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Vivir de la muerte


María Camila Gómez Ortiz

@camg.fotografia @camigomez2699

En la cárcel y en los cementerios los domingos son días de visita. Los reclusos y l​as ánimas se regocijan a la par. Una inquietante paz alumbraba el día; al entrar, un hombre mayor tocaba su guitarra con la mirada fija en el suelo, tenía sombrero negro de paño y un pantalón del mismo color, camisa blanca y oscurozapatos en charol. La escena se sintió tan poética que  podría pensarse que fue sacada de alguna vieja película lúgubre.

El barrio de los muertos tiene una antesala tan pomposa que los visitantes más curiosos y menos tristes no buscan otra cosa que tomar fotografías. Sin ser la excepción yo también lo hacía, de repente aquellas notas agudas fueron abruptamente interrumpidas por desgarradores gritos. Un grupo de jovencitas lloraba desesperadamente “mamita mamitaaaa, no se la lleven”, una tarareaba como podía mientras otra, tirada en el suelo, se lamentaba “déjenme aquí yo la cuido, yo me quedo con mi mamita”. Se sintió una carga ancladora y una terrible pesadez en el ambiente, tanto que los presentes no tuvimos más remedio que llorar impresionados; todos menos aquel guitarrista quien sereno, amenizaba la escena y le añadía varios grados más de tragedia.

Minutos después, una calma total recobró de nuevo el lugar; la tristeza arrastraba los pies haciendo un ruido silencioso. El intérprete de la muerte es José Manuel Ospina; cada día desde hace diez años viene al Museo Cementerio San Pedro a tocar y cantar en algunos entierros o fechas de aniversario frente a las tumbas y bóvedas. De cualquier lugar en el que pudiese trabajar encontró en este una oportunidad lucrativa de subsistencia, cinco mil pesos la canción y el pañuelo es gratis. Su repertorio no es muy amplio, las canciones lúgubres sobresalen, entre estas destacan clásicos mortuorios como: Adiós a mi madre, Dos claveles, Cinco letras, Madre del corazón; para los padres interpreta: Las Acacias, Lejos de ti, Venas amargas y En mi soledad.

Don José Manuel se ha acostumbrado tanto a la muerte que no considera, que su canto armoniza y acompaña el viaje de las almas —como Orfeo que logró infiltrarse al inframundo para cantarle a su amada—. Él cree que la música es para los vivos, busca darles desahogo en esos momentos de pérdida, según él: “Al fin y al cabo los que escuchamos somos los vivos, los muertos ya muertos están”. Ha llegado a familiarizarse con la tragedia a tal punto que con total serenidad expresó que “uno se tiene que preparar para todo lo que venga en este oficio, es muy normal ver gente llorando, desmayada y sacada en brazos”.

Hay una idea generalizada de que la muerte iguala, pero la ciudad de los muertos, como todas las demás, está dividida por clases. El Museo Cementerio San Pedro comenzó siendo una acrópolis de alcurnia, donde reposan los restos de algunas de las personalidades más representativas y entre sus pabellones se alojan muertos comunes y corrientes. Juntos, pero nunca revueltos. Los difuntos dignos de ser inmortalizados, por sus buenas o malas obras, son merecedores de tener su propio mausoleo. A los creyentes de a pie los acaparan en bóvedas por el ala oeste y a las almas desafortunadas que sucumbieron voluntariamente, adelantándole el triunfo a la  muerte, los desplazan a los osarios de la zona este. Lo único que realmente los iguala es tener que comprar sí o sí el derecho a ocupar un espacio en ese lugar.

Detrás de la solemnidad de la muerte hay un gran y necesario negocio funerario que emplea a cientos de personas, pues alguien debe de seguir ocupándose de las necesidades de los difuntos. De todos los empleos y lugares para trabajar, un cementerio es de las últimas opciones en ser considerada, pero la necesidad aclama. Este es el caso de Jairo Grisales, portero del cementerio desde hace cuatro  años. Jairo ha enfrentado con tenacidad gran cantidad de peligros humanos, pero asegura hacer hasta lo imposible por no tener que cumplir el turno de la noche, pues a las apariciones fantasmales sí que les tiene miedo.

Comentó que una vez vio a una persona brillante parada frente a una bóveda, era un hombre acuerpado y calvo que vestía una camisa de cuadros y lucía más vivo que muerto; intentó salirle al paso, pero ese alguien desapareció. Al fijarse en la lápida notó que había muerto el día antes y agrega que si lo vio de día no quiere imaginarse cómo será verlo en la noche. Dentro de los demás gajes de su oficio o como él lo nombra, de su rutina, está presenciar peleas familiares, interminables llantos y súplicas en los ataúdes, gritos descomunales e incluso enojos. Los nombra a todos con naturalidad; lidiar con la tragedia hace parte importante de las labores que mes a mes le aseguran el sustento a él y a su familia.

Existe una dualidad magnética con la muerte. Esta es a la vez  certera como incierta, nos anima a descifrarla y son pocos los lugares donde se puede dimensionar su potestad como en aquellos campos santos. En cada pasillo la muerte encaraba, algunos reían y parecían sonreír mientras ponían en los celulares algunos cánticos alegres que desentonaban del todo con el lugar; otros, sin ninguna vergüenza, entablaron conversaciones no respondidas con su muerto. De esta forma, no solo existen variedad de visitantes, sino también diversidad de difuntos y lápidas, dejando indicios de lo que fueron en vida. Las bóvedas tenían desde fotografías mal editadas —con el difunto entre nubes reverdecidas y tipografías extravagantes—, hasta caricaturas y baúles con todo tipo de objetos dentro como perfumes, pulseras e incluso cartas. 

Luego de un rato allí, se podría clasificar el dolor y el llanto casi que por niveles. Comenzando por los llantos breves, de pocas lágrimas y silenciosos que van acompañados de las visitas express; hasta llegar a los gemidos desgarradores, llantos tan intensos que se confunden con carcajadas, dando indicios de la reciente pérdida, incluyen desmayos y enojo y generan una sensación de culpabilidad por la propia vitalidad. Todos los casos anteriores son bien conocidos por Jorge Paniagua, quien lleva treinta y tres de sus sesenta y dos años siendo operador de oficios varios en el cementerio; pocas cosas lo sorprenden o sensibilizan luego de respirar por tanto tiempo el aire de la calamidad. En un principio enterraba y sacaba restos, en ese entonces él mismo los partía con un cuchillo porque no existía aún la cremación. 

Jorge narró, casi que desinteresadamente, cómo una vez enterró a catorce personas de una misma familia, luego de que la guerrilla se tomara Granada; los abuelos, padres, tíos, sobrinos y nietos, todos asesinados y enterrados uno junto al otro. También recordó cómo en la época de la mafia mataban allí dentro a los asistentes de los entierros, aumentándole el trabajo. Tacha de exagerados a aquellos que tramitan el dolor con mayor pantomima: “Hay gente que es de verdad y otra que es payasada, ya uno como que se acostumbra, una vez sí me conmovió cuando un niño pequeño me preguntó por qué enterraba al papá”. 

A diferencia del resto, las personas que trabajan en la industria funeraria y realizan estos oficios no tienen esa romanización de la muerte, al contrario, la naturalidad con que enfrentan a diario la calamidad humana es casi indiferente. Muchas personas viven de cerca la muerte y trabajan para ella, de alguna manera les asegura un mejor paso por el plano terrenal a ellos y sus familiares. José Manuel, Jorge y Jairo al pensar en su propia muerte solo piden una cosa: que los cremen.  Entienden el ajetreo que deja morirse y prefieren evitarle a otro tanto trabajo, además, saben que morir es un acto demasiado costoso y quieren reducirle las ganancias a la ambiciosa parca.