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El viejo de Palinuro

Dayana Agudelo Meneses
dagude22@eafit.edu.co
@day_am1


Sobre una calle silenciosa de Medellín, hay una casa corriente, un segundo piso en el que siempre se escucha jazz y un viejo de barba blanca que conoce cada libro de sus estanterías e identifica con solo una mirada, el repentino encuentro de una joya nueva, un autor escurridizo o un cuento de la infancia.


Palinuro fue el piloto de la nave de Eneas desde su salida de Troya tras la destrucción de la ciudad, en La Eneida. Palinurus es un tipo de crustáceo. Palinuro es una pequeña ciudad italiana, o un barco insignia de la armada, o el nombre de una familia de mariposas, o la segunda novela de Fernando del Paso, o un lugar en Medellín donde venden libros leídos.

En el segundo piso de una casa cerca al Atanasio, hay un hombre de barba blanca que lleva 16 años vendiendo libros leídos. Al segundo piso se sube por un par de escaleras, cada una marcada con una obra literaria. Entonces primero se sube Rayuela, luego La isla del tesoro, después Viaje al centro de la tierra y por último, Crimen y castigo.

Luis Alberto Arango, el hombre de barba blanca, al hablar, sólo se le asoman los dientes de abajo, sonríe con frecuencia mientras los pliegues que tiene alrededor de los ojos se le pronuncian, y manotea para darle énfasis a las frases.

La historia del nacimiento de la librería en el centro de Medellín y la posterior mudanza al Estadio la ha contado por mucho tiempo de la misma manera: “Elkin Obregón, el caricaturista, se mantenía diciendo que quería una librería de viejo, y un día Sergio Valencia, el de Tola y Maruja, le paró la caña”.

Él se define como un amanuense, un escritor bisiesto que ha parido tres libros: un poemario, otro de cuentos, en el que recogió cuarenta años de escritura privada, y Desorden alfabético, en el que escribió conceptos sobre algunas palabras como “librero”. 

“El librero es un acólito de diario que debe oficiar sobre las estanterías y las mesas de su entorno. Allí donde anónimos, tímidos y locuaces lectores van a confesar sus gustos o a contagiarse de otros, donde se comulga en silencio o a gritos de tertulia ocasional. El librero de alma jamás sana de la úlcera eterna que le producen las bellas ediciones que vende, que entrega con desprendimiento conociendo de antemano el destino incierto de esos libros. Su condición no lo hace maestro pero debe estar dispuesto a serlo cuando intuye que alguien cambiará al transcurso de esas páginas. Al librero lo ronda el enigma, a veces no sabe quién es su próximo cliente y otras lo intuye en la dirección de su mirada”.

—¿Cómo estás? Seguite— dice Luis cada que algún curioso asoma la cabeza hacia el segundo piso. Abajo está Grámmata, otra librería, pero de libros nuevos.

Luis estudió Administración, trabajó en varias empresas y antes de dedicarse a los libros fue disquero durante veinte años. No necesita poner en palabras lo que significa en su vida la música, y tampoco es capaz de encontrarlas, porque simplemente nunca ha estado alejado de ella, no se concibe sin ella. Dice que es un animal oyente de música. Incluso su primer ahorro de estudiante lo gastó en un LP de jazz que todavía conserva.

Diariamente escucha cinco programas de música: a las diez de la mañana pone la Universidad de Antioquia; a las once la Bolivariana; a la una de la tarde, mientras va para la casa, otro programa de jazz; a las cinco de la tarde, uno de blues en la Cámara de Comercio, y a las seis, el programa de jazz, también de la Cámara. A las siete repiten el de las diez de la mañana, de la Universidad de Antioquia, y si no ha cerrado la librería, lo repite.

En la casa de su infancia, la biblioteca eran dos vitrinas: una abierta al público y la otra cerrada con llave. Él, un muchacho de 14 años, veía que su papá abría un libro que se llamaba El cinturón de la castidad, lo leía y lo volvía a guardar con llave. Hasta que consiguió el escondite de las llaves, sacó el libro y lo leyó. Eran cuentos de un supuesto corte erótico que terminaron siendo el pasaporte a una vida plagada de libros, personajes e historias.

Ser librero es abrirle la casa entera a otro lector. Dejar sin llave la estantería de los tesoros personales. Servir de cedazo y dejar solo lo que un día le sorprendió, para que haga lo mismo con otros.

—Cuando llegó Lolita a mi grupo de amigos, al país solo habían entrado 100 ejemplares porque en muchos lugares estaba prohibido. Como era tan especial, todos cogieron turnos para leerlo. Me dijeron que tenía tres días para terminarlo porque había gente esperando detrás de mí. Es la única vez que recuerdo haberme puesto la pijama a las siete de la noche para poder leer.

Un librero es un seductor. Un buen conversador, con mirada aguda y tacto para identificar qué busca el lector. Un librero escucha con atención, persigue la mirada del que hurga entre las estanterías, sabe identificar al que solo deambula esperando a que un título lo llame, o al que busca otra joyita de su autor preferido. Un librero es un amigo que sabe que tal o cual título es un salvavidas, y que sabe, también, que un buen libro recomendado a tiempo, como dice el viejo de Palinuro, puede ser la tabla del náufrago o la isla del edén de un desesperado.

Si no fuera librero, sería probablemente músico, un pianista de jazz o de salsa. Toca guitarra y, cuando en su juventud llegaba amanecido, su padre decía: —Ahí llegó ese serenatero miserable—. Nunca pide prólogos porque sería como pedir que hablen bien de él. Dice que un buen escritor tiene que ser obligatoriamente lector de poesía. Dice que un librero no se hace en la universidad, que debe tener intuición, percibir al lector, saber hacia dónde miró, conocer lo que hay en las estanterías, tener el gusto para ofrecer, tener la pasión que da la bondad por el oficio.

Dice que ama su librería, y dice también que tenerla después de 16 años es un ejemplo de terquedad.