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El ruido se debe armonizar


Tomás Quintero Meza
Twitter: tomasqm1

Hace algunas semanas, un evento desafortunado detuvo nuestra universidad, el motivo: la decisión de una persona de terminar con su vida. Medios de comunicación comenzaron a opinar, quizá sin una acreditación del contexto en el cual ocurrió el hecho. Este suceso encendió las alarmas de las universidades de la ciudad, haciendo que muchas recalcaran la existencia de sus espacios o departamentos de Bienestar Universitario.  

Desde el siglo XVI se entendía el bienestar como una simple satisfacción de las necesidades físicas, cuatro siglos se tardó el aspecto social y mental en agregarse a la palabra. Las anteriores necesidades físicas son claramente identificables (comer, dormir, beber, como mínimo), pero qué ocurre con aquello que no vemos, esos sonidos de la mente, que incluso siendo comunes y tan continuos, son dificiles de exteriorizar. También, qué sucede con las voces ajenas que nunca hemos escuchado, pero que nos aventuramos injustamente a tildar de inexistentes o irracionales, aniquilando toda posibilidad de oirlas. 

Es curioso pensar que tanto el ruido como el sonido están compuestos por notas musicales, la diferencia está en la armonía que cada uno tiene, esa armonía muchas veces no la identificamos, no sabemos qué escuchamos. Cuando nos pensamos, existimos y dudamos de todo lo que implica vivir, entre todo lo que puede pasar por nuesta mente, pocas veces llegamos a preguntarnos: ¿Estoy bien? Y cuando llega esta gran duda la respuesta no es absoluta, casi siempre va acompañada de un “pero”, que limita inevitablemente la palabra “bien”, es en este momento donde debemos estar alerta, no porque la tristeza, desilusión, el enojo, desasosiego, el dolor sean inaceptables en nuesta vida, o no las debamos experimentar, sino porque esas emociones deben sentirse con vocación de resolución, es decir, pensando que la emoción debe trascender al bienestar. 

Si nosotros que podemos llegar a oir aquellos murmullos en nuestras cabezas se nos dificulta escucharlos en voz ajena, ¿cómo una institución —una universidad, por ejemplo— conversa con aquellos ruidos para  volverlos sonidos? 

Algunas universidades —espacios de crecimiento intelectual y social— se han comprometido a escuchar esa voz, ante el reconocimiento de que quien convive en ese entorno (estudiante, maestro u otro empleado) es un ser permeable, que está en constante influencia de un entorno que en ocasiones puede ser agobiante. Estas universidades al escuchar esa voz, reconocieron que el concepto de bienestar trascendió y que los tres aspectos (físico, mental y social) se complementan para hablar del buen vivir, a su vez, cayeron en la cuenta que su labor no se limita a la enseñanza de términos y conceptos, sino que se extiende a la protección del individuo. 

Sin embargo,  dudamos si esa puesta en atención de las universidades, que claramente es bien intencionada y altruista, es suficiente en razón a la cantidad de emociones que puede tener una persona, un colectivo, una comunidad universitaria. La conversación de esos ruidos, su musicalización, la solución a esas enfermedades no puede ser un privilegio cuando es algo tan común como cualquier otro padecimiento médico, toda persona debe tener la posibilidad de armonizar su mente. 

Los espacios para exteriorizar los ruidos de la mente, aquellos lugares seguros, deben ir del más reducido al más amplio, como forma de proteger a aquel que los escucha. Es en el paso que tiene que atravesar el individuo del hogar a la universidad, como es nuestro caso, donde esta institución debe conversar con esas voces. Aunque desde su constitución haya tenido vocación de enseñar lo académico, hoy debe velar por el bienestar y el mutuo cuidado, incluso, teniendo limites presupuestales y/o ideológicos. La salud mental no puede ser concebida como una cuestión menor o un gasto insoportable, es una inversión para y sobre las personas que conforman una comunidad. Invertir en los aspectos intangibles, aquello que no se ve, en esas voces ruidosas se traduce en construir bienestar individual, y por ende, colectivo. 

Entonces, ¿son suficientes el número de psicólogos, en el caso puntual, de en una universidad? La respuesta, si consideramos la carga emocional que cada persona porta en su ser es que no. La ausencia de personal conlleva a dos situaciones indeseables: servicio corto, laxo y quizás poco riguroso ante la cantidad de personas que asisten a las consultas, o también, que muchas voces de otros individuos nunca se vuelvan sonido. Ninguna de estas opciones es anhelable, hay que preservar los espacios que buscan armonizar, por ejemplo, una cita psicológica. Esta debe dar sensación de acompañamiento, ser un espacio para exteriorizar las voces de nuestra mente, un momento de descanso y de desahogo. Velar por estos espacios implica invertir recursos, dinero, calidad humana y tiempo. 

Algunas universidades de la ciudad ofrecen citas psicológicas por un determinado tiempo o cuentan con un número máximo de encuentros, otras cobran por el servicio, otras más pueden prestar tan excelente y gratuito acompañamiento que las agendas se llenan rápidamente, obligando a los casos esporádicos a solucionarse solos mientras se está en lista de espera. Algunas no tienen planes funcionales que buscan contrarrestar la cantidad de voces que nunca han sido oídas, otras tienen programas especializados y reiterados. En fin, las voces que podríamos llegar a escuchar, los ruidos de las personas que no hablan por temor a la desaprobación, exigen ser escuchadas, las universidades como entorno protector deben priorizar este asunto en su agenda económica y formativa, en defensa del bienestar.