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Tony Jerónimo Beltrán Gómez
@tonyakus
@revistacacofonias

A Nube, quien pagó con amor cada daño que hacía, con quien vivir era un acto más tranquilo. 


Hoy mi sueño fue un recuerdo. Abrí la puerta de mi casa y entró un señor alto, altísimo. Te entregó en brazos y te recibí. Odié ese momento porque ya me había lavado las manos para almorzar. Me las volví a lavar y, al ir a la mesa, volviste a mí. Te me tiraste encima para lamerme todo. No te quise ese día.

No me quería levantar pero la alarma ya había hecho su tercer llamado. Entré a la ducha y sentí que el tiempo no pasaba, pero cuando salí, me di cuenta que ya no alcanzaba ni a desayunar. Corrí a la estación San Antonio para llegar antes que unos pocos a la fila kilométrica. A empujones logré entrar y seguí esperando entre el tumulto. Miré el reloj. Subí y junté mis cejas, así como las juntabas cuando querías ir al parque o era la hora de tu comida. Con ganas de llorar por no saber cuánto más debía esperar. 

El metro venía mugiendo por las vías calientes y eléctricas. Escupí y sonó: tsss. Ascendieron dos humos distintos, uno se dispersó y otro siguió. El Metro deslizó el gargajo de principio a fin por las vías de la estación. Abrió sus puertas, los que estaban adentro salieron, contracorriente, empujando a los que estaban afuera. Gritaban no sé por qué, reían no sé por qué, alegaban no sé por qué. Me empujaron y no tuve que ejercer ninguna fuerza, solo miré ese espacio entre mis ojos y la cosa: la nada, y al sentirme así recordé:

Estaba a la mitad del lago, chapaleando, gritando, pidiendo no morirme de esa manera tan desesperada. Tú te tiraste de la canoa y me cogiste de la camiseta para llevarme a la orilla. En realidad no me ahogaba, solo quería que me llevaras a la orilla como siempre y sentir la corriente del agua.

Una voz computarizada me trajo a la realidad: “Aguacatala, estación cercana a la universidad EAFIT...” Ahora era yo el que empujaba y pedía permiso. Me esforcé en salir y cuando lo logré, salí disparado. Llegué al trabajo sudando. Quince minutos tarde. Me llamó el sub jefe, un personaje hasta más joven que yo. Empezó una cantaleta que duró media hora. Creo que voy a llegar tarde más seguido. 

Así como me regalé, porque pensé que había nacido para ayudar a la gente: “Ay Federico, si hablas tan bien inglés, por qué no trabajas en un call-center que ayuda a gente que necesita oxígeno al otro lado del mundo de domingo a domingo”, también te dije para que entendieras esa difícil decisión: “Tienes un talento que estoy desperdiciando. Estarías mejor con los bomberos o la marina, no sé. Naciste para salvar vidas y no para atender mis caprichos en el agua”. Esa tarde decidí regalarte.

Llevo un mes trabajando y es la primera vez que llego tarde. Al final del día se me disipó la idea de querer volver a llegar tarde. Tuve que quedarme dos horas más por mi retraso. Las ansias por fumar se habían multiplicado. Me gusta fumar cuando ya está oscuro para ver con claridad cómo sube el humo, ya que lo que me quita la ansiedad es en realidad contemplar esta escena. Ese día salí y fume dos. El primero fue perdiendo el sentido y el segundo no lo tuvo. 

Me paré en la línea amarilla a esperar el Metro. Sentí nauseas, mi cuerpo se tambaleaba. Empecé a sentir frío. Las vías henchidas de calor se me mostraban como una cama por las que quería alcanzar a esparramarme, aunque el vagón se viera lejos. De pronto alcanzaba. Pensé mucho y llegó, no hubo espacio para titubear, el Metro se deslizaba muy rápido, no sé si por lo caliente, la electricidad, los gargajos o si en realidad las vías eran barras de mantequilla. Así atravesaba la ciudad como una flecha atraviesa un corazón feliz, enamorado. Pero en esta ciudad no veo a nadie cogido de la mano, ni nadie que se mire directo a los ojos y quiera irse a lo incierto. Debe ser porque el Metro que transporta esta ciudad es una maquina sin alma al volante. Y en esta ciudad, aunque le digan la eterna primavera y esté llena de flores, no hay lluvia que hidrate las plantas, no llueve, no hay besos bajo la lluvia, no hay días encerrados en casa viendo películas, no hay sueños que los acompañe la lluvia. El agua se posa en piscinas y no en el cielo, es la ciudad sin nubes, siempre blue. 

Entiendo por qué me mostraste los dientes y me mordiste. Nunca hablamos de esto con palabras, cada uno aprendió la lección y siguió todo como si nunca te hubieras ido por un mes. Tampoco te pregunté cómo hiciste para aguantar tanto tiempo y tampoco sé por qué los de la marina esperaron tanto para avisarme: “El labrador, ¿se acuerda?, el que trajo hace un mes. Eso apenas llegó, se enmontó por allá y por aquí no volvió. Debería venir por él, aunque no sé si lo encuentre”. Ni siquiera sabían tu género. 
 
No habías nacido para eso o más bien no quisiste y ya. Pensé idiotamente que nacíamos porque lo habíamos pedido o para cumplir una tarea grande en el mundo, creía en el destino. Nadie, ni el destino, pidió nacer. Después de eso, aunque no pareciera, entendí. Aunque tampoco nacemos para ser felices, ya que estamos acá… que estábamos acá… debería serlo. Por trece años, desde que tenía diez, no supe si era feliz, tampoco triste, solo que ahora la nostalgia me hace saber que sí, lo era. Trece años sentado o acostado, leyendo o escribiendo, caminando o corriendo, tú te detenías o andabas siempre junto a mí. Ahora “ya estando acá” no puedo serlo.

Con veinticuatro años encima te resumo lo que no presenciaste estos últimos meses. Antes de que tomara la decisión de venir a otra ciudad, de nunca más volver al lago, de no volver a escribir ni leer nada grandioso, me encontraba leyendo, en el sillón donde dormiste el último mes, los últimos capítulos de La insoportable levedad del ser. Los protagonistas encarnaban el duelo que vivía por ti. Fui masoquista y no me detuve al leer. Sabía lo que seguía y seguí. 

Los labradores en las novelas y en la vida se enferman de lo mismo. Por más que se lleven al veterinario siempre es muy tarde, avisan muy tarde, tienen un umbral del dolor altísimo. Cuando se siente el final, realmente la historia no ha empezado ni siquiera. Después de eso hicimos un último viaje al lago, tú lugar favorito, lleno de árboles de mango y de un clima que disfrutabas. Encontramos un lugar cerca a la casa, medio escondido para que ningún otro perro hiciera de forense o arqueólogo. Me vi con Gregorio, no mi amigo del conjunto al que siempre le mordías los pantalones cuando corrían y jugaban, sino con mi hermano, tu hermano, con la pala en mano y en ese calor, deseando que algo tapara el sol.

Gregorio me dijo: “Mire, si quiere yo abro el hueco, pero no soy capaz de sacarla de la bolsa y dejarla ahí”. Yo cavé y cuando llegamos a poco más de un metro, Gregorio se volteó, caminó hacía el lago, se sentó y gritó: “Me avisa cuando ya no la pueda ver”. 

Esta vez la corriente no fue la que me llevó, sino un tirón de la ropa que me introdujo en el Metro. Buscaba en los recipientes de mis recuerdos uno en el que aún te pudiera ver. Uno que no estuviera vacío por hoy. El Metro arrancó. Sentí su velocidad al sacar la mirada. Miré por la ventana y el Metro que pasaba en sentido contrario me hizo sentir que mi cara se desgarraba: arrastró mis ojos y, cuando terminó de pasar, dejó todo el paisaje borroso. 

Timbraron. Era mi estación. Abrí la puerta. Mientras salía, un señor iba entrando. Me detuve. Me entregó a un cachorro y yo hice una fuerza sobrehumana para poder cargarlo. Miré al cachorro y eras tú. Aproveché para mirarte a los ojos, seguían siendo miel, las pestañas de oro, la nariz chocolate, húmeda, la sonrisa enorme y tus dientes semitransparentes. El Metro arrancó pero el siguiente no demoraba, ya en tres minutos llegaría a mi hogar. Volví mi mirada al lugar donde había terminado. Tus dientes eran grandes, amarillos, algunos ya no estaban, la nariz se te escarapeló, los ojos se te fueron cayendo, tu mirada se volvió triste. Cada vez pesabas más. No nos dejamos de ver. Tu sonrisa se desfiguró por el dolor. Yo empecé a caminar. Entré en un bosque. No le avisé a nadie que no volvería. Delante de unos arbustos había una fosa. Entré contigo, te acomodé como solías dormir, quería asegurarme de que ibas a quedar en una buena posición, pues sería para siempre. Junto a ti sembré una pepa de mango, tu fruta preferida. Eché tierra para rellenar. 

Nube, ahora Nube árbol, en algún momento Nube nube. Me acosté al lado del árbol que empezaba a crecer. Las vías empezaron a vibrar porque el metro se acercaba. Las raíces me abrazaron. Y ahora, después de tanto, hay algo que cubre el sol. Un nubarrón claro. La gente corre, se espanta, miran al cielo, me miran a mí, miran el Metro que aún no llega, no llevaron sombrilla y no van a llegar a sus casa invictos de presenciar una tormenta.

–Nube, llueve en esta tierra árida porque sentiré calor.