Omitir los comandos de cinta
Saltar al contenido principal
Inicio de sesión
Universidad EAFIT
Carrera 49 # 7 sur -50 Medellín Antioquia Colombia
Carrera 12 # 96-23, oficina 304 Bogotá Cundinamarca Colombia
(57)(4) 2619500 contacto@eafit.edu.co

Ediciones Skip Navigation Linksla-intimidad-de-lo-escrito La intimidad de lo escrito

EAFITNexosEdicionesLa intimidad de lo escrito

La intimidad de lo escrito

Valeria Echavarría Arroyave

Las cartas permiten entrever las expresiones que habitan el mundo interior de diferentes personajes. Logran que la escritura construya encuentros y desencuentros por medio de la intimidad que se genera al leerlas.

Epístolas, misivas, correspondencia, cartas. Estas conforman el ámbito más humano y frágil en la escritura ya que cuando se escriben se está despojado de toda coraza. No hay pretensiones mayores, no hay ínfulas de querer ser otro; se es completamente uno frente al papel y su destinatario recibe la parte más sincera, sencilla, indefensa e íntima. Incluso, Pedro Salinas afirmaba que una carta, antes de ser entregada a alguien, va dirigida a uno mismo. Ellas le brindan consuelo y alivio a quien las escribe porque son el puro desahogo del ánimo. En el papel, tras la catarsis, se ve uno reflejado tal y como es.

Las cartas pertenecen al género epistolar, considerado uno de los géneros menores, a la par de los diarios, la autobiografía y las memorias. Es por esto que han ido perdiendo uso y no son predominantes en la literatura. No obstante, el acto de escribir cartas es un intento de explicarse a sí mismo lo que le acontece en palabras, es “un excelente entrenamiento para aprender a conversar con el mundo”, decía el escritor Ted Hughes, agregando que en dicho mundo se gesta una conversación que carga un espíritu propulsor para la creación.

Como característica principal se le abona la gran libertad que otorga, permite hablar de cualquier tema y narrarlo como plazca, no cuenta con una estructura fija ni gramáticas supremas. Las cartas hablan del mundo en su forma más amplia, dan cuenta de las nimiedades, del día a día y lo sencillo; hablan sobre los conflictos internos permanentes, se ponen fragmentos de ternura o se emplean para dar las últimas despedidas. En nombre de ellas se han gestado guerras y muertes; las cartas han atestiguado idilios literarios y pasiones furtivas.

En el marco de esta última está la reconocida pasión turbulenta del escritor Henry Miller y la diarista Anaïs Nin. Ambos fueron personajes que abanderaron el libertinaje en el amor, tuvieron de tanto en tanto amantes y quedó constatada en cartas la cautiva relación y el trío amoroso que tuvieron Miller, su esposa June y Nin. Ellos amaban el placer que les producía no poder poseerse.

“Quiero decir que no puedo ser absolutamente leal, no está dentro de lo que soy capaz. No sabes lo insaciable que soy, ni lo miserable, además de egoísta. Ven a mí, aproxímate a mí, será de lo más hermoso, te lo prometo. No temo que quieras herirme. No, no te romperás. Parece que me instas a que te traicione. Por eso te amo. Y ¿qué es lo que te lleva a hacer eso, el amor? Es hermoso amar y ser libre al mismo tiempo”.

Sus cartas extendían el espectro de lo pudoroso y lo correcto. Eran explícitas, eróticas, vulgares y sexuales. Denotaban el afán por estar cerca y el querer siempre más.

“¡Anaïs! Quiero que seas mía, usarte, follarte, enseñarte cosas. Cuando pienso cómo aprietas contra mí, cuán ansiosamente abres las piernas y qué húmeda estás, Dios, me vuelvo loco de pensar en cómo serías cuando todo se disuelve. Ayer pensé en ti, en cómo se tambalea la habitación, en cómo caigo sobre ti en la oscuridad sin saber nada. Y me estremecí y gemí de placer”.

El amor en las cartas no siempre versó en la dulzura o el deseo, a través de ellas también se pueden develar vicios, manías y comportamientos excéntricos; en ellas se encuentran secretos innombrables y la forma de concebir la propia realidad. Sigmund Freud, el psicoanalista, en sus más de mil cartas mostró lo tímido y torpe que era ante su amada, además, sacó a relucir su latente posesión y sus celos. Decía que ella, Martha, era suya para siempre y que si por él fuera la ataría de por vida. Le pedía cada fotografía de niña para él tenerlas y adorarla en su ausencia.

Otro caso atípico es el del compositor Tchaikovsky, quien tomó como amante a su sobrino Vladimir; en 1893 su obsesión era tal que le pidió que escupiera en un papel, lo pusiera en un sobre y se lo enviara, pues ello le bastaría en caso de que no le quisiera escribir.

Asimismo, los padres de la poesía moderna Arthur Rimbaud y Paul Verlaine comenzaron su romance convulso por medio de cartas. Verlaine quedó fascinado por el Rimbaud de 17 años; en su intercambio de cartas se denotaba la falta de vergüenza que tenía por tener una relación con un menor, estar casado y tener un hijo. Rimbaud se quedó a la espera de Verlaine, rogando que regresara y que le fuera fiel: “Vas a esperar a tu mujer y tu muerte, tu lucha, errar, aburrir a los jóvenes...desde luego, si tu mujer regresara, no me comprometo en escribirte, —no te escribiría jamás”. Años más tarde Verlaine se obsesionó y le disparó dos veces en el brazo a su enfant terrible, apodo que se le acuñó a Rimbaud gracias a una expresión francesa. Después de haber estado en la cárcel, ni una sola misiva le llegó por parte de Rimbaud y fue este silencio el que marcó con claridad el final de la relación.

Mediante la correspondencia también ha habido una eterna lucha con la palabra. Diferentes escritores que vivieron temporadas de delirio y dolor decidieron descansar del malestar que les producía el mundo. Virginia Woolf, a sus sesenta años, marca su carta con tinta negra y coloca el día que decide suicidarse, un jueves. Con una inclinación a la derecha se despide en primavera de su esposo Leonard. Antes de hacer el tránsito final para que su cuerpo se disuelva con el agua, escribe:

“Has sido totalmente paciente conmigo e increíblemente bueno. Quiero decirte que… Todo el mundo lo sabe. Si alguien pudiera haberme salvado, habrías sido tú. No me queda nada excepto la certeza de tu bondad. No puedo seguir destrozando tu vida por más tiempo. No creo que dos personas pudieran ser más felices que lo que hemos sido tú y yo”.

Un escritor y cinéfilo colombiano también escribió cartas anunciando su adiós. Andrés Caicedo sentía que su cuerpo era una celda, así que años antes le hizo prometer a su mamá que comprendería cualquier cosa que él hiciera. En su carta le rogó que entendiera su muerte y que su acto no era sinónimo de derrota:

“Yo no estaba hecho para vivir más tiempo. Estoy enormemente cansado, decepcionado y triste, y estoy seguro de que cada día que pase, cada una de estas sensaciones o sentimientos me irán matando lentamente. Entonces prefiero acabar de una vez… Nací con la muerte adentro y lo único que hago es sacármela para dejar de pensar y quedar tranquilo. Acuérdate solamente de mí. Yo muero porque ya para cumplir 24 años soy un anacronismo y un sinsentido”.

Los fragmentos aquí seleccionados a modo de antología dispersa y variada sirven para ilustrar el ámbito más honesto en la literatura, el del género que ahonda en sí mismo y hace “cobrar conciencia del nosotros” hablando de lo que compone y reafirma a cada quien. Rescatar la importancia del género epistolar resulta vital en la medida en la que el mundo literario y sus autores son reales y leales a sí mismos por medio de ellas. Si uno se dirige a sus correspondencias logra percibirlos más cercanos, más humanos y dar cuenta de sus identidades. Se crea una imagen textual y una atmósfera de proximidad tal, que sus palabras se hacen propias y se tornan como referente e inspiración para no dejar caducar el ritual que compone el quehacer de redactar o recibir una carta.