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Vestigios en el espejo

Por: María Fernanda González Molinares|@Mafsince99

 

Para la cultura china los espejos son mágicos porque tienen la cualidad de ver el alma como realmente es, sin las máscaras que usan los humanos para protegerse. 

Una mujer y un hombre están parados frente a un espejo antiguo en el museo más importante de Medellín.

El espejo es una de las obras de arte más atractivas de la sala y ocupa un lugar en la colección permanente. Fue hecho en Colombia con inspiración francesa y es estilo Imperio, corriente artística que se desarrolló en el Primer Imperio Francés de Napoleón Bonaparte y retomó influencias clásicas para retratar el esplendor militar de la época.

El espejo que refleja a la joven pareja es reluciente, su dorado rompe el blanco de la pared y de la estructura rectangular en la que está soportado. Sus formas detalladas y volumétricas recuerdan la naturaleza: troncos, olas, caparazones de mar y una cabeza de búho que se erige como centro del decorado.  

El hombre es alto, delgado y atlético. Tiene la piel de los viajeros. Acaba de llegar de Europa y viste como si recién saliera del agua: una camiseta, una pantaloneta y un par de sandalias cafés. El olor a sal impregna sus pasos

La mujer también es alta y delgada. Es de tez morena pero pálida y tiene el cabello recogido en un rodete oscuro como el café y el chocolate. Ninguno de los dos mira a la cámara del teléfono móvil que sostiene el hombre.

La mano izquierda de ella en el hombro derecho de él es el único indicio de que están juntos. Es su primera cita. 

***

Siempre que lo veo, me estremezco.  

El museo se convirtió en el símbolo de una idea y, pese a los esfuerzos, no la he podido hacer a un lado. 

Creo, que las ideas, como otros dones humanos, se transforman. Con nuestras experiencias, aprendizajes, emociones y sentimientos. Algunas cambian por completo, otras se modifican solo un poco y de unas cuantas es posible hacer nuevas ideas.   

De la idea del amor del hombre con piel dorada y olor a mar nació la idea del museo tomado. 

La asociación me tomó por sorpresa mientras caminaba a casa en una noche oscura y lluviosa. Para ese momento eran pocos los lugares que permanecían inmunes a su presencia. Algunos se habían convertido en inhabitables, entre ellos el museo.

En los viajes de norte a sur de la ciudad cerraba los ojos cuando el tren pasaba por la estación Parque Berrio. La fachada del Palacio de la Cultura Rafael Uribe Uribe me ponía los pelos de punta. No por su estilo gótico, sino por la visión fantasma de una yo más joven que cruzaba nerviosa la Plaza Botero camino a su primera cita, con el sujeto de su más idealista deseo.  

“Toda historia de amor es una historia de fantasmas" leí en un muro de la ciudad. Los nuestros se confinaron inicialmente a los espacios del museo que habitamos juntos, sus salas de exhibición, pasillos y jardines eran los escenarios de la novela que no alcancé a escribir.  

Uno, dos, tres, seis, nueve, doce, quince...  

Con las citas se multiplicaron los fantasmas. Tomaron el museo y Medellín se llenó de ellos. Algunos inclusive ocuparon espacios que otros amores habían dejado.  

En ese momento no eran fantasmas, eran recuerdos, inspiración para nuevas ideas que me transmitían la sensación de estar cada vez más cerca de obtener lo que quería: el amor del hombre con piel dorada y olor a mar.  

Con el tiempo, la ciudad se volvió irreconocible. Fue como si no existiera antes de la idea de su amor. Pensé que como en el cuento de Julio Cortázar, mi casa había sido tomada y tendría que abandonarla.  

Los fantasmas me expulsaban de la vida que había construido y sus ruidos no me permitían concentrarme en nada más. 

Después comprendí que la literatura no es una representación exacta de la realidad y que, de seguir tomando sus ideas al pie de la letra, terminaría loca como el Quijote o envuelta en una tragedia como Emma Bovary. No obstante, sabía que debía hacer algo para contener la invasión de los fantasmas.  

No fue fácil. Escuché las canciones populares sobre corazones rotos e intenté entender por qué tantas personas se identificaban con sus letras, cómo les ayudaban a lidiar con sus propios fantasmas; también atendí los consejos de los ancianos e interioricé el papel del tiempo y la distancia en el propósito de olvidar una vieja idea. 

Poco a poco los fantasmas se replegaron. Hasta que quedó solo uno. 

***

Han pasado dos años.  

La mujer de cabello oscuro como el café y el chocolate camina por una de las salas del museo. Su pelo, ahora rubio, está libremente despeinado a un lado de su rostro. Recorre sola y pensativa la sala, cada tanto mira de reojo, temerosa de su encuentro, un antiguo espejo dorado que se encuentra en el fondo.  

El espejo luce igual, inalterado por el paso del tiempo. En su reflejo se pueden ver algunas obras de arte y a la misma mujer de antes que se aproxima hacia él.  

Cuando finalmente se acerca y ve su reflejo, una lágrima solitaria recorre el camino entre su ojo derecho y mejilla. Segundos después una sonrisa se apodera de su rostro y en un movimiento casi inconsciente saca el teléfono móvil de su bolso y posa para una nueva fotografía.  

 

Ya no soy más que yo

para siempre y tú

ya

no serás para mí

más que tú.

 

Ya no estás

en un día futuro

no sabré dónde vives

con quién

ni si te acuerdas

(Idea Vilariño)