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Discontinuidad

Eliana Tabares Sánchez
@elianatabares

Mi primer cadáver lo enterré a los dieciséis años. Nunca voy a olvidar ese doce de agosto cuando, con lágrimas en mis ojos, le tiraba tierra al cuerpo inerte de mi primer amor. No lo había matado yo, él había decidido terminar con todo, asesinó ese cariño que creíamos eterno, así que no podía permitir que siguiera rondando por ahí como si no me hubiese hecho nada, tenía que deshacerme de su cuerpo, de esos hoyuelos que se le hacían en los cachetes cuando me sonreía, de sus ojos achinados que se perdían al ver mi rostro. 

Con el tiempo enterré su olor, el tono de su voz y el sonido de su risa. Pero su fantasma me perseguía, de vez en cuando lo veía salir por la puerta de su casa o lo escuchaba cantar mientras se bañaba; yo volvía a su tumba a asegurarme de que siguiera sepultado, y siempre me encontraba con el hoyo que había cavado para enterrarlo, lleno, suponía que su cuerpo putrefacto estaba debajo de toda esa tierra, pero trataba de tirarle más para que no saliera de allí y no volvérmelo a cruzar. 

Sentía tristeza por su partida, pero sabía que así, los dos estábamos mucho mejor. Decidí seguir con mi vida, no volví a su sepultura, no quería llevarle flores ni cerciorarme de que estuviese enterrado, simplemente quería olvidarlo y cerrar el vacío que había dejado. 

En algún momento conocí a otro hombre, no sé si lo que sentí por él fue amor, pero ciertamente sí me era útil para olvidar. O eso creía yo, hasta que un día su fantasma volvió, no sé si alguien desenterró su cadáver o qué pasó; llegó a mi casa una tarde de jueves, se sentó en el sillón de mi habitación, tenía puesta la camiseta azul oscura que le había regalado en su último cumpleaños. 

⎯ ¿Eres feliz con él? ⎯ me preguntó. 

⎯ ¿A qué volviste?

⎯ ¿Eres feliz con él? ⎯ insistió. 

⎯ …

⎯ Sé que no, o al menos no te da la felicidad que yo te di.

Salí de la habitación, pensaba que solo era una mala jugada de mi mente, pero sabía que por dentro suplicaba su regreso. Quería volver a sentarme en las escaleras afuera de mi casa mientras él me abrazaba y me contaba cómo le había ido en el colegio; ansiaba que sus manos recorrieran nuevamente mi cuerpo, quería sentirlo cerca de mí hasta que me hiciera estremecer, revivir nuestra primera vez, simplemente volver a amarlo. 

Me fui a vivir a otra ciudad para escapar su presencia, a recorrer calles en las que no hubiese caminado de su mano. Comencé una nueva vida, una en la que ya no lo veía, no recordaba lo mucho que disfrutaba nuestras conversaciones, olvidé cuál era su plato preferido y en qué labio tenía ese lunar que se colaba entre nuestros besos. 

Años después, salí a la puerta de mi casa, y un hombre moreno, con cejas pobladas me sonrió, al instante se le achinaron los ojos y en sus cachetes se dibujaron unos hoyuelos. Extendió su mano y me dijo: «hola, ¿qué tal?, me llamo René, no sé si me recuerdes». De inmediato mi cuerpo se entumeció, no podía creer lo que veía, era imposible que estuviera ahí parado, yo lo había enterrado y vuelto a enterrar, ¿cómo había logrado salir? Traté de actuar de la manera más normal que pude, pero con facilidad me perdí entre sus chistes y sonrisas picaronas, como siempre, me envolvió hasta hacerme perder la noción del tiempo. 

Los meses pasaron y seguíamos re-conociéndonos, quería saber por qué había vuelto y cómo había logrado salir aquel hoyo en el que lo había dejado, pero no me atrevía a preguntarle. A pesar de esto, había algo que me volvía a cautivar, no sabía qué era pero me tenía ahí, detenida, estancada en él. ¿Cómo es que seguía atrayéndome?, ya no era la misma niña de quince años que se enamoró por primera vez, ¿qué le pasaba a mi yo de veintitrés que volvía a caer en su juego? 

Nos cuidamos de no querernos, era peligroso este encuentro y queríamos salir ilesos. Así que tratamos de esconder nuestro cariño acompañando nuestra soledad, preocupándonos por las necesidades del otro, celebrando los logros de cada uno, pero nunca queriéndonos. 

A veces tratamos de alejarnos, de acostarnos en la fosa y echarnos tierra para volver a morir el uno para el otro, pero, siempre pasaba algo que nos hacía revivir. Era como si estuviésemos sujetados por un resorte, cuanto más lejos estábamos, algo nos halaba y nos unía más que nunca. Y para ser sincera, amaba que esto pasara, me había acostumbrado, otra vez, a mi vida con él. 

«¿En qué piensas cuando me miras con esa sonrisa que tanto me encanta?» Me preguntó un día mientras me abrazaba. Moría por decirle que amaba encontrar al René que en algún momento quise en mi futuro, pero no podía romper la regla de no hablar de lo que sentíamos.

Traté de salir con otras personas, la intermitencia de René me hacía dudar, nunca entendí por qué se alejaba, si era mi culpa o simplemente esa era su forma de ser. En uno de sus regresos, finalmente se aventuró a explorar mi cuerpo de nuevo, después de casi siete años sin siquiera estar cerca, volví a probar sus besos, pude recorrer con mis dedos la silueta de los tatuajes en su espalda y sentir cómo mis labios encajaban a la perfección con los suyos. No recordaba la tranquilidad que me daba estar entre sus brazos, también había olvidado lo tierno que podía ser. Por instantes pensé que mi corazón frío e insensible no merecía tanto cariño. 

Los días pasaron, nuestros encuentros avanzaron y él no se alejó. Para mí, sentirlo de cerca, volver a probarlo era el fin de una mala racha con los hombres. Pero no sabía que al final él sería parte de esa desafortunada lista de hombres que no pude querer. 

Perdóname mi querido René pero no puedo dejarte vivir, no después de lo que has hecho, tu lugar es en esta fosa y no conmigo, espero que no puedas salir de ella porque sé que volvería a creerte pero ya sabes que mi corazón no tiene la capacidad de amarte, es más, ni lo mereces. Así que aquí me tienes de nuevo tirando tierra sobre tu cuerpo, te dejo estas flores, son mis favoritas.