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Historia de dos orillas

Marlon Ramírez

Era la construcción más ambiciosa de la ciudad: estaba en el barrio rico, estaba en el barrio pobre; era de todos y no era de nadie; unía y dividía. La intención de conectar —personas, culturas y tierras— se materializa con los puentes.

Medellín, en el siglo XIX, no estaba tan poblado como ahora, era impensable que tantas personas habitaran en la ciudad. En esa época, cuando se hablaba de la población, sólo se hablaba de miles de personas; ahora, después de menos de dos siglos, se habla de millones de habitantes en la ciudad. Pero que fuera pequeña en número de habitantes no significaba que ellos quisieran conectarse o unirse entre sí; más bien, querían dejar en claro que los ricos y los pobres, en esa época, debían vivir unos lejos de los otros.

En 1878 nació el puente Guayaquil, cuando el alemán Enrique Haeusler y el inglés Tyrrell Moore notaron la carencia de puentes que pasaban sobre el río Medellín y todas la implicaciones sociales, culturales y económicas que tenía ese hecho. Fue así como pensaron en construir un puente que uniera al Poblado con el Cerro Nutibara y que le permitiera a la gente cruzar entre la zona urbana e industrial de la ciudad.

Es sabido que los ríos se pueden entender como fronteras naturales o como medios de comunicación. Medellín es de las que pensaba al río como una frontera imaginaria porque existía una notable rivalidad social entre los que habitaban al otro lado. Allá donde la gente no es como acá, hacen cosas que nosotros no hacemos y hablan con palabras que sí conozco pero que no puedo admitir porque las aprendí de alguien que vive cruzando el puente que parece infinito, pero que apenas tiene 100 pasos cortitos.

No mucho tiempo después de la construcción del puente, se construyó una cantina —aprovechando, claro, que la zona era muy transitada e iba a generar buena platica—, de manera que los jóvenes y los adultos trabajadores, cansados y con sed de guaro, pasaban y se tomaban sus tragos. La cantina ya no existe, pero aún es mencionada cuando se habla de la historia del puente porque en ella nace su nombre. A uno de los muchos e incontables hombres que iban a ese bar, se le ocurrió un nombre para el puente, porque no sólo la gente importante puede nombrar construcciones, sino que cualquiera puede hacerlo, eso sí, si los demás están de acuerdo. El nombre propuesto fue Guayaquil —la teoría más aceptada es que fue en honor a la ciudad ubicada en Ecuador que lleva el mismo nombre, ya que el clima allí es relativamente parecido—. Así que desde el barrio se le empezó a decir así y ahora, después de tantos años, aún lo conserva. Y lo más seguro es que así se quede.

Ahora es reconocido sólo por ser el puente en pie más antiguo de la ciudad, las personas olvidaron las historias que cada ladrillo en él aún recuerda. Cuentan por ahí que, en el año 1909, cuando se abolió la pena de muerte en Colombia, este puente fue testigo mudo de la última ejecución —también cuentan que fue a un vándalo que agredía a su esposa, pero son sólo rumores—. Fue construido en materiales comunes de la época: argamasa, cal y ladrillo, y para sorpresa de algunos, sangre de vaca. Y ha soportado, durante más de un siglo, al imponente río Medellín que constantemente amenazó con derrumbarlo.

El 18 de octubre de 1996 la Alcaldía de Medellín junto con la Fundación Ferrocarril de Antioquia hicieron una restauración de este patrimonio arquitectónico y monumento histórico de la ciudad, respetando la estructura original, con la intención de que volviera a ser lo que un día fue, o bueno, sólo una parte; querían evitar a toda costa que volviera a ser un escenario de tantas muertes, y que fuera mejor un sitio para estar en familia. Más adelante, en 2006, los alumbrados navideños sobre el río Medellín desde el puente Guayaquil lograron unir exitosamente a las personas de las trece comunas de la ciudad para demostrar que, aun con las fronteras físicas, imaginarias e invisibles, podemos hacer parte de la misma cultura de la que tanto se alardea en los medios de comunicación.

No solo su historia, también la estructura del puente merece que uno se detenga a observarlo: cuatro arcos inferiores que forman dos emes que nos recuerdan a las iniciales del Metro de Medellín que pasa a su lado; en sus extremos lo decoran dos líneas de árboles que vienen desde la estación Estrella y que continúan hasta la estación Madera; el resplandor del sol que lo ilumina tan fuerte que hace que sus cuatro arcos inferiores parezcan túneles cuando se posa, en el agua, una sombra que la cubre a lo largo de tres metros.

Después de casi dos siglos, el puente aún espera que la gente vuelva a él, que lo vuelvan a hacer sentir vivo, que le recuerden el porqué de su construcción y que no se limiten sólo a observarlo por la ventana del Metro o del carro. Si lo comparamos con El viejo y el mar, este lugar sería algo así como el viejo puente y el río; y sólo el tiempo decidirá quién ganará la batalla que al final tumbará al puente, si la corriente del río o la gente corriente que lo mandó al olvido.