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El bombero de Ray Bradbury

María Antonia Ruiz Espinal



El nuevo presidente de Brasil y su ministro de educación quieren convertir los colegios en centros de educación moral. Y con más tintes militares que cívicos pretenden reemplazar el pensamiento crítico por creencias religiosas. Ya no hay que esperar 1000 años para el futuro distópico: está claro que es ahora.

En Brasil han creído en la promesa de la mano dura. Más de tres décadas después de haber superado una de las dictaduras más largas de América Latina, el nuevo presidente Jair Bolsonaro con su discurso de ultraderecha pretende eliminar las “ideologías nocivas” que, según él, durante 13 años los gobiernos de izquierda del Partido de los Trabajadores impusieron en las escuelas estatales.

El nuevo plan educativo del gobierno adelanta el proyecto Escuela sin partido. Al mejor estilo de Fahrenheit 451, este proyecto pretende prohibir libros y la discusión de temas relacionados con la orientación sexual y el género en las aulas de clase. El primer intelectual censurado será Paulo Freire, el gran referente brasileño del pensamiento crítico y la pedagogía de la liberación que murió hace 22 años. Esto, a grandes rasgos, da pistas sobre qué será la educación en tiempos de Bolsonaro: una trinchera y un vuelco a la educación autoritaria que había sido abolida tras el fin de la dictadura militar en 1985.

Prohibir temas de conversación, quemar libros y perseguir intelectuales no es algo exclusivo de las distopías. Se sabe que en el siglo XVI, después del Concilio de Trento, el papa Pío IV mandó a imprimir el Index: un índice de libros prohibidos que contenía una lista de las publicaciones que la iglesia católica consideraba nocivas para la fe. Pero esta práctica no solo fue característica de la iglesia. En la segunda mitad del siglo XX casi que se volvió costumbre durante las dictaduras latinoamericanas. En Chile, bajo el mando del general Augusto Pinochet, los militares organizaban quemas de libros como si de partidos de fútbol se tratara. Pretendían “eliminar el cáncer marxista” que azotaba a la sociedad.

En pleno siglo XXI hasta la teoría darwinista de la evolución ha sido puesta en duda por Aléssio Ribeiro Souto, un general que fue candidato para ocupar el Ministerio de Educación del gobierno de Bolsonaro. Ya el cargo se lo ganó Ricardo Vélez Rodríguez, un filósofo colombiano recomendado por Olavo de Carvalho, el gran divulgador de las ideas de la derecha radical estadounidense en Brasil y símbolo de la nueva derecha. El reto de Vélez es grande. En sus manos tiene el presupuesto educativo más alto de América Latina: 30.590 millones de dólares al año para un sistema de 48,8 millones de estudiantes y 2,2 millones de profesores. Un total de 51 millones de personas -casi toda la población de Colombia- que tendrán que participar de una cruzada moralizadora basada en el orden, la fe y la disciplina militar.

Ahora es evidente que el mito le ha ganado a la ciencia y la fe a la evidencia. Con el nuevo gobierno, se teme que la discusión de las ideas en los salones de clase sea reemplazada por las “verdades” impolutas que dictará la máxima autoridad. El reconocimiento de la pluralidad y el respeto por la diferencia serán temas oníricos o de ciencia ficción: cosas que, tal vez, sucederán en el futuro. Por ahora, el presente parece devolverse al pasado: ya el gobierno ha decidido reemplazar al Secadi -la institución encargada de velar por la educación étnico racial y los Derechos Humanos- por la nueva Secretaría de Modalidades Especializadas. De acuerdo con la doctora en Educación Márcia Jacomini en un artículo publicado en la Revista Arcadia, “dar fin al Secadi deja ver que este gobierno combatirá enérgicamente todas las políticas educativas dirigidas a la diversidad y las minorías”.


Un adelantado a su tiempo

Paulo Freire sabía que enseñar no era cuestión de separar las palabras en sílabas y escribirlas en el tablero. Mucho menos era asignar una sarta de planas interminables. Él sabía que las tareas mecánicas no enseñaban a pensar y que el trabajo de los maestros no consistía en atiborrar de definiciones a sus alumnos. Para él, la educación era un acto político: exigía rigor metódico e investigación y el educador era una figura intermedia entre un político y un artista, nunca un técnico frío. Además, ésta era el único instrumento mediante el cual el pueblo podría liberarse de la opresión.

Eliminar de las aulas el pensamiento crítico no es educar. De nada sirve saber poner tildes, comas y tener buena redacción. Y eso Freire siempre lo supo. Por eso, en la década de los 60, el pedagogo, conocedor del contexto que rodeaba a los trabajadores de las plantas de azúcar, aplicó su teoría y alfabetizó a 300 jornaleros en 45 días. Ese carácter emancipador que caracterizó su obra es lo que le ha valido el rechazo de los conservadores y aficionados de Bolsonaro. Su libertad de pensamiento lo ha condenado. Y es que para Freire no había opción: o se educaba para domesticar y alienar a los alumnos o para formar hombres libres, deliberantes y transformadores del contexto social.

Su elección no iba con los gustos de las clases dominantes, a quienes no les convenía su proyecto. “Para 1964, en vísperas del golpe de Estado, él preveía la inauguración de 2000 Círculos de cultura para atender aproximadamente a dos millones de alfabetizados, a razón de 30 por cada círculo, abarcando cada curso una duración de dos meses. Se iniciaba así una campaña de alfabetización en todo Brasil, a escala nacional y con proyecciones verdaderamente revolucionarias que en las primeras etapas alcanzaría a los sectores urbanos y en las siguientes a los sectores rurales”, cuenta Julio Barreiro en el prólogo de La educación como práctica de la libertad.

Educar para la libertad siempre ha sido una trocha larga y pantanosa que solo se ha podido atravesar a partir del diálogo. Para Freire era clave que en ese proceso dialógico tanto el alumno como el profesor pusieran en común sus conocimientos: el educador su bagaje y el educado su contexto social. Es como explica Jacques Rancière en El maestro ignorante, con la historia de Joseph Jacotot, un revolucionario exiliado que había generado escándalo al comienzo del siglo XIX al afirmar que un ignorante podía enseñarle a otro ignorante aquello que él mismo no sabía, proclamando la igualdad entre las inteligencias y oponiendo a la instrucción mecánica del pueblo la emancipación intelectual, tal como pretendía Freire con su proyecto.

A toda con el lanzallamas

Antes de llegar al El Palácio do Planalto el ex general, ahora presidente de Brasil, ya había cumplido su séptimo mandato en la Cámara de Diputados en representación del Partido Progresista. Y de las 150 propuestas que presentó en 27 años como diputado, solo dos fueron aprobadas y solo una era educativa. Para 2006, mientras se debatían los cupos para estudiantes negros en las universidades, dijo de forma irónica que entonces el 50% de las curules del Congreso debían ser también para población afro, y anunció que él mismo votaría en contra de esa propuesta.

Como en tiempos de la dictadura, la propuesta de Bolsonaro de suprimir palabras y textos del aula de clase y denunciar a los profesores que compartan con sus alumnos “ideologías nocivas” es un ataque a la democracia. El diálogo y la deliberación son prácticas que realmente promueven el ejercicio de la democracia en los colegios, más allá de los simulacros de las elecciones de representantes estudiantiles. Es en este marco donde se construye el pensamiento crítico, y donde la idea de una Escuela sin partido resulta tan retrógrada y contradictoria como lo que intenta evitar: un sistema de adoctrinamiento.

El sueño de Bolsonaro es tener una dictadura como proyecto político. Y el miedo ha sido su mejor estrategia. Durante años, ha pensado la política como un campo de batalla y cada movimiento lo ha realizado con precisión militar. De esta forma, ha identificado los objetivos que quiere derribar: las mujeres, los negros, los homosexuales, los estudiantes, los liberales y los ateos. Ahora que ocupa la presidencia planea acertar para vencer. El camino que ha despejado para lograrlo va de la mano de la censura: vetar el lenguaje para amordazar el pensamiento. Silenciar el pensamiento para eliminar la duda. Y matar la duda para impedir la búsqueda de la verdad y el camino mismo hacia la libertad. Ese es su plan. Unos dirán que es propio de un mundo distópico. Lo que no saben es que ya se está viviendo.