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El hombre que vive de la polla

Álvaro Arturo Guerrero Arango

Se llama Carlos Mario Bustamante, nació en Medellín hace 65 años, y desde hace treinta vive del rebusque y de su polla. Tiene pinta de jugador de fútbol de los sesenta, es chato y piernón. Y como si se pasara la vida buscando a los sobrevivientes del Titanic, no se saca el pito de la boca.
El pollero, empieza advirtiéndome que tiene una memoria horrible, que cree que tiene algo muy parecido al alzhéimer, me jura que su olvido no es selectivo y que no tiene nada que ver con la media de aguardiente y las tres cervezas que, como todos los días, se toma en el caspete de la Negra. Fueron inútiles entonces todos mis intentos por rebuscar anécdotas y relatos de un pasado cercano.
Camina las 37 cuadras que hay desde su casa al trabajo; va de medias a media pierna, pantaloneta maradoniana y camiseta escarlata. Tiene el pelo del color de la coca y unas gafas que sirven pa´ lo mismo que las tetas de los hombres. Lleva los audífonos conectados a un Motorola de dos pilas y una riñonera de cuatro cierres que parece más bien la caja de herramientas del presentador de Art Attack. Donde Dianita llega dos horas antes de empezar la función, lleva treinta años haciendo la previa ahí. Pide dos cervezas que se le van calentando al son de los clásicos de la salsa romántica, y que le apuntan para que pague en el próximo eclipse de sol.
El señor que vive de la polla, empieza a contar una historia y termina en otra, con otro protagonista y en otro espacio, responde sin que le pregunten, no se calla, jadea, traga más saliva que cualquier fulano, enrolla y desenrolla los audífonos en el Motorola, saluda, se para, camina, hace un chiste y vuelve. Está revolucionado, hiperventilado. Una pastilla azul no hace tanto efecto. Así es siempre, dice Dianita, como si estuviera de afán todo el tiempo.
Al menos ese miércoles la inquietud era justificable. Había botado el pito. Estaba seguro, no había forma de que lo hubiera dejado en el cuarto de 15 baldosas en el que vive, tampoco en el chifonier blanco de tres cajones que le ocupa todo el muro. Imposible. Lo hubiera visto.
Esculcó en la riñonera. En el bolsillo de adelante, nada. Ahí solo estaba el Nokia y la libreta de los teléfonos. Segundo bolsillo, la copia de la cédula, el certificado del Sisbén, el requerimiento del subsidio a la tercera edad, pero el pito nada. Tercer bolsillo, el más grande, las tijeras, las planillas, las bolsitas ZipLock, ¡dónde putas lo habré dejado! El último bolsillo ni lo abrió, era el de la plata, el que estaba vacío. Caso perdido.
Lo superó rápido. Aprovechó para volver a guardar en orden lo que había sacado y tirado sobre la mesa. Antes de volverla a doblar en cuatro, volvió y leyó la solicitud del subsidio que le hizo a la Alcaldía de Medellín hace tres años, con la esperanza de que algún día, de pronto el mismo día que pague las cervezas, la copia original deje de hacer de descansa pies en el despacho de algún funcionario.
Las tijeras, las planillas y las bolsas ZipLock las dejó afuera. Las tijeras son para recortar las planillas y las bolsas para meter los recortes. Lleva cuatro planillas, cada una con los mismos diez nombres, con los diez jugadores que el Paisita dijo por el Motorola que iban a jugar esa tarde vestidos de azul y rojo en el Atanasio. De hecho son once los jugadores, solo que el arquero por ser enemigo del gol, no merece participar.
Son en total cuarenta papelitos y cuatro ganadores, uno por cada diez. Cada papelito vale $2.000, cien veces más de lo que valió la primera vez que le dio por organizar la polla con sus hermanos y sus vecinos en norte a finales de los setenta. Ahora la hace en oriental, y le paga $10.000 al que haya sacado el nombre del autor del primer gol del partido.
Eduardo Galeano decía que el gol era el orgasmo del fútbol y que como el orgasmo el gol era cada vez más escaso en la vida moderna. Decía que un 0-0 eran dos bocas abiertas, dos bostezos, condenaba a los equipos que juegan a defenderse y dedican sus esfuerzos a evitar goles y no a convertirlos. Para Galeano el gol es más bien un milagro, para el pollero, es más bien una maldición.
El pollero es el anticristo del fútbol, fanático del 0-0 va al estadio cada tres o cuatro días pero nunca ve el balón. Reza para que la red no se infle, para que no se tenga que sacar desde la mitad de la cancha a no ser que vaya a comenzar un nuevo tiempo. El éxito de su día de trabajo consiste en que el primer gol o tarde en llegar o nunca llegue y así lograr vender la mayor cantidad de papelitos posibles antes de que el orgasmo haga gemir a la tribuna por primera vez. Su jornada puede durar noventa minutos si se le da el milagro de los bostezos o bien puede durar lo mismo que una pelea de Tyson si se da uno de esos malditos goles de camerino. Las gambetas, las fintas, los túneles, los penaltis último minuto, nada le importa, no hay un gol que se haya arrepentido de no ver, de no celebrar, no hay un jugador en treinta años que lo haya forzado a voltearse para darle la espalda al público, sin embargo, dice que Aristizábal el que más lo hizo perder, fue su favorito.
Carlos Mario despide de pico esquinero a Dianita y entra al estadio. Falta todavía media hora para que los árbitros salgan a la cancha y él ya sonó el primer silbato de la tarde. Silbato que por cierto encontró en el bolsillo de la pantaloneta y que los inquilinos habituales del Atanasio lo reconocen como si fuera un jingle navideño.
Hace el mismo recorrido de siempre, va de abajo a arriba y de sur a norte: “LLEGÓ LA POLLA, PIIIIIIIIIII PIIIIIIIIIIII, LLEGÓ LA POOOOLLAAAAAA, PIIIIIII PIIIIIIII” y lo llaman los niños primero, después los abuelos y después los papás. Ese orden de llamada está determinado según la ilusión que hay en el corazón de sacar ese Do de pecho que resulta en gooooolaaaaazo. Y los ilusos sacan el papel con la esperanza de que aparezca el nombre del goleador, de ese matador infalible a la red, de ese asesino de porteros que tiene el arco que no es un arco pintado en la frente. Pero cuando el sobre se abre y de repente aparece el apellido central torpe, tosco, que desde niño se dedicó a frustrar alegrías, que no tiene vergüenza para patear el balón de punta a la fila 34, todo se desvanece. Y vuelven a leer incrédulos, y lo voltean y vuelven y lo doblan y lo ofrecen de vuelta.
“Es que usted no pone a los delanteros”.
“Cámbiemelo que este nunca hace gol”.
“Siempre me sale este negro hijueputa”.
“No le vuelvo a comprar”.
¿La respuesta? “LLEGÓ LA POLLA PIIIIIIIIIII PIIIIIIIIIIII LLEGÓ LA POOOOLLAAAAAA PIIIIIII PIIIIIIII”, y sigue subiendo escalones que parece que no fueran a terminar nunca. Ahora le tocó pitar al juez, la pelota rodó y el hombre que vive de su polla ni se dio cuenta, no le importa. Apenas había vendido diez papelitos y le quedaba la tribuna entera por caminar. Eran unas siete mil personas a las que había que ofrecerles la ilusión del primer gol.
No había pasado ni un cuarto de hora y cuando la multitud gimió, los precoces no eran ellos, no era su culpa. El único responsable era Cano, el argentino que hizo 21 goles en 20 partidos, y que si sigue así va a desbancar a Aristizabal como el favorito. Y con el pito del juez señalando la mitad de la cancha, el pollero supo que había sido todo por hoy, que había que echar reversa y pagar, y demostrar que no en todos los papeles estaba escrito el apellido del negro hijueputa que sale siempre.
Demostrar que también sale el goleador, el que le pone fin a una jornada de trabajo.
“LOS QUE GANARON LA POLLAAAA PIIIIIIIIIII PIIIIIIIIIIII LOS QUE GANARON LA POOOOLLAAAAAA PIIIIIII PIIIIIIII”
Ahora no lo llaman, van y lo buscan. Para ese momento el aguardiente y la cerveza ya hicieron lo suyo, paga con una risa que ni al ganador se le escapa. No le interesa cuánto le pagaron ni cuánto pagó. Si el ganador fue un niño le hace sentir que se sacó la lotería, y le paga con la misma emoción con la que se celebra un gol.
No hay un grito ni un pitido de despedida, no sabe si su polla le alcanzó para comprar el almuerzo de los tres días que ahora le faltan para poder rosarle otra vez la mejilla a Dianita. La borrachera no lo pone nostálgico ni mucho menos, desanda los pocos pasos que alcanzó a recorrer, cancela la que cree que es su última cuenta morosa, y se va.
Alguien tendrá que decirle alguna vez al que cuenta los asistentes al show, que siempre suma uno de más. Porque el hombre que vive de la polla aunque hace sonar el torniquete de la entrada, se va sin sentirse tentado a sentarse y quedarse hasta el final, sin voltear a despedirse de los ídolos de los niños, sin mirar de reojo la repetición, sin insultar al árbitro, sin maldecir al goleador, sin haber estado ahí.