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Dionisio y Afrodita

Sebastián Garcés Arbeláez                       
sgarce10@eafit.edu.co


Menos mal tienes una buena forma de romper el hielo, porque la necesitas para hablarle: “¿Te conté la vez que resulté en una orgía?”. Los oídos incrédulos te pedirán que repitas lo que le has dicho, ella replicará a tu carnada con un “¿De qué me hablas?”, y tú, con esa carita traviesa, con esos hoyuelos profundos, dejarás ver un sutil movimiento de labio que dibujará una sonrisa de campeón, de complacencia, de rey del mundo: el gesto de un maldito dios. Ella querrá oír todos los detalles pecaminosos que vas a contar, por alguna razón está especialmente interesada, pero tú lo que quieres, realmente, es hablar de Afrodita —así decidiste llamarla— y de su olor pornográfico. Le contarás a esos ojos expectantes cómo en la entrada del bar te recibió un Santa Claus fit: todo un caballero de voz gruesa, prominente barba y pectorales tallados en mármol, quien, con su mirada llena de perversión, comenzó a echar chispas a lo que más tarde sería una llamarada que quemaría todas tus entrañas. El portero te provocó todo eso a pesar de que tú eres un esclavo de las curvas lujuriosas de las mujeres. El fuego te comenzaba a picar en los labios, percibían el sabor lejano de afrodita.

Después, ya más adentro pero aún en la entrada, antes de oler la fragancia de la diosa sexual en su esplendor, tenías que comprar algún antifaz. Una máscara para cubrir tu genérica cara y añadirle un picante misterioso a la experiencia. No te importó, de hecho, te excitó un poco reconocer con la yema de los dedos las mascarillas de cuero, sentir los morbosos hilos de sus costuras y deslizar el elástico entre los mechones de tu cabello seco. Ya en el lugar, la candela comenzó a descender por la garganta, pero la pasión menguó. Sí, claro, obvio sí, las camareras tenían un cuerpo de fantasía: ochos corporales, poros sobresaltados, sudor brillante como rocío, lencería que solo se puede quitar con los dientes, tatuajes que invitan al tacto atrevido de la lengua resbalosa, cabelleras dignas de ser colas de caballo y miradas hechas de carbón que chorrean gasolina. Cada contoneo que lleva licor es una bomba sensual, pero es fruto prohibido. Sin embargo, cuando comenzaron a subir por las escaleras rojas, cuando se comenzaron a apretar las mordazas, cuando las pieles se ataron en las cruces de madera, cuando se azotaron los látigos de cuero, cuando la ropa interior se convirtió en tapete, cuando los espejos se comenzaron a empañar, cuando el horizonte convulsionaba feroz y cuando los cuerpos se comenzaron a amasar, regresó la pasión y valió la pena comprar el antifaz. Te convertiste en uno con la masa anónima enmascarada. Pero una silueta te robó la atención, comenzó a manipular esa llamarada interna y la hacía recorrer cada arteria. La flama te bajó por el esófago y comenzó a hacer estragos.

Ella miraba curiosa, como quien sabe del tema, mientras le seguías contando: pero, ¿cómo podría ser “un plan tranqui”, para echarse unas risas y salir de la rutina? Obvio no, ya la invitación estaba decorada con luces de neón púrpura: “¿Vos has tomado cerveza en boxers? ¿Vos has escuchado de este lugar donde solo se puede estar en ropa interior? ¡Qué loco! ¿No? Deberíamos ir, sentir el rigor de ese fetiche”. Y en efecto te llegó la llamada, mientras te limpiabas la saliva del mentón aceptaste la invitación, te pusiste tus mejores Calvin Klein (los azules ocaso, por supuesto) y ahí llegaste, esbozando sonrisitas maquiavélicas. Llegaste tú y llegaron todos los cuerpos: bajitos y altos; gordos, delgados y musculosos; los atléticos y los frágiles; morenos, caucásicos y asiáticos; de cabello largo y corto, tinturados y naturales; con tatuajes, piercings y pieles vírgenes. Llegó toda la sangre mundial al segundo piso del antro erótico y todos se querían probar, se querían descubrir con el más noble de los sentidos: el tacto. Pero tú te querías mezclar con la del antifaz morado con brillantina titilante.

Mientras ella se saborea, tú continúas la historia: las masas se movían al son de los ritmos árabes y ella sabía mover el abdomen. La recorres desde los pies, delicados al mejor estilo romano; rebosante de atracción fetichista. Las venas estresadas del empeine te invitan a escalar la mirada y te deleitas con la infinidad de sus piernas, toboganes de piel que presumen orgullosos lo delicioso de ese tono canela brillante, un color capaz de todo. Más arriba se pavoneaban grandiosas las caderas, envueltas en la elegancia del encaje negro, allí saltan un par de mejillas con estrías naturales cuyas curvas envidiarían el más clásico de los Sedán. Tu cuello se comienza a erguir y ahí está, esa cintura tan egocéntrica y centrifuga en la que se esbozan tímidas sombras que dibujan meses de gimnasio, fibras que se contraen y te atraen con cada giro, con cada pulso, con cada gota de sudor que resbala por sus surcos. Pero sigues luchando con el peso de tu cabeza y los ojos ascienden por sus pechos, sus gloriosos senos; esferas naturales y asimétricas, que invitaban una delicada pero apasionado caricia, con un baile de roces y mimos pausados sobre sus pequeños y sobresaltados pezones. Finalmente, tu vista escaló por el cuello brotado de Afrodita y se topó con ese rostro anónimo, escondido detrás de esa máscara morada de conejito, sobre el que caían largos mechones dorados que pedían a gritos ser halados gentilmente. El fuego ya rostizaba la ingle.

Después de parpadear un par de veces tenías ese monumento haciendo ondas frente a tu cuerpo. Te invitaba… No. Te exigía que bailaras con ella entre gemidos, sudor y poses tántricas; sincronizando sus latidos con el ritmo del ambiente. Ambos cuerpos se menean al son de un beat lento, oscuro y erizante, poco a poco los poros se fueron pegando y, de repente, se incendió tu primer chacra (el de la raíz) y los nervios se pusieron a trabajar: tus manos se dedicaron a mapear todas las curvas de Afrodita, mientras las de ella se paseaban por el elástico de tus Calvin Klein al igual que sus uñas agresivas contorneaban tus muslos. Los dos se olían esos almizcles pervertidos que desprendían los poros sudados y tus labios se hundían en su cuello terso. Luego Afrodita empezó a extender su divinidad por las puntas de sus falanges hasta que… “¡Ya! Ya sé que pasa después —te interrumpió ella—. Lo recuerdo muy bien. No pensé que sí me vinieras a buscar”.