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El Dante del Cartucho

María Camila Gómez
marcami26@hotmail.com
@camg.fotografia


Darío Agudelo caminó los nueve círculos del infierno y salió con vida, pero nunca logró ascender al cielo. Hoy está en un limbo de incertidumbres y secuelas de todo lo que vivió en el inframundo.

La primera noche que durmió en el infierno no sintió calor, al contrario, tenía tanto frío que le dolían los huesos. Tampoco vio los demonios míticos con varias cabezas devorando a Bruto y a Judas ni a los lujuriosos amantes de Riminni. Lo cierto es que el mal estaba más cerca de lo que imaginó.

Tenía dieciséis años cuando comenzó su descenso por los círculos del infierno, a solo una cuadra de su casa y con un cacho de marihuana encendido entre labios. Se perdió en la selva oscura de su adolescencia, cuando en compañía de su hermano mayor y tres panas, que hicieron las veces de bestias feroces, entró en un mundo del que nunca más supo salir: las drogas.

La vida de Darío comenzó en Caldas, Antioquia en 1952 junto a sus dos padres y sus nueve hermanos. Sus habilidades matemáticas lo hicieron merecedor de una beca en la Universidad de Medellín, donde comenzó un pregrado en finanzas que no terminó; cree que ese fue su primer fracaso. No se rindió y buscó un empleo en la Locería Colombiana, pero a los seis meses lo despidieron por fumar bareta.

Más adelante, llegó a trabajar en el Banco Agrario de Colombia y lo enviaron al culo del mundo: Cunday, Tolima, un pueblo tan pequeño como problemático. El primer día de trabajo conoció a Dolores Hoyos, y como si su nombre no fuese mal presagió, decidió acercarse; ella ilusionada con el joven citadino y elegante, imaginó rápidamente un buen futuro a su lado. Se equivocó. A los dos meses se casaron a escondidas porque ella estaba embarazada, con pocos invitados y sin ninguna celebración. Ya estaban juntos frente a los ojos de Dios y el mundo, pero sin la bendición de absolutamente nadie. Días después de la boda la suegra lo mandó a llamar y le dijo: “Así que se casaron a escondidas, eso estuvo muy mal, por eso nunca serán felices”.

Luego de la boda llegaron los hijos, uno tras otro, cada uno con dos años de diferencia, hasta que fueron cuatro. Así se formó la familia Agudelo Hoyos, felices y con dinero, aparentemente; solo hacía falta la foto familiar frente a la iglesia pegada en la nevera. Darío comenzó a descender a las profundidades del Hades cuando conoció a Virgilio, el sobrino de Dolores, un expendedor de droga, quien lo guiaría por la peligrosa travesía. A la primera inhalada de cocaína, Darío ya estaba mirando a Satanás a los ojos, que no es rojo ni tiene cachos, es más bien blanco y polvoroso.

Todo se complicó para la familia: “Cuando Darío perdió su trabajo fue el principio del fin, tuve que hacerme cargo yo sola y comenzamos a pasar necesidades, eso sin nombrar lo violentó que se volvió”, cuanta Dolores. La suerte de la familia se había consumido tan rápido como Darío se fumaba un porro. Dolores comenzó a trabajar hasta el cansancio, tenía varios trabajos y en todos ganaba muy poco; él se quedaba en casa y destruía todo, podía estar sereno frente al televisor, escuchar algo extraño y volverse loco, romper la locería y gritar a los niños, por eso a ellos no les gustaba su compañía; dicen que incluso fumaba delante de ellos. La violencia continuó y con el inicio de una separación parpadeante.

Esa fue la primera vez que Darío se desapareció de la vida de todos: se iba sin avisar y nunca decía cuándo iba a regresar. Dolores aprovechó para escapar de él junto a los niños, pero tuvo que abandonar el pueblo y separar a su familia por la falta de recursos. Los dos mayores, Juan Felipe y Pablo Andrés, fueron a Caldas a vivir con los abuelos paternos y los dos pequeños, Luisa María y Esteban José, se quedaron con ella en Bogotá. La situación no fue sencilla para nadie, uno de ellos comenta que allí comenzó “la vida de nómadas”, un constante abandono de colegios, ciudades y amistades.

Darío mientras tanto habitó el Cartucho en Bogotá, barrio conocido por haber sido la olla expendedora de vicio más grande de la ciudad, el hogar de cientos de habitantes de calle, el nicho de la prostitución infantil, la fábrica predilecta de una multiplicidad de drogas y el lugar que presenció las muertes más violentas y decadentes de cientos de personas. El Cartucho era el mismísimo infierno, el noveno círculo y dominio de Satán, que envió a sus diablillos Los Sayayines a gobernar en su ausencia.

El joven prodigio de las matemáticas durmió en medio de cartones durante años, sintió el pavimento frío bajo sus muslos tanto tiempo que llegó a sentirlo tibio y acogedor. La calle fue su hogar, las migajas su comida y la droga fue su única compañía. Aunque se supone que de allí nadie salía, Darío lo logró. Con treinta y ocho años, media vida desecha y otra media incierta, Darío, mi abuelo, el habitante de calle, quiso volver a intentarlo y buscó de nuevo a Dolores, mi abuela, su Beatriz, para que lo sacara de ese inframundo y le mostrara el camino al empíreo, el tan prometido cielo.

Mi abuela intentó hasta lo imposible pero nada resultó porque regresar de las profundidades del mal debía ser una decisión personal. Lo internó en varios centros de rehabilitación, de los que pronto él encontraba la manera de salir y volver a las calles, siempre buscaba volver a lo único que conocía: la falta de todo.

Los pies se le deformaron de tanto caminar que tiene los dedos uno sobre otro y las uñas manchadas de mugre. En la decrepitud de la vejez y la pobreza acudió a su hijo más fiel, Pablo Andrés ve por él y le permite vivir en su casa. Una temporada en las moradas infernales le secó la carne, le quemó la piel y le derritió las encías, también consumió aspectos de su alma, como sus sueños.

Ahora Darío Agudelo vive entre lujos y abundancia, y aunque su cuerpo esté limpio y su cama sea acogedora, su mente sigue en las calles al igual que sus hábitos. Es por esto que casi no usa su ropa para no gastarla, ni le gusta comer demasiado, basta con ocho tintos diarios y arroz en el almuerzo. Tampoco tiene cosas preferidas, según él: “Cuando todo hace falta no hay de dónde escoger”. Da las gracias centenares de veces al día, pero tiene los ojos caídos y parece un perrito congojado, incluso cuando se ríe pareciera que falseara su sonrisa o quizás no le gusta sonreír por su falta de dentadura.

Duerme poco en las noches, es usual escucharlo en la madrugada arrastrando los pies que aún recuerdan el descenso que recorrieron. Dice que la culpa no lo deja dormir, siempre habla en pasado, de lo que pudo ser y no fue, de todas las veces que fracasó; es difícil escucharlo refiriéndose a él mismo con algún comentario positivo. A los 67 años, con el cabello blanco cenizo y la piel curtida por el fuego, le pesa la vida. Las horas se le van en la cama queriendo dormir para no pensar. Es solitario, le gusta su silencio, la única voz que le gusta escuchar es la de su viejo radio rojo, compañero de almohada y de desvelos. A veces canta tango y boleros viejos con tanto desconsuelo como si aún le doliera estar tan vivo.

En su armario guarda papeles viejos, sobre todo chances, tiene 300 aproximadamente, y así no compre el chance, le gusta pasar a ver los tableros de resultados. También guarda su tesoro más preciado, la foto de su nieto Andrés Camilo en un caballito de madera en la plaza de alguna ciudad. Cada tanto le da besos a esa foto, lo sé porque todos lo escuchamos y la foto está manchada por sus babas.