ellos en el asiento de atrás.

La mujer que Julio había invitado era la gobernanta en el hotel donde se hospedaba y vino acompañada de una prima aquella noche, detalle que el señor Villanueva dijo que desconocía hasta que las vio venir. Pero Germán Santamaría no creía que fuera el caso y argumentaba que se le veía muy cómodo, “sospechosamente cómodo”, con la “invitada de última hora”, que de no haberse varado él, “hubiera arruinado los planes del casanova”. Según el señor Villanueva era Germán el que la había pasado de “mil maravillas, y se le veía muy cómodo con la prima sentada en sus piernas” y que por tanto debía estarle agradecido.

Fueron ellas las que le sacaron las primeras señales de vida al argentino, que les contó que era bailarín, que debía regresar al hotel para ensayar temprano la mañana siguiente y que no había probado el ron. Divertidas las mujeres, de tener a ese espécimen de hombre impoluto y de inocencia casi virginal ignoraron toda las advertencias sobre el tamaño de su imagen y la importancia de cumplir con sus horas de descanso, y decidieron llamarlo: Principito.

El   de la noche era un recuerdo que visitaba con frecuencia, en especial cuando se encontraba con Germán Santamaría en los años que le siguieron. Aquello que de tanto contar convirtieron en su lugar común, tras la muerte del último, perdió su parte fundamental: el ejercicio colectivo de hacer memoria. Desde el sillón de su sala y sumido en la neblina de la edad, no lograba distinguir entre su versión de los hechos y aquella del bailarín. Y los recuerdos que antes visitaba para recargarse de energía vital ahora le parecían un paseo por un jardín marchito.

Cuando llegaron a la bodeguita las dos mujeres se bajaron como una tromba del carro, y no se movieron de la mitad de la calle, y con un alboroto de risas, provocaciones y promesas, lograron que Germán Santamaría las acompañara aquella noche, jurándole que lo regresarían en una pieza al hotel. Julio lo llevó del hombro y en la entrada pidió una mesa a orillas de la pista, donde ordenó una botella de ron, mucho hielo y mucho limón. Las mesas eran de madera pesada, las paredes estaban llenas de afiches de conciertos de salsa y cantantes de boleros, y en un lado un grafiti de Castro fumando un puro, del otro el de una orquesta de hombres vestidos de ropa brillante. 

El aire era atravesado por el sonido cristalino de unas trompetas, el retumbar de los tambores sincronizaba el latido de sus corazones y la sangre fluía hipnotizada por los arreglos de una guitarra. Nada se parecía a los salones que solía concurrir el Principito y cuando quiso hacérselo notar, Julio vio con preocupación como la pieza clave de su operación se había puesto pálida y con los labios morados. Aprovechando que las mujeres fueron al baño, le confesó al periodista limeño que no sabía bailar.

—Pero ¿cómo no vas a saber bailar? ¿De qué me hablas, huevón? —Julio sorprendido no daba crédito a lo que escuchaba— Eres bailarín, ¿no? Salsa, merengue, tango, ¿qué? ¿No sabes bailar tango? Pero eres argentino, ¿no? —. Él hombre cada vez más pálido no respondía.
 
Cuando las mujeres regresaron la suerte ya estaba echada. Después de unos tragos largos de las copas de ron saltaron al territorio plagado de parejas que se movían con la coordinación de un enjambre y esquivando mesas rebosantes de vasos y botellas se defendieron como mejor pudieron. Lo que ocurrió después fue más grande que cualquier otra presentación en cualquier otro escenario del mundo. Ni los reyes más ricos y poderosos ni los hombres más cultos y conocedores fueron testigos de la hazaña. La lucha desde un inicio perdida por la defensa de su honor, que comenzó con los pisotones que propinaba con sus pasos de elfo torpe, seguida por la petición humilde del hombre estrella para que el peruanito le enseñara a bailar era sin duda la historia que hubiera contado el señor Villanueva si tuviera algo que decir de Germán Santamaría.

Decidido a evitar las extravagancias de la vida pública, Julio Villanueva hizo su vida sin buscar protagonismo, viviendo al margen sin llamar demasiado la atención. Por otro lado, Germán Santamaría era demasiado brillante para pasar desapercibido: su alta figura, su corpulencia magra y musculosa, su piel de porcelana, el rostro afilado de un vampiro seductor, su trato exquisito y su gusto impecable, hacían de él el centro de todas las miradas. Coincidieron en muchos eventos a lo largo de los años y se abrazaban con cariño siempre que se encontraban en algún evento. En determinado momento ellos se hacían una señal con la cabeza y buscaban una barra donde fuera que estuvieran y pedían dos tragos de ron que se empinaban en su antiguo ritual. “Como en los viejos tiempos”, se decían.

Muerto el Principito, de qué servía contar algo que nadie más entendería. Alguien más se encargaría de escribir la semblanza biográfica y dedicar unas palabras lo suficientemente cálidas para confundirse con cariño. Caminó al armario donde guardaba sus licores y cristalería, del fondo sacó la petaca que Germán Santamaría le había regalado el día de su boda con Margot. Quién iba a saber qué estaba pasando cuando Germán gritó: “¡Sos un hijo de puta, Villanueva!” cuando escuchó que la orquesta en su noche de bodas tocó Sonido Bestial. Los invitados confundidos siguieron con la mirada al hombre de rostro aindiado que llevó a Margot hacia la pista, donde la hizo dar vuelta tras vuelta y la zarandeaba de un lado al otro mientras invitaba con el índice al novio que los veía tieso, incrédulo y divertido desde la orilla.

—¡Sacála vos, pelotudo! —le gritaba el periodista con fingido acento argentino.
 
Destapó el recipiente y aspiró las notas del ron venezolano que guardaba ahí para ocasiones especiales. Como un ejercicio de la memoria, el señor Villanueva se puso a pensar en las horas posteriores a su eventual muerte. A quién llamarían para que le escribiera un obituario, quién daría a conocer la noticia, qué fotos y videos saldrían en la televisión, qué personas hablarían de él en los tabloides y la radio. Y mientras respondía metódicamente a estas preguntas en su cabeza se encontró con que lo que había comenzado como un divertimiento se había convertido en una auténtica pesadilla. Solo, en medio de la sala de su apartamento en Lima el señor Santamaría se preguntó: ¿Cuál era su mejor momento? ¿Con cuál debería ser recordado? Y mientras lo buscaba inútilmente, entre los tantos otros que había vivido y que ahora estaban frente a él como polvo suspendido en el aire, se le ocurrió llamar a Montevideo y pedirle ayuda a Germán Santamaría.