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Terra Australis Ignota


Susana Blake

La historia moderna ha estado determinada por el descubrimiento. En un sentido amplio, pero también en el más estricto sentido, podríamos decir que ha estado determinada por el descubrimiento del mundo: nos referiríamos entonces no solo a los hallazgos sobre la materia y las leyes de su comportamiento en la Tierra, sobre las artes y los oficios en sus más altas cumbres, sobre artificios jamás vistos por los hombres, sobre filosofía, literatura, arquitectura, música, escultura e industria; nos referiríamos a todo esto y también al descubrimiento, es decir, el ver por primera vez, de tierras y pueblos ignotos. Todo comenzó con el de un Mundo nuevo, el que habitamos nosotros; hasta que, tras cada expedición, quedaban menos lugares del planeta por ser descubiertos.
 
Así como en el Sueño de Escipión, más o menos en el año 55 antes de la era cristiana, Cicerón describió inexplicablemente el universo, el movimiento de los cuerpos celestes y el lugar de la Tierra en el cosmos, ya en tratados que datan hasta los seiscientos años a. C. se teorizaba acerca de regiones polares antípodas que coronaban la Tierra. Tan pronto como empezara el segundo siglo d. C. se empezó a hablar de una Terra Australis Ignota; y en mapas de trescientos y cuatrocientos años atrás se hallaban vestigios de un descubrimiento que aún estaba por mostrarse. Guiados por la creencia de que habría de existir algún pedazo de tierra que “equilibrara” las vastas regiones del norte, los cartógrafos y geógrafos de los siglos XVIII y XIX dibujaron un territorio al sur que el hombre nunca había conocido. Sin saberlo, comenzaban a develar una nueva porción de mundo sin haberla visto jamás. Hasta 1750, quienes se acercaron a avistar la tierra del sur lo hicieron solo por mala fortuna en la navegación. 

El continente antártico, a diferencia de los demás, jamás tuvo una población que le fuera nativa, por lo que su hallazgo constituía, verdaderamente, el descubrimiento de un mundo nuevo. Si se traza una línea recta horizontal en el mapamundi común, justo debajo de Suramérica, dejando asomar una pequeña punta de tierra que corresponde a la Isla Shetland del Sur, estará trazando el paralelo conocido como el círculo polar antártico, uno de los cinco paralelos notables con los que imaginariamente dividimos el planeta. En 1773, el Capitán James Cook fue el primero en cruzar este paralelo. Aunque alcanzó un punto más austral que todos los expedicionarios anteriores, Cook no tuvo vistas del continente antártico, apenas bloques gigantes de hielo flotando en el mar que contenían depósitos de rocas y le indicaban que una tierra más al sur existía. 

La primera vista de Antártica la tuvieron los ojos de un hombre ruso, hace doscientos años. La embarcación Vostok y su corbeta Mirnyi, comandadas por un marino del Imperio Ruso llamado Fabian Gottlieb Benjamin von Bellingshausen, partieron en 1819 en una circunnavegación que tenía por objetivo la búsqueda de nuevas tierras para anexar al Imperio del zar Alejandro I de Rusia. En enero de 1820 fueron los primeros en volver a cruzar el paralelo austral, cincuenta años después del Capitán Cook. Se dice que Bellingshausen no estuvo seguro de lo que veía; el primer vistazo a la tierra austral no fue revestido por el aire solemne de un hombre que se sabe descubridor, porque él no supo entonces si se trataba de gigantescos bloques de hielo como los que venía viendo por varios kilómetros, o si serían estas montañas blancas clavadas en un nuevo continente que marcaba el final del mundo. Solo décadas después, a partir de nuevas traducciones y reinterpretaciones de su diario de viaje se descubriría, por su descripción de las formas que tomaba allí la tierra, que el marino ruso fue el primero en echar un vistazo al continente inhabitado.

Aunque ya varios hombres habían desembarcado en tierras del sur, ninguno había puesto pie en el suelo antártico continental. Entre siete islas de aquellos mares helados, habían sido ya nombradas por sus descubridores, pero lo que todos los capitanes querían lograr era desembarcar, propiamente, en tierras antárticas. Tal hazaña tuvo lugar, presuntamente, en 1821, un año después de las visiones que de la Antártica había tenido von Bellingshausen: el explorador estadounidense John Davis, quien formaba parte del frenesí de aquellas décadas alrededor de la caza de focas en la Antártida, se disputa con un par de británicos y un chileno el haber sido el primero en pisar suelo continental antártico. Esta no ha sido la primera vez en la que la historia ha tenido algo que decir con respecto a un acontecimiento que pudiera ser visto como eminentemente científico; los historiadores han puesto en duda la verosimilitud de los relatos sobre el desembarque y las caminatas pioneras en el nuevo continente, y los juegos de poder han resultado en que esta historia hable más de estadounidenses y británicos que de rusos y chilenos.

Durante el resto del siglo XIX iría decayendo el entusiasmo por apenas llegar a las costas antárticas, a la vez que se comenzaba a profundizar en el conocimiento de la tierra misma, su pasado y sus características biológicas. Ya avecinándose el siglo XX, expediciones de naturaleza más científica que política empezaron a descubrir fósiles que daban pistas de que alguna vez aquella tierra había tenido una composición diferente; en 1895 se descubrieron vestigios de vida vegetal en forma de liquen; y para marzo de 1898 el equipo a bordo de una expedición llamada Bélgica navegó a la deriva por un año, convirtiéndose en el primero en sobrevivir al temible invierno antártico.

El siglo XX antártico fue de competencia científica, pero también de cooperación. Sus décadas trajeron un volumen de conocimiento oceanográfico, biológico y geográfico-climatológico que resultó no solamente de la guerra bipolar que allí se daba en términos de investigación, sino de la cooperación entre bases científicas que, en este lugar remoto, era la única posibilidad para la sociabilidad. Con el Año Internacional Geofísico, de 1957 a 1958, comenzaron las exploraciones científicas instaladas a largo plazo en el continente Antártico; y durante las siguientes décadas los soviéticos y los estadounidenses harían de la Antártida un escenario de guerra, allí más fría que en cualquier otro sitio. Sin embargo, el espíritu de cooperación vio su continuación, incluso en aquel momento álgido de la política global, con la firma del Tratado Antártico de 1959 —firmado originalmente por algunos países, entre los cuales se hallaban la Unión Soviética, Estados Unidos, Japón, Reino Unido— que establecía el estado pacífico a guardar en las relaciones internacionales con respecto a la Antártida. 

Hacia la mitad de la década de 1980 Brasil, China, Uruguay, Bulgaria, Perú y Ecuador se sumaron a los países en realizar expediciones científicas al polo sur. Colombia, ensimismada en expediciones propias hacia viejas violencias, tardaría tres décadas más en alcanzar el polo opuesto al Ártico. En 2014 partió desde Cartagena el ARC 20 de julio, la primera expedición científica colombiana a la península Antártica. En el buque iban 102 personas, entre investigadores, auxiliares y periodistas, que emprendieron la travesía para llevar a cabo observaciones sobre el océano antártico, las especies que allí habitan y su genética y, sobre todo, el deterioro ambiental que viene sufriendo el lugar en las últimas décadas. 

La península Antártica, que es el punto más al norte del continente de hielo, está entre los lugares del mundo que más rápidamente se están calentando. Sus glaciares se vienen derritiendo a causa del aumento de la temperatura a nivel global, y se estima que, cuando llegue a derretirse por completo, el nivel del mar aumentará hasta sesenta metros, cumpliendo con la profecía de la desaparición de vastas ciudades costeras. 

Hace algunas semanas el Grupo de Geofísica de la Universidad Nacional de Colombia instaló la primera estación geofísica colombiana en la Antártida, con el fin de apoyar a los demás países establecidos allí en la investigación del océano y el clima global. Después de casi tres siglos de expediciones humanas a la Antártida, hemos llegado a un descubrimiento que no marca el inicio de un nuevo mundo, como lo hiciera antes. El conocimiento que nos ha entregado aquella terra ignota no anuncia el comienzo de conquistas y gloria, como antes. Más bien, como los demás signos que se nos descubren hoy en día, anuncia nuestra decadencia. La abundancia de agua dulce que allí se puede hallar no nos cuenta más que la historia de la desaparición, el cubrimiento, de las ciudades costeras que han albergado nuestros sueños de sol y mar. Y los indicadores de hasta 2 grados Celsius son el presagio del incendio que habitaremos nosotros, más al norte. 

Dicen que la Antártida nos muestra hoy lo que le sucederá al resto de la Tierra en un futuro próximo. Ella, como los cartógrafos de hace cuatrocientos años, descubre, sin saberlo, los hallazgos de las expediciones que nos quedan.