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El prometeo del arcoíris


Así como el fuego ayudó a calentar a los hombres de Prometeo, Grindr ayudó con las calenturas de los hombres gays del siglo xxi

El 25 de marzo de 2019 se cumplieron diez años desde el día que el Prometeo de la comunidad gay les hizo entrega del fuego. Y este Prometeo contemporáneo, en lugar de sentir el picoteo del buitre en su incesante hígado, se baña en las rentas que deben significar ser el creador de una aplicación móvil con más de 10 millones de descargas. Joel Simkhai, un emprendedor israelí, nos daba a los gays la primera llama: Grindr, una aplicación con la cual buscar otros gays. Y digo que este avance no debe pasar desapercibido ni debe ser comparado con otras aplicaciones de citas por una simple razón: El hombre gay para permitirse coquetear ya no debe adivinar si su objetivo comparte su condición, la que es, según los manuales médicos e institutos, su ex enfermedad. Esta es una duda que los heterosexuales, los privilegiados con la certidumbre, simplemente, no experimentan. El hombre gay ya no debe basarse en la posición de la areta para diferenciar a un marica de un pirata. Si tiene dudas sobre alguno, si su brújula de corazonadas tintinea, ya no debe preguntarse si este se encuentra mirando el partido por los goles o por el vaivén de lo que se encuentra en las pantalonetas. Esta aplicación le ahorra a muchos preguntas que, dependiendo del grado de intolerancia y animalidad del receptor, podrían terminar en una brutal golpiza. Si está en la aplicación, es gay. Tan sencillo como eso.

Así como el fuego ayudó a calentar a los hombres de Prometeo, Grindr ayudó con las calenturas de los hombres gays del siglo xxi. Y estos últimos le dieron a su regalo usos más versátiles que aquellos que los griegos le dieron en su momento al fuego.

Crear una cuenta, más que sencillo, es un ejercicio de autoconocimiento, ya que lo primero que te piden cuando configuras tu perfil es que intentes hablar acerca de ti. Te invade un malestar introspectivo de pensar en palabras que te describan de la mejor manera, como si esto fuera a quedar plasmado en el epitafio de tu lápida.

Luego encontramos la sección que la aplicación llama “estadísticas” y es aquí donde se han esmerado en el ejercicio de la taxonomía. La pantalla del cuestionario se desliza desde las preguntas anodinas y exógenas—altura, edad, peso— hacia aquellas que refutan esa condescendiente idea de “lo importante está en el interior” ya que comienzas a verte seleccionando qué partes te componen, como Frankenstein haciendo inventario de su cuerpo. La aplicación te dice que eres asiático, blanco, latino, de medio oriente, mixto, nativo americano o negro. Ella no es hipócrita, no intenta disimular el racismo que colinda al amor. Entiende la difícil tarea de su erradicación y no se indigna cuando sus usuarios prefieren que sus Apolos o sus Jacintos sean de tez clara.

La aplicación sabe que buscas conseguir amigos, chatear, salir en una cita, contactar gente nueva, disfrutar el momento —o lo que dentro de este mundo llaman “roce”— o una relación seria, esa bestia rara que buscan cazar los idealistas, los anacrónicos románticos.

La aplicación sabe. Es autoconsciente y condescendiente con su gente. Su ícono es un antifaz amarillo en un fondo negro, una máscara de discreción para las personas averg o n z a d a s de estar allí, de dar la impresión de no ser capaces de encontrar sexo por los medios comunes.

Grindr también sabe que aún existe la maldición sodomita y gomorrita que, desde las entrañas, estaba matando a su comunidad en los ochenta. Por esto ofrece que expongas, para seguridad de los usuarios, tu estado de VIH y la fecha de tu último examen. Es una lástima que algunos usuarios caigan en el error de los griegos de usar su fuego para forjar armas o destruir civilizaciones. En una de mis primeras aventuras en los pabellones de Grindr, mientras ojeaba perfiles diversos y curiosos, uno en particular me llamó la atención, casi como el más efectivo microcuento, me consumió por completo la posible historia detrás de un perfil que escribía bajo la foto de dos apuestos tipos, haciendo poses de modelos en baños públicos:

“Cuidado. LEA. Estas dos personas buscan hacer daño infectando a los demás. Están putos porque les destapé la vuelta y ahora niegan todo y se hacen las víctimas. ¿Pruebas? Pregunte por ellas”.

El club del sida ha encontrado nuevas formas de reclutamiento y estos dos hombres, que habían sido expuestos casi como un par de supervillanos, son la prueba de los peligros que se esconden en esta interfaz de colores negro y amarillo, es una irónica coincidencia que sean los colores de las señales de tránsito, de esas que advierten un peligro en la carretera.

Otros perfiles no me suscitaron miedos sobre el peligro del contagio, sino de la cárcel. Encontré niños en la aplicación, que a pesar de escribir en letras enormes como encabezado de su perfil “18 años”, por su físico era obvio que aún faltaba mucho tiempo para llegar al mínimo legal. Uno de estos perfiles al menos era consciente del problema de estar allí, y es por eso escribía en su título “Menor, pero no denuncio”. Con estos la espina se me enfrió, por temor, más que a caer algún día en una trampa así, fue por temor al destino de estos niños.

Este grupo de Ganimedes están allí, ofreciéndose como frutos recién cosechados, tempranitos y biches para las águilas pederastas de los desagraciados Zeus contemporáneos.

Como estos hay cantidades de variaciones al tema del sexo o del interés. Algunos aprovechan la autocomunicación que se les permite y ofrecen sus servicios de abogados, mientras que otros venden drogas, ropa interior y hasta oportunidades de emprendimiento. Otro grupo —para mí, el más triste— está constituido por los viejitos o maduros. Hombres de más de cincuenta años, que te mandan mensajes perseverantes, imbuidos en una cortesía extraña en aquellos lares

“Hola belleza. ¿Cómo estás? Soy hombre mayor, trabajador, simpático y tierno. Busco una relación seria y buena compañía. Soy solvente. Escríbeme”.

Este mensaje me llegó acompañado de la foto de un hombre de cara apagada, como si la vida lo hubiera golpeado a patadas por muchos años, y una sonrisa larga y de dientes separados que se buscaba un lugar en ese rostro patético. Con estos mensajes que me llegaron en distintas ocasiones no pude sino sentirme fatal, asustado de que este fuera mi destino. Conseguir un buen trabajo, un buen sueldo, para poder pagar por compañía cuando tu cuerpo te repugne hasta a ti mismo.

Solo espero hacer un buen uso del fuego que Prometeo nos dio. Evitar forjar armas e incendiar pueblos y mejor darle el uso primario. Algo por lo que tantos homosexuales en las brutales décadas pasadas fueron perseguidos, atacados y asesinados, un poco de compañía, un poco de calor.