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Un río terco

María Antonia Ruiz Espinal

Igual que el caudal del río Medellín, los habitantes atraviesan la ciudad de sur a norte: sin detenerse.

El río Medellín no nace en el Alto de San Miguel. Tampoco es de Medellín, es de todo el Valle. El río nace cada vez que el agua de las quebradas llega a su cauce. Nace en los poros de las montañas, en el rocío de las hojas del bosque cada madrugada. Y en las gotas de agua que, después de llover, mojan las calles.

En el siglo XVIII, desde Sabaneta hasta Medellín, la gente cruzaba en balsas por el río, con sombrero de caña y pantaloneta. Transportaban yuca, panela, aguacates y plátano. Se bañaban en la orilla, lavaban ropa, pescaban y serpenteaban sus aguas a través del follaje que cubría los costados del caudal.

“El río era un organismo vivo. Para todos significaba algo diferente: para el pescador, sustento; para los niños, diversión; para las mamás, descanso; para las familias, paseo. Para la Administración Municipal era un obstáculo, una fuente de aislamiento e incomunicación: una barrera infranqueable que dividía el valle en dos. Hoy el río, para todos, significa lo mismo: estorbo y contaminación. No lo queremos. No nos importa. Le damos la espalda”, dice Óscar Mejía, geólogo, matemático y profesor, uno de pocos que recuerda el río que un día fue y ya no es.

Cuenta el periodista Pedro Nel Valencia que ya desde el siglo XVIII el cabildo de Nuestra Señora de La Candelaria de Medellín intentaba “meter al río cintura”, amarrarlo “como a un loco”, en palabras del escritor costumbrista Tomás Carrasquilla.


Los aires del “progreso”

Fue en 1848 cuando se construyó el primer puente sobre el río con veinte mil pesos que mandó el presidente Tomás Cipriano de Mosquera. Se alzaba sobre la calle Colombia y conectaba la ciudad con el occidente del valle. El segundo fue el de Guayaquil, en el barrio que durante más de medio siglo fue el centro de la ciudad, fundado sobre las lagunas que daban al río.

Para finales del siglo XIX la ciudad ya pasaba de los 10.000 habitantes. Se había extendido hasta San Juan y limitaba con la plaza de mercado y la estación del Ferrocarril de Antioquia, en los alrededores de Guayaquil. Entonces, a ambos costados del río, a la altura de ese primer puente de la calle Colombia, se extendía el Paseo de los Libertadores: dos avenidas de treinta metros cercadas con árboles. Todo un corredor verde al que Jean Peyrat, cronista francés, sugería visitar en su Guía de Medellín y sus alrededores de 1916.


Amantes de la línea recta

El Municipio, desde siempre, ha intentado enderezar el río olvidándose de las curvas naturales del terreno. Inicialmente, se construyeron las casas según las sinuosidades de las quebradas y los desniveles del valle. Pero la Administración se encargó de rectificarlas.

Como cuenta el periodista e historiador Jorge Orlando Melo, los dirigentes de Medellín fueron siempre amantes de la línea recta. Su obsesión era tener vías lineales y amplias como criterio esencial de urbanismo. Por esto, derribaron lo construido omitiendo los rasgos de la topografía: cubrieron las quebradas, diseñaron manzanas estrictamente cuadradas y canalizaron los ríos.

“Los paisas somos muy enderezadores. Lo torcido nos molesta. Esa fue la estética que heredamos de la colonia, una manía de encuadrar todo, de vivir en manzanas y eliminar las curvas naturales”, explica Óscar Mejía. “Durante la canalización del río nunca se pensó que éste es más que un lugar por donde pasa el agua: es un ecosistema, no un canal. No solo es agua, también es piedras, sol, animales, plantas, personas y dinámicas sociales”.

De ahí que el río se resistiera a ser canalizado. En 1924, la corriente, libre, terminó con las trincheras de madera, piedra y cañabrava con las que intentaron enderezarlo. Antes de cumplirse la mitad del siglo XX, pensaron canalizarlo de nuevo, esta vez con placas más resistentes que permitieran construir, en ambos costados, dos vías centrales para el tráfico de la ciudad. Pero el caudal, sin ataduras, erosionó la obra y se escurrió por el valle.

Para el último intento, los locales contrataron manos extranjeras. Mr. Barton M. Jones, ingeniero inglés, ordenó enterrar placas de hormigón metro y medio por debajo del lecho del río. Y desde los años 60 hasta hoy, la cuenca hidrográfica —el conjunto de ríos, arroyos, quebradas, aguas subterráneas y aguas lluvia que baja de las montañas y desemboca en el río— empezó a alterarse. Llegó la contaminación y, con esta, la muerte de la principal arteria del Valle de Aburrá y sus habitantes.

Por esto, para recuperar nuestro río no basta con una planta de tratamiento de aguas residuales: “taparlo con concreto, como la quebrada Santa Elena, es matarlo. Deja de recibir sol, y sin sol muere. De igual forma, hay que tener en cuenta que todo lo que se derrama sobre la cuenca de Aburrá desemboca en el río Porce, donde se pescan la mayoría de los peces que se consumen en la ciudad”, dice Óscar Mejía. Causamos la contaminación, le damos la espalda. Después, la respiramos, la vemos y la cenamos.


De pueblo a Metrópoli: pensar la ciudad para el 2030

Construir una metrópoli equitativa, sostenible y competitiva es el reto del Valle de Aburrá. Desde Caldas hasta Barbosa, cada municipio, habitante e institución deben trabajar en torno a los procesos que la metropolización y la globalización suponen. Y la clave para alcanzar un desarrollo regional integrado y moderno se fundamenta en tres sistemas: paisaje, medio ambiente y espacio público; actividad y hábitat; y, movilidad y transporte.

De acuerdo con Bio 2030: Plan director de Medellín, Valle de Aburrá, la estrategia para reducir los desequilibrios territoriales y la segregación social es que la ciudad crezca hacia adentro, no hacia las laderas, y que el río se convierta en el eje articulador de los diez municipios del Valle. Si ya tenemos una columna vertebral urbana, ¿por qué no construir la ciudad alrededor?

En Medellín, durante los últimos 50 años, el río se ha fortalecido como el eje de la movilidad, pero ha dejado sin explotar su potencial como eje público, ambiental y corazón de la metrópoli. Además, aquí se repite el patrón de ocupación urbana común en las grandes ciudades latinoamericanas: la segregación socio-espacial. Al norte, y en las laderas nororientales y noroccidentales, se concentra la población más vulnerable. En contraste, en el centro y el sur vive la población con mayores ingresos y se ubican las principales áreas de producción y generación de empleo. El norte de Medellín es una ciudad dormitorio; el sur, un caldo de industria y contaminación.

El problema es que no existe una visión conjunta suficientemente fuerte que articule un proyecto a lo largo del río. Y el resultado es un río como margen excluyente, como frontera urbana en pleno centro del valle y como depósito de aguas residuales que se deteriora y pierde valor paisajístico.

“A lo largo del río hay áreas verdes amplias y libres que tienen estatus público, pero no están acondicionadas para este fin. Además, tampoco hay una estructura pública continua que permee todo el territorio y articule entre sí los espacios públicos para asegurar la accesibilidad y apropiación de los ciudadanos”, afirma Carlos Cadena Gaitán, coordinador académico del Centro de Estudios Urbanos y Ambientales de EAFIT.

En suma, el río, más que canal, es una red ecológica que traspasa la zona rural y se inscribe en la urbana. Es un lugar de encuentro. Un organismo dinámico en constante mutación que debemos recuperar porque, en términos sociales, económicos y culturales, es mejor vivir río abajo que laderas arriba.


Un parque al lado del río: un sueño de ciudad

En 1942, Pedro Nel Gómez fue el primero al que se le ocurrió desarrollar un proyecto de parques alrededor del río Medellín. Le llamó “Proyecto Parque Nacional”. El diseño articulaba los dos cerros —el Nutibara y el Volador— y los barrios aledaños, sin dejar de lado la función de movilidad a lo largo del corredor del río.

También, en 1948, Juan Wolff hablaba de unas “Avenidas del Río”, con jardines y árboles en las márgenes de los nuevos corredores viales. Y para 1960 se hablaba del Plan Multimodal del Río. Por esto, el proyecto que desde hace años conocemos como Parques del Río no es algo nuevo. La idea ya estaba en mente desde mediados del siglo XX. Pero algo sí ha cambiado: ahora la ciudad más innovadora del mundo es también una de las más contaminadas de Latinoamérica. Además, representa el 14 % del PIB nacional. Y hay que hacer algo.

“Las ciudades del siglo XXI no se pueden organizar como en los años 50: en torno al vehículo”, explica Juan Pablo López, director ejecutivo de la fundación Amigos de Parques del Río, extrabajador de la gerencia del proyecto. El metro, la bicicleta y la caminata, los únicos medios de movilidad sostenible, constituyen solo un 27% del desplazamiento metropolitano, según cálculos de Bio 2030. Y la ciudad se sigue estructurando en función de los carros particulares debido a que el transporte masivo no logra cubrir toda la demanda.

A esto se suma la difícil topografía del valle y el crecimiento del parque automotor, que contribuye al deterioro de la calidad del aire. Según un estudio del grupo de investigación en Geología Ambiental e Ingeniería Sísmica de la Universidad EAFIT, la población del Valle de Aburrá respira concentraciones peligrosas de material particulado, compuesto, en gran medida, por fragmentos microscópicos de llantas de vehículos y metales pesados como el hierro y el cadmio.

Y a esto hay que añadir el mayor desafío: el hecho de que Medellín es una ciudad sin puentes, en la que el tejido social, históricamente, se ha fragmentado en latitudes que no se conectan entre sí, cuyos habitantes no se conocen y no salen de sus propios barrios.

Estas razones hacen que el proyecto en torno al río sea tan importante. Más allá de su eje ambiental, se trata del componente social: Parques del Río es un laboratorio de ciudad, para que el río conecte y deje de ser una frontera. “Un parque alrededor del río nos permitiría preguntarnos quiénes son esos que viven al otro lado. Qué hacen, qué les gusta, cómo viven. Nos ayudaría a pensarnos como una metrópoli coherente con su geografía y respetuosa de las diversidades culturales”, dice López.

A nivel internacional sobran los referentes. En España, a los costados del río Manzanares, se construyó Madrid Río, un enclave peatonal, lúdico y cultural con zonas de descanso, circuitos biosaludables, zonas infantiles, mesas de juego y espacios para realizar festivales y exposiciones. En Seúl se derribaron dos autopistas centrales que soterraban el río Cheonggyecheon y se construyó, paralelo al cauce, un parque lineal que valorizó el centro de la ciudad. También en Río de Janeiro, París, Nueva York, Hamburgo, Buenos Aires, Londres, Barcelona y Bilbao se ha hecho del río, antes muerto, una arteria de ciudad.


El parquecito de hoy

La primera etapa del macroproyecto Parques del Río ya está terminada. Se ubica a lo largo del costado occidental del cauce, sobre un tramo soterrado de la autopista sur, en el barrio Conquistadores. Es tan amplio como la vía que se extiende en la Avenida Regional entre el auditorio Himerio Pérez de Empresas Públicas –el que parece un terrón de azúcar– y el ala oeste del centro de convenciones Plaza Mayor.

Con una extensión de 145.181 m2 de espacio público –el equivalente a 14 canchas de fútbol–, esta primera etapa es solo un intervalo del proyecto urbanístico más ambicioso hasta ahora diseñado en la capital antioqueña. El objetivo, en los próximos diez años, es construir los cinco tramos restantes en ambos costados del río entre Caldas y Bello. Y así, por fin, conectar de sur a norte los diez municipios del área metropolitana.

Hoy, en el extremo norte, hay una cancha sintética comunitaria cercada por un camino de plantas. A su lado, una manga dos veces el tamaño de la cancha, con árboles recién sembrados. En el centro, dos edificios de una planta: uno es la zona de comidas y en el otro se hace yoga los fines de semana. Al sur, una amplia zona de juegos infantiles que incluye una soga anudada para escalar, un camino, también anudado, para hacer equilibrio, y un arenero que se convierte en pantano cuando llueve.

Los visitantes, dispersos entre las bancas de madera, los juegos infantiles, la cancha y la manga, pasan la tarde mientras elevan cometas, recorren las ciclorrutas en patines y bicicletas, comparten un picnic en familia y miran al río que se extiende a lo largo del valle.


Un sueño truncado

Con el cambio de administración después de las pasadas elecciones del 2015, el proyecto ha perdido continuidad. La sociedad de accionistas que se había creado entre el Metro, la Alcaldía, ISA y EPM se disolvió. La etapa 1B que debía conectarse con la 1A a través de dos puentes peatonales, para marzo de 2017 ya llevaba seis meses de retraso.

Actualmente, esta etapa ha avanzado un 84% y se espera que esté lista antes de finalizar el año. Según la Administración Municipal, se han invertido 400 mil millones de pesos en los trabajos. Para conectar las dos etapas, 1A y 1B, se construyeron dos pasarelas: una cerca al puente de la Avenida 33 y otra en el norte, cerca al puente de la calle San Juan, que conectan el centro de la ciudad con el barrio Conquistadores. Con el enlace de los dos parques, se crearán 42.000 metros cuadrados de espacio público.

Ante la pregunta formulada por Bio 2030 sobre cómo debemos crecer como ciudad, la respuesta es clara: hay que disminuir la huella ecológica y los desequilibrios territoriales, construir una ciudad compacta y policéntrica, integrar el sistema de ambiente, paisaje y espacio público con el de movilidad y transporte para incrementar la conectividad entre los municipios, la región, el país y el mundo. Y para todo esto es fundamental el río como eje ambiental y de espacio público, como gran punto de encuentro.

Hay que contener el crecimiento hacia las laderas y crecer en torno a sus aguas. Apropiarnos todos del proyecto como un sueño de la región que va más allá de los gobiernos de turno. Entender de una vez por todas que la columna vertebral de esta ciudad ha de ser el río y sus quebradas. El nuestro es un río terco, empeñado en sobrevivir. Este es un intento más para lograrlo.