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Fútbol vs racismo: el partido más difícil

Roberto Saldarriaga

El mundo del fútbol ha evolucionado. Los balones ya no son de cuero, los uniformes son mucho más cómodos y la exigencia es cada vez mayor. Parece que todo evolucionó, menos aquellos que pagan una entrada para ser racistas y xenófobos en pleno siglo XXI.

El fútbol tiene la cualidad de reunir. Dos equipos están citados a definir cuál será el mejor del día y, una vez suena el silbato que marca el inicio del juego, a los hinchas del estadio, la televisión y la radio les salta el corazón, los ojos se les abren, la respiración se les agita, los oídos se les agudizan y el cerebro analiza como puede toda la información que recibe cada segundo. Es ahí cuando tiene sentido decir que el fútbol es una fiesta, y aunque no debería suceder, a veces las fiestas se ven arruinadas por comportamientos estúpidos.


No hay quién cuide al jugador

Los indeseables actúan en nombre de la violencia, la cual es alimentada por las diferencias entre ellos y los demás. Violencia en forma de arma blanca, golpes, amenazas, acoso e intolerancia. Así llega el racismo y la xenofobia a las graderías de los estadios, donde el odio no es provocado por los colores de la camiseta del rival sino por el color de piel que hay debajo de ella.

Los racistas tienen un círculo cromático que solo admite tres colores: blanco, negro y amarillo. Los racistas de Europa ubican geográficamente a las personas por el tono de piel que poseen de manera contundente: ellos son los blancos, los amarillos son los asiáticos y los negros son los africanos y latinoamericanos. Actualmente, al llevar futbolistas de acá y de allá a todos los equipos del viejo continente se garantiza un juego más competitivo, pero, ¿quién les garantiza a los jugadores que no tendrán que aguantar noventa minutos de odio por ser de otro lado o por tener su piel unos tonos más oscuros? La UEFA no, ni nadie más.

UEFA, Unión de Asociaciones Europeas de Fútbol por sus siglas en inglés, máximo ente del fútbol en Europa, comenzó desde el 2001 una campaña con un nombre obvio y necesario: No al racismo. En sus plataformas oficiales anuncian grandes esfuerzos por eliminar la discriminación e intolerancia del fútbol. Dicen que es una prioridad pero han sido palabras vacías: las medidas que toman en contra del racismo son pasivas y negligentes. No ha sido suficiente incluir el nombre de la campaña al comienzo de cada partido, ni que cada equipo se tome una foto por separado con el eslogan al pie de ellos, ni el cierre temporal de las tribunas que emitieron cantos discriminatorios, ni las multas de costo irrisorio. Medidas de poco impacto y castigos protocolarios que les permite a los racistas sentirse validados.

Danny Rose, futbolista inglés de origen jamaiquino, es negro como varios jugadores de la misma selección. Cansado de la discriminación, después de un partido jugado el año pasado en el que algunos radicales del equipo rival imitaban a un chimpancé cuando él o sus compañeros tenían el balón, declaró: “Si los castigos son una multa equivalente a lo que puedo gastar en una noche de fiesta, ¿qué se puede esperar? Así la lucha contra el racismo es una farsa”.

Como no hay quién haga algo por ellos, ellos se dignifican a sí mismos. Dani Alves, brasileño, le arrojaron un banano en una cancha de España porque le querían decir que, como es latino, es similar a un simio. Alves recogió el plátano, lo peló y le dio un mordisco: al idiota se le responde con gracia. Balotelli, italiano de padres africanos, cogió el balón con las manos y lo pateó hacia quienes lo insultaban en una cancha de su país y los confrontó con mirada retadora: al idiota se le responde con seriedad. Moise Kean, italiano de padres africanos, con 19 años de edad hizo gol, se paró estático frente a los racistas de su país, los miró y se llevó las manos a los oídos como diciéndoles que no los escuchaba: al idiota se le responde con personalidad.


Racistas camuflados en la victoria

Se les insulta a los jugadores por su tono de piel, pero se salvan los que juegan muy bien. Es decir, se discrimina a la persona por defecto, pero si su talento resalta por encima de su tez se le deja tranquilo hasta que un día tenga un mal partido. Hugo Sánchez llegó en 1981 a Madrid, España a jugar fútbol. Su propia hinchada junto con las de todo el país lo llamaron "indio sucio mexicano” con el despropósito de insultarlo. Pero cuando fue goleador del equipo pasó a ser llamado “Hugol”, o al menos así fue para los seguidores del equipo para el que jugaba, porque los hinchas rivales no le quitaron nunca la anterior etiqueta.

La FIFA — Federación Internacional de Fútbol Asociado, máximo ente del fútbol en el mundo — definió las reglas para ser elegible por una selección nacional de fútbol. El jugador puede escoger un equipo por su lugar de origen, por el de sus padres o el de sus abuelos, además del tiempo de residencia en un país que debe ser de al menos cinco años. Por ejemplo, Adnan Januzaj en 2014 tenía chance de jugar en seis selecciones: Bélgica, donde nació; Albania o Kosovo, por sus padres; Serbia o Turquía, por sus abuelos; Inglaterra, por haber vivido ahí cinco años. Así el jugador tiene la oportunidad de representar el país con el que se siente más identificado, con el que tiene vínculos más fuertes o, simplemente, en el que más le convenga por posibilidades de ganar o crecer deportivamente.

Con esas determinaciones establecidas, los racistas y xenófobos franceses van al estadio para ver jugar a su selección nacional y no saben qué sentir: de los 23 jugadores que portaron la camiseta de Francia en el mundial de Rusia 2018, 14 tienen ascendencia africana. A raíz del triunfo mundialista de les bleus, las redes sociales hicieron lo suyo: proliferar un mensaje — lastimosamente uno de odio — que rezaba: “no ganó Francia, ganó África”. Después, una imagen de los 14 jugadores, sus nombres y el origen africano de sus padres, como diciendo que este no es francés, es marfileño; este otro tampoco es francés, es camerunés; este es congoleño, el otro de Malí y aquel de Argelia. Mejor dicho, son de allá, no de acá. Desmeritar el triunfo es lo de menos, lo grave es que el mensaje viajó por todo el planeta y demostró, no tan sorpresivamente, que racistas hay en todos lados.

Los mensajes de odio suelen estar construidos de manera fragmentada, así quienes los viralizan pueden hacerlo tranquilamente sin darse por enterados de que están haciendo el ridículo. Se quedaron con el dato de que 14 tienen ascendencia africana e ignoraron que solo dos son nacidos en África mientras los otros 12 nacieron en territorio francés. Son tan franceses como ellos, pero tienen la piel negra. Es así como el racismo en el fútbol se vuelve una cuestión de conveniencia, donde solo ganando los jugadores hacen que se les olvide a algunos de dónde son sus padres o su color de piel. Francia es el ejemplo, pero pasa en todos lados. Mesut Özil representaba a Alemania, pero tiene padres turcos. Decidió no ir a jugar más con los germanos a pesar de haber sido campeón del mundo con ellos por una cuestión de dignidad: “Soy alemán cuando ganamos e inmigrante cuando perdemos”.

A esos ignorantes franceses hizo falta explicarles que uno de los mejores jugadores de la historia, fundamental para que ganaran su primer campeonato mundial, un tal Zinedine Zidane, es de origen argelino. A esos ignorantes europeos hizo falta explicarles que el mapa africano en su división territorial se ve como trazado por una regla porque entre europeos se repartieron el territorio como si estuvieran repartiendo pastel y, aunque no les guste, eso les da la posibilidad a los africanos de ser inmigrantes en el país que hace años los esclavizó. A esos ignorantes llamados racistas y xenófobos hizo falta explicarles que el fútbol no es solo el deporte del pueblo: es el deporte de todos los pueblos.